LA NAVIDAD DEL BICENTENARIO ARGENTINO (1816-2016)
Según una firme y sostenida tradición, durante la cena de la Nochebuena de 1816, el General Don José de San Martín habría encomendado a un grupo de mujeres la confección de la Bandera del Ejército de los Andes, con el propósito de bendecirla la Noche de Reyes de 1817, ceremonia en la que se nombraría a Nuestra Señora del Carmen como Patrona de dicho Ejército en la Iglesia Matriz de Mendoza.
La Bandera pretendía ser, sin lugar a dudas, la proclama simbólica de la Independencia de la Nación y de su futuro, de la que se hacía eco el grito jubiloso de los libres del mundo, misión a la que las tropas patrióticas se habían entregado generosamente. En efecto, el conjunto de signos que conforman tal insignia lo manifiestan patentemente, a saber: el gorro frigio de la igualdad; las manos unidas de la fraternidad; la pica del trabajo; el sol de la libertad y de la unidad nacional; los laureles que cantan la gloria y las Montañas como imagen del terruño y de la esperanza de ver cumplido el sueño americano.
Este dato histórico evocado en las vísperas de la Navidad del 2016, inspira una reflexión acerca de los doscientos años transcurridos como país emancipado, pero sobre todo, bien valga, un pensamiento referido al presente, al “aquí y ahora” de nuestras circunstancias:
La igualdad: “La democracia lleva el nombre más bello que existe: igualdad”, esta frase del célebre Heródoto (484 – 425 a. C.), el padre de la historiografía, nos ayuda a comprender el verdadero sentido de una forma de gobierno llamada a dar participación al “pueblo”, como su misma denominación etimológicamente lo indica (Demo-katría: reino de la gente). En la actualidad, sobran las malas noticias de las “desigualdades” forzadas, las discriminaciones y atropellos. Al respecto, Francisco, el papa argentino, expresó muy lúcidamente en una oportunidad: “La Patria florece cuando vemos en el trono a la noble igualdad, como bien dice nuestro himno nacional. La injusticia en cambio lo ensombrece todo. ¡Qué triste es cuando uno ve que podría alcanzarse perfectamente para todos y resulta que no!”. ¿No será que estamos frente a una suerte de bullying social establecido, del que el acoso escolar o barrial, que tanta indignación nos produce, es, ni más ni menos, que un botón de muestra o la punta del iceberg de una enfermedad global? Cabe admitir, que el “igualitarismo”, malsano como muchos “ismos”, tampoco producirá frutos de justicia. No es posible una homogeneidad monolítica, tosca y “pegoteada” en un mundo tan vasto y rico, que desde antiguo se lo llamó sabiamente Universo, Uno pero Diverso.
La fraternidad: “Quiero ser el hermano del hombre blanco, no su hermano político”. Este anhelo de Martin Luther King, el famoso líder de los derechos civiles de los afroamericanos en EEUU, asesinado por sus ideales, abre perspectivas, aún más allá de los horizontes de nuestra Patria. Soñar con un mundo hermanado puede llegar a sonar utópico, realidad que no nos debe impedir seguir soñando y despertar ofreciendo las manos a la obra. Considerar al otro como hermano supone no sólo reconocer la igualdad de condiciones sino también admitirlo como miembro de la misma familia, cuyo lazo supera armónicamente las diferencias individuales.
La libertad y la unidad nacional: Rousseau, uno de aquellos cuyas ideas inspiraron la Revolución Francesa, expresó crudamente que: “La libertad no es un fruto que crezca en todos los climas, causa de que ésta no esté al alcance de todos los pueblos”. Pienso que no tenía razón. El mismo misterio de la libertad humana puede revertir tal situación. Debemos educarnos para ser libres pues no se nace para esclavo. Las modernas formas de esclavitud –no hace falta consignarlas– y, que asedian también a la Argentina, evidencian tristemente que todavía nos cuesta comprender del todo esta realidad.
El trabajo: Concebir el trabajo como medio para alcanzar el bien común de la sociedad nos salvará de los egoísmos tanto personales como colectivos, deseosos de transformar juntos nuestra Tierra.
La gloria: “los laureles que supimos conseguir” hay que conservarlos “sin dormirnos en ellos”, como dice el dicho popular. Pero, ¿dónde ponemos nuestra gloria los argentinos? O, mejor, ¿cuál es nuestra gloria? ¿Cultura? ¿Solidaridad? ¿Dinero? ¿Entretenimientos? Dejamos estos interrogantes para la tranquila reflexión de los lectores.
Las montañas: El sueño de la Patria Grande que encendía el corazón de nuestros antiguos próceres tendría que llevarnos hoy a contemplar al que sufre, al desvalido, a las “otras patrias”, no volver nunca las espaldas a las necesidades de los demás. Imperativo que también nos tiene que conducir a tomar conciencia del cuidado de nuestra casa común, como dijera Francisco en la encíclica Laudato Si.
Finalmente, los colores azul-celeste y blanco nos remiten inmediatamente al campo de los altos ideales que, aunque caminemos siempre por debajo de ellos, la Patria no se logra construir sin un Norte adónde dirigirse, sin una brújula que nos indique el sendero.
Termino. La Bandera del Ejército de los Andes, reliquia del pasado, nos prestó metafóricamente su simbología para aplicarla a nuestra realidad concreta. ¿Podremos nosotros en esta Navidad del Bicentenario, enarbolar un nuevo estandarte, signo de un compromiso real que queremos asumir en favor del medro de nuestro pueblo? O, ¿sólo desplegaremos slogans residuales que ya no nos identifican y, peor aún, que resultan hoy impracticables? En una época de crisis institucional y de caída de casi todos los relatos, una prudencial “vuelta a las fuentes” puede tirar algunas pistas para orientar la renovación profunda que necesitamos urgentemente. Feliz Navidad 2016.