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viernes, 29 de abril de 2016

LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA


abril 27, 2016

forster
Por Ricardo Forster *
Buenos Aires

Vivimos en la sociedad del espectáculo y de lo que algunos pensadores contemporáneos han llamado la “época de la estetización del mundo”. Un tiempo caracterizado por la combinación de un capitalismo “artístico” inclinado a la forma “bella y espectacular”, al diseño cuidadoso de todos y cada uno de los objetos que rodean nuestra vida cotidiana y a la invención de mecanismos híper sofisticados de producción de mercancías envueltas en un “aura” fascinante que alimentan permanentemente nuestra siempre insatisfecha inclinación al goce, mientras crece la concentración de la riqueza y la exclusión de millones de personas a lo largo del planeta.

Todo esto arrojando el contenido, lo sustantivo, el valor de uso de los objetos que reclaman nuestra atención y que electrizan nuestros deseos, al tacho de los desperdicios. Mostrando que lo único relevante es el efecto de fascinación que la mercancía ejerce sobre el ciudadano consumidor y que ha sabido expandir la lógica del consumo hasta niveles impresionantes atravesando todas las esferas de la vida social e individual. Nuevas y complejas estrategias de colonización de las conciencias se despliegan en el interior de sociedades atrapadas en esta dialéctica que incluye la imposibilidad de sustraerse a la promesa de goce y felicidad que emana de la mercancía junto con la inevitable insatisfacción que atraviesa el mundo del mercado.

Ya a mediados del siglo XIX, cuando el capitalismo iniciaba su segunda revolución industrial y desplegaba el invento de las “exposiciones mundiales” (dos de las más famosas fueron el “Palacio de cristal” de Londres y la exposición de París de 1889 en la que se construyó la Torre Eiffel), el poeta Charles Baudelaire definía la época de la modernidad como el reino de la mercancía dotada de un extraordinario poder de seducción que hipnotizaba a los paseantes de los famosos pasajes parisinos, haciendo de las mercancías el nuevo objeto de culto y de las galerías las nuevas catedrales a las que concurrían los nuevos creyentes.

Varios años antes de que Marx hablara del fetichismo de la mercancía, Baudelaire comprendió que se abría una nueva época en la que los objetos serían constituidores de las fantasías de los sujetos, verdaderas criaturas capaces de cobrar vida y de ejercer un efecto de seducción capaz de determinar sentimientos, afectos, visiones y prácticas de los seres humanos. Sin esa usina de fantasías e ilusiones el capitalismo no hubiera podido sobrevivir y expandirse globalmente. Nunca hay que perder de vista que la expropiación de la experiencia social y comunitaria constituye uno de los más significativos logros del Sistema que, para sostener su dominación, necesita algo más que garrote y represión.

La fase neoliberal del capitalismo es la más acabada manifestación de la distribución regresiva de la renta de modo constante y exponencial hasta transformar esta etapa en la de mayor desigualdad de la historia (tanto en los países centrales como en los periféricos se ha expandido a niveles inverosímiles la concentración de la riqueza).

Epoca sostenida en la generalización de una estrategia de hegemonía cultural que se basa, fundamentalmente, en el papel de vanguardia operativa de los grandes medios de comunicación y en la multiplicación al llamado de un goce desenfrenado e ilimitado cuyo cierre no se encuentra en ninguna parte y que se corresponde con un capitalismo irrefrenable y destructivo de la vida social y de la naturaleza. La subjetividad es el terreno de la disputa, el centro de la intensificación de dispositivos que internalizan, en los individuos, las formas imaginarias de una conciencia que rompe todos los vínculos de solidaridad entre las personas y que corre presurosa hacia la servidumbre voluntaria.

Descifrar el por qué del avance de la derecha neoliberal en nuestro país implica desentrañar el funcionamiento de estos dispositivos que hacen pie en el sentido común y en la producción de subjetividad principalmente en aquellos sectores de la sociedad que tienen todo para perder allí donde crece la hegemonía de la financiarización del capital y que, sin embargo, se dejan seducir por los globos de colores y la revolución de la alegría.

Una impresionante maquinaria comunicacional, una fábrica de sueños, de imágenes y de ficciones trabaja sin descanso para determinar nuestros hábitos y nuestras “necesidades” que, siendo una invención del mercado, acaban por convertirse en imprescindibles para nuestras vidas aunque antes nos arreglábamos muy bien sin esos objetos artificiales. Un individuo autorreferencial, solipsista, girado sobre sí mismo, ciego para lo exterior y profundamente atrapado en una lógica narcisista y hedonista es el nuevo sujeto de una época que ha quebrado la relación entre el individuo y la comunidad, para privilegiar la expansión ilimitada de un individualismo que atraviesa cada una de las esferas de la existencia.

Esa maquinaria comunicacional es, a su vez, una fábrica de ficciones que se ha convertido en la gran mediadora entre las personas y la realidad; o, dicho desde otra perspectiva, es la fuente de producción de una realidad ficcionalizada que es interiorizada por el individuo como si fuera la verdadera realidad.

Cada vez más se ve el mundo a través de los dispositivos mediáticos, cada vez más la experiencia de la realidad no la hace cada uno sino que es generada en los laboratorios de la industria del espectáculo y la comunicación. Somos dichos y construidos por estos lenguajes tecnológicos que despliegan las 24 horas del día sus tentáculos informativos y sus infinitas maneras de ficcionalizar el mundo en el que vivimos. Sin darnos cuenta somos hablados por un Gran Otro que se inmiscuye en lo más profundo de nuestra intimidad y organiza nuestra representación del mundo.

Las democracias contemporáneas han demostrado ser permeables a estas formas livianas de totalitarismo, formas que operan sobre los individuos hasta formatear conductas y actitudes. Es una tarea urgente de los proyectos emancipadores deconstruir el funcionamiento de estas “democracias fósiles” como las ha denominado Alvaro García Linera.

Democracias vacías, sin espesor ni contenido que sólo operan en el ámbito de las formas abstractas y en el interior de dispositivos organizados por los lenguajes de la comunicación de masas. La nueva derecha que hoy avanza en nuestro continente ha sabido, a diferencia de otras épocas, apropiarse de esas democracias exhaustas para ponerlas a su servicio y, para ello, han sabido hacer de las grandes empresas mediáticas los instrumentos fundamentales para construir sentido común y opinión pública. Sin el lugar central de los medios en la construcción del imaginario social no sería capaz, el neoliberalismo, de imponerle a la sociedad sus condiciones y sus mecanismos de dominación. El triunfo de Cambiemos debe ser leído en el interior de esta lógica.

Habitantes fascinados de múltiples fábulas que van definiendo nuestros gustos, nuestros valores, nuestros afectos y nuestros prejuicios hasta conducirnos a mirar el mundo a través de los ojos del poder, esa es la sutil y sostenida producción de subjetividad que se expande desde las fábricas comunicacionales.

Siempre recuerdo aquel día en que estando parado en una esquina emblemática de la Buenos Aires oligárquica, la esquina de Suipacha y Arroyo frente a la embajada de Brasil, un encargado de edificio me saludo y, estrechándome en un abrazo, me dijo que él se identificaba con el kirchnerismo, pero cuando le pregunté por sus compañeros encargados de los otros edificios de aquel barrio de clase alta me contestó, con un dejo de ironía, que “ellos miraban la realidad y al país a través de los ojos de los dueños de los departamentos”.

Más claro imposible. La producción intensiva de una subjetividad deudora de la “mirada de la dominación” constituye lo que un filósofo renacentista inmortalizó como la inclinación de los muchos hacia la “servidumbre voluntaria”.

En estos inquietantes días argentinos somos testigos de una confluencia que tiene obnubilada a una parte de la sociedad: la que reúne a la servidumbre voluntaria con el síndrome de Estocolmo. Por un lado, y ya lo señalé, el poder ha logrado expandir su hegemonía formateando conciencias que miran el mundo a través de los ojos de la dominación y, por el otro lado, hay un goce, también de muchos de los perjudicados directos, en aceptar los brutales golpes que el ajuste y las políticas neoliberales descargan sobre la población.

Mientras fijan sus miradas hipnóticas en las infinitas pantallas desde las que se relata la corrupción del gobierno anterior, cierran esos mismos ojos a la evidencia de una regresión salvaje acompañada de una nueva y gigantesca estafa contra la mayor parte de esa sociedad que sigue absorbiendo la ficción que les ofrecen los grandes medios de comunicación.

El relato neoliberal que hoy encarna Cambiemos ha sabido penetrar hondamente en el sentido común a un nivel tal que se acepta como algo bueno y natural que los gerentes de los grandes bancos y empresas multinacionales ocupen los principales puestos en el poder ejecutivo nacional; como si la famosa “opinión pública” (esa misma que tan pacientemente crean los medios corporativos) creyese que por ser millonario o CEO de alguna gran empresa se es portador de la facultad, fantástica y loca, de irradiar su riqueza al conjunto de la sociedad.

Más allá incluso de la teoría del derrame que, en nuestros años 90, lo único que derramó torrencialmente fueron desocupados, pobres e indigentes, la nueva construcción propagandística (astutamente apoyada en lo que llamaba “estetización del mundo” propalada globalmente por el capitalismo “artístico” y reproducida desde las grandes maquinarias mediáticas y publicitarias) sigue bombardeando a la sociedad con la “corrupción del populismo” y “las valijas llenas de dinero de la ruta K” mientras la risa infernal de los poderosos se multiplica para goce de aquellos votantes que están fascinados con sus depredadores y ciegos a la destrucción de su propia vida y del futuro de sus hijos.+ (PE/Página 12)

Publicado en el matutino Página 12 el miércoles 27 de abril de 2016

Doctor en Filosofía. Investigador en Historia de las Ideas. Autor,, entre otros, de Walter Benjamín y el problema del mal (2001). Mesianismo, nihilismo y redención (2005) La anomalía argentina (2010): La muerte del héroe (2011)
SN 0152/16

lunes, 11 de enero de 2016

“Van a matar a alguien, no sean brutos”


Martín Granovsky

El jueves pasado festejó sus 76. Lleva un año fuera de la Corte Suprema tras haber cumplido la promesa de que a los 75 se jubilaría. Este año asumirá como juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cargo para el que fue elegido en 2015. Mientras tanto, Raúl Zaffaroni no se priva de analizar al gobierno e incluso a la oposición.

–Después de la represión a los trabajadores de Cresta Roja también fueron reprimidos con balas de goma a corta distancia los estatales de La Plata. ¿Es un plan?
–Ante todo, los Estados modernos debemos cuidar a las burocracias. Si uno presume que hay “ñoquis” hay que poner a todo el mundo a trabajar y al que no trabaja se lo echa. No se echa a todos indiscriminadamente porque de esa manera se destruyen burocracias que ha costado mucho dinero construir: no se “fabrican” funcionarios de un día para el otro. Provocar cesantías masivas para meter luego a los propios es cosa de hace un siglo, no de un Estado contemporáneo, que necesita burocracias fuertes y consolidadas. En cuanto a la represión, es una torpeza política peligrosísima. Van a matar a alguien, no sean brutos. Están generando una masa de gente con bronca. ¿O acaso es una provocación? ¿Quieren que alguien se descontrole para justificar un homicidio? Eso, además de ser un crimen, tendría un alto costo político. El campo popular debe hacerse cargo urgentemente de conducir a esa gente, de contenerla. Hay que evitar que respondan a esas provocaciones. Nadie debe caer en esa trampa mortal.
–¿De qué modo?
–Ni la más mínima violencia como respuesta. Esa debe ser la consigna. Seguir protestando cuando corresponde, pero aguantar de pie. No cortar calles ni rutas, dejar pasar los vehículos, ocupar una parte nada más. No dar pretexto a la criminalización. Pero estar, protestar con la presencia, con lo que sea, de pie y firmes. Sin violencia. Sin dar excusas a la represión. Si alguno lo intenta, o es un infiltrado o es alguien a quien se debe contener de inmediato. Cuidado que en eso va la vida.
–Resistencia pacífica.
–Que, como toda resistencia pacífica, tiene su precio: consiste en aguantar las provocaciones que buscan lograr que quienes protestan ejerzan la violencia. A veces es difícil, pero siempre es posible. Al final se gana. Gandhi independizó a la India. Puede haber incluso una dictadura terrorífica, pero si un día la población decide simplemente no salir más de sus casas, la dictadura se cae. No necesitamos mártires. Tenemos demasiados. Necesitamos personas racionales y luchadoras, pero vivas, bien vivas.
–Los decretos de necesidad y urgencia transformaron a los ciudadanos en constitucionalistas. ¿Cómo hay que leer e interpretar la Constitución?
–Con sentido común, que es la famosa “racionalidad”. Las autoridades democráticas pueden hacer muchas cosas. Pueden elegir hacer unas cosas y no hacer otras. Esto se llama política. Pero lo que no pueden hacer es justamente “hacer cualquier cosa” y menos invocar necesidades que no existen. ¿Qué urgencia más que la de Clarín hay en desarticular la ley de medios y los organismos creados por ella?
–¿Qué urgencia hay?
–Yo no lo sé. ¿Qué necesidad y urgencia pública hay en hacer eso? ¿Me puede alguien decir qué urgencia pública hay en pasar la interceptación de comunicaciones telefónicas de la Procuración a la Corte Suprema? ¿Acaso no se están realizando correctamente como lo solicitan los jueces? ¿Ha habido denuncias de jueces porque la Procuración no intervino los teléfonos solicitados? ¿Se escapan los delincuentes porque el servicio no funciona? Es claro que no hay urgencia, al punto que la propia Corte resolvió postergar todo hasta febrero. Entonces, ¿no podía discutirlo el Congreso en marzo si la Corte no lo hace efectivo hasta febrero? El sentido común es el que señala cuándo algo es racional aunque no me guste. Y cuándo no lo es, aunque me guste. La necesidad y la urgencia no se inventan: deben responder a realidades. No se pueden invocar cuando alguien tiene ganas de hacer lo que le gusta. Si con el mismo criterio se manejarán en el futuro, me temo que puedan invocar la urgencia a los efectos de aplicar el artículo 23 de la Constitución.
–La potestad del Presidente de establecer el estado de sitio y suspender garantías constitucionales.
–Claro, es un artículo de la Constitución. Pero eso no quiere decir que se puede inventar una realidad para que en cualquier momento nos metan en estado de sitio en cualquier momento. Ahí sí que estaríamos todos en libertad condicional. El tono usado para la reforma por DNU de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual me recordó al decreto 4161 dictado por Pedro Eugenio Aramburu en marzo de 1956. Lo que están haciendo me hace pensar que desde el gobierno creen que son la “fusiladora” y que derrocaron a la “dictadura cristinista”. Sólo les falta ese decreto que penaba a todo el que nombrase al peronismo o cantase la marcha. Cuando un decreto de necesidad y urgencia no responde a ninguna necesidad ni urgencia no es constitucional, porque es una simple ley dictada por el Poder Ejecutivo, al que le está prohibido legislar. Hemos visto una maniobra muy peligrosa: por un lado la multiplicación de decretos sin necesidad ni urgencia, o sea, de decretos-leyes al estilo de los regímenes “de facto” y, por otro, la tentativa de introducir por vía de decreto a dos jueces en la Corte Suprema, con el obvio objetivo de que se los declaren constitucionales o, por lo menos, que demoren cualquier decisión que les haga perder vigencia. Creo que no les resultó del todo bien, pero la intención se mantiene.
–Ante la pregunta de por qué invocar la urgencia y la necesidad, la respuesta podría ser sencilla: porque a primera vista el Gobierno tiene el Congreso en contra.
–Claro, pero la necesidad constitucional no puede ser entendida como la necesidad política de “obviar” al Congreso. Eso es una enormidad. Si el Ejecutivo legisla por decreto-ley porque el Congreso no le sancionaría la ley que quiere, ¿por qué no lo clausura y asume la suma del poder? La necesidad constitucional debe ser una necesidad republicana y no otra: hay necesidad cuando hay peligro de algo para la República, para el país. Debo ascender a un oficial porque puede haber un problema de defensa nacional. Debo nombrar a un embajador porque está en riesgo una negociación clave. Debo nombrar un juez porque la justicia no se mueve y no pone un subrogante y hay delincuentes que pueden quedar sueltos. Pero no hay ninguna necesidad republicana si asciendo a general a mi primo subteniente, o si quiero nombrar embajador en Siria a mi cuñado para mandarlo lejos. O si quiero nombrar ministros de la Corte a mis compadres y sé que el Senado no daría el acuerdo. Eso no es ninguna necesidad republicana, es esquivar lisa y llanamente el sistema de pesos y contrapesos de la Constitución. No se necesita ser un jurista para entenderlo. El sentido común lo indica.
–¿A qué objetivo apunta la presencia masiva en el Estado de cuadros que fueron gerentes generales o vicepresidentes ejecutivos de transnacionales?
–Sinceramente creo que no es un plan. Es más simple: se trata de una forma que adquiere la etapa superior del colonialismo que vivimos. Hoy se acabó el neocolonialismo. En el mundo mandan y compiten las corporaciones en el mundo. Ni Mr. Obama ni Frau Merkel están haciendo lo que quieren, sino que el poder político en todo el planeta está sitiado por corporaciones transnacionales a cargo de burócratas que son los CEOs. No son los dueños del capital. No son Henry Ford ni el gordo con cadena de oro y habano de las caricaturas de La Vanguardia de hace cien años. Son gerentes, burócratas que tienen por misión obtener la mejor renta en el menor tiempo para su corporación. Si no lo hacen serán desplazados y sustituidos por otros que esperan su turno. Por eso digo que no es un plan sino una nueva forma de virreinato. Simple y sencillamente. Mandan ellos, es decir las corporaciones transnacionales con sus agentes en funciones políticas. No hay un partido político en combinación con el “establishment” y que funciona como fusible. No. Directamente han tomado el poder, sin mediación política. Ya no nos ocupan por medio de oligarquías ni por nuestras propias Fuerzas Armadas alienadas en Panamá o en cursos dictados por fascistas franceses. Lo que sucede es que las corporaciones toman el comando de la economía y de la política a través de sus CEOs. Es un fenómeno nuevo dentro del marco del colonialismo, que debe leerse en clave mundial. Mientras analizamos este fenómeno pienso que debemos ser profundamente autocríticos con algo que falla. No nos hemos ocupado de las instituciones. No les dimos pelota. El campo popular no pensó en eso y el campo jurídico tampoco, y no sé cuál es más responsable de los dos. Los políticos tienen la disculpa de que su actividad es sumamente competitiva, propia del día a día, pero los juristas tenemos el deber de pensar porque estamos más lejos de la competencia cotidiana. No podemos confundir una democracia republicana con una democracia plebiscitaria. Si las confundimos llegaríamos a la conclusión de que Hitler y Mussolini eran demócratas. No es así: el que gana debe respetar a la minoría, porque debe dejar intangible el derecho de la mayoría a cambiar de opinión. Y esto debe estar establecido claramente en una ingeniería institucional que impida que la mayoría coyuntural haga cualquier cosa. Esto que está pasando nos pone sobre el tapete la realidad de que no tenemos la mejor Constitución del mundo, sino un texto de 160 años remendado a los ponchazos, en forma inconstitucional en 1957 y en forma constitucional en 1994, pero con urgencia para garantizar una reelección, sin mayor reflexión institucional ni valorización del parlamentarismo, por ejemplo. Hoy pagamos las consecuencias. Por eso digo que el campo político popular debe hacer su autocrítica. Es indispensable.

domingo, 10 de enero de 2016

Sopa


Adrián Paenza
Andrejs Dunkels fue un matemático sueco que murió muy joven: falleció justo 45 días después de cumplir 59 años, en 1998. Además de muy bueno en su profesión, se destacó como escritor. Tiene varias frases que perduraron pero en una de ellas logró condensar una idea muy pertinente para este siglo XXI.
“Es fácil mentir usando estadísticas. Es difícil decir la verdad sin ellas.”
Después de lo que sucedió en la Argentina en las últimas elecciones presidenciales (ambas rondas), muchos (pero no todos) de los encuestadores deben haberse sentido mal por los resultados que habían ido ofreciendo previamente y que después la realidad golpeó de frente. Creo que tiene sentido reformularse algunas preguntas. ¿Qué pasó? Hubo tanta diferencia porque:
a) ¿Algunos encuestadores dibujaron los resultados de acuerdo con quien era el que ponía el dinero para solventarlas?
b) ¿Tomaron bien las muestras?
c) ¿Tenían restricciones presupuestarias que los condicionaron para operar y conseguir los datos sin hacer concesiones respecto a la aleatoriedad de la muestra?
D) ¿Todos los errores fueron “honestos”?
e) ¿La matemática que usaron era la adecuada?
Es muy posible que usted, sí, usted, tenga otras dudas que yo no he sabido condensar entre las cinco preguntas que escribí acá arriba. Ciertamente, tengo un gran respeto por los profesionales que se dedican a esta rama de la matemática de la que yo, sin ninguna duda no soy un especialista, ni mucho menos. A muchos de ellos los conozco personalmente y sé de su probidad profesional.
Por otro lado, alguna vez fui el profesor que estuvo a cargo de la materia Probabilidades y Estadística, en Exactas (UBA), por lo que tengo un conocimiento muy superficial sobre el tema. Con todo, terminé confundido con algunos resultados. Me explico.
Hay gente que tiene interés en encuestar a la población, o al menos a un cierto grupo de la población, y pretende obtener cierto tipo de resultados. Es decir, no se trata de “medir lo que pasa”, sino de “aspirar a que algo suceda” y torcer los resultados como si fuera el “diario de Yrigoyen”.
Hay muchas formas de lograrlo: bastaría con elegir dónde hacer las preguntas y alcanza con una selección tendenciosa para obtener resultados “a medida”. Está claro que compulsar ciertas zonas de la Capital (Recoleta, por poner un caso) no es lo mismo que obtener el mismo tipo de respuestas en ciertos conglomerados de La Matanza, aunque deploro las “etiquetas”, pero por ahora, le pido que me las conceda y, después de los resultados obtenidos, tampoco estoy muy seguro de lo que escribí en este mismo párrafo.
Hacer una encuesta seria no es barato. Más aún: diría que resulta muy caro. Pero me refiero a hacer una encuesta seria, una encuesta bien hecha. La próxima pregunta entonces debería ser: ¿qué quiere decir “bien hecha”?
No necesito dar una definición académica, pero hay dos componentes específicos que deben ser muy cuidados. Por un lado, importa mucho la formulación de las preguntas, aunque en el caso de la votación a presidente esta parte quedó totalmente soslayada. Pero por otro lado, hay un factor no negociable, y es la selección de la muestra. Es imprescindible que sea al azar, y elegir 1100 (1) personas al azar en un universo de 40 millones, es un tema altamente no trivial.
Curiosamente, la elección de la muestra es la “clave” esencial para que los resultados obtenidos sean extrapolables y válidos como representativos de la voluntad de esos 40 millones.
Pero más allá de la matemática involucrada, el otro día leí un ejemplo que me pareció extraordinario y que me sirvió a mí para encontrar una forma de comunicar por qué la opinión de un grupo tan pequeño de personas puede servir para inferir el resultado final. Acompáñeme por acá.
Suponga que a usted le tocó cocinar una noche para mucha gente. Es una cena de año nuevo o un aniversario importante. Usted es el encargado de preparar una sopa para 30 personas. Yo estoy cerca suyo y le pregunto si la sopa ya está lista, y usted me dice: “Probá”.
Yo podría probar, pero veo que usted todavía tiene el salero en la mano y está empezando a esparcir sal en la parte superior. Si yo probara la sopa en ese momento, antes de revolver, no tendría una verdadera idea del gusto final. Más aún: podría ser que usted pusiera –en la cuchara que me va a entregar– parte de la sopa que está en la superficie, justo a la que usted recién le estuvo agregando la sal pero todavía no revolvió. O podría seleccionar sopa de una parte más profunda a la que la sal aún no llegó, simplemente porque no tuvo tiempo de revolver.
Podría suceder también que usted eligiera sopa que está en la parte inferior de la olla, muy cerca del fuego; en ese caso, la temperatura de la porción que yo voy a probar no reflejará cuán caliente está toda la sopa. O si usted eligiera una parte que está en la superficie, muy pegada al borde, es muy posible que no esté tan caliente (algo así como lo que hacen las “madres con los bebés” que ponen en la cuchara líquido que saben que no está hirviendo).
¿Por qué me extiendo tanto en esta parte y lo hago con tanto detalle? Es que usted advierte que no sería prudente sacar una conclusión sobre la sopa, si la selección que usted hace de ella es tendenciosa. En cambio, si usted la sazonara bien, la revolviera bien y en la cuchara que usted me ofrece no hay ningún patrón especial, entonces sí, esa muestra sería claramente representativa de toda la sopa.
Más aún, y esto es la conclusión más importante que quiero sacar: resulta obvio que no hace falta que yo le haga probar toda la sopa para que usted me diga cómo está la sopa en cuanto al sabor y temperatura. Alcanza con cualquier cucharada que usted elija.
Lo mismo ocurre con las encuestas si uno toma la precaución de que la muestra sobre la que pretende extrapolar y sacar conclusiones generales ¡sea verdaderamente al azar!
En el caso de la sopa se entiende perfectamente pero en el caso de las encuestas nos cuesta más, resulta totalmente anti-intuitivo. Ahora quiero agregar algo que es “no menor”, pero le dejo a usted determinar la relevancia que tiene.
Tanto en el caso de la sopa como en el de las encuestas, hay ciertas situaciones que están más cerca de la excepción que de la norma. Ahora verá a qué me refiero. Voy a empezar con el ejemplo de la sopa porque me parece que es más “evidente”. A usted no se le escapa que mientras está cocinando y llega el momento de sazonar la sopa, bien podría pasar que usted abrió el salero y decidió esparcir con la mano parte del contenido con la mano. Al hacerlo, se podría haber deslizado un gránulo de sal más grande que el resto y que a pesar que usted la revolvió en forma normal, no tuvo oportunidad de disolverse.
Podría pasar también, que en la porción que usted puso en la cuchara “justo cayera ese granito de sal”. En ese caso, yo probaría la sopa y sacaría una conclusión –equivocada– pero honesta. Le diría: “Mirá, la sopa está muy salada”.
Está claro que nadie podría disputar mi conclusión, al menos no en ese momento y habiendo probado de esa cucharada de sopa que usted me dio.
Ahora, traslademos el problema a las encuestas. Cuando el resultado dice que el candidato A ganará la elección con un 72% de los votos y que el error de la encuesta es de más o menos un 3 por ciento, esto significa que en la votación final, el candidato A debería obtener un número de votos entre un 69 y un 75 por ciento del total. Hasta acá, todo bien. ¿Y el gránulo de sal que era más grande? ¿Cuándo aparece?
Bien, la matemática dice que si usted tomara 100 muestras al azar de 1.100 personas y les preguntara por quién van a votar, entonces, ¡en 95 de ellas el resultado estará en la franja entre 69 y 75 por ciento! Pero, y esto es muy importante, habrá cinco, en donde el resultado no caerá allí. Y punto. Este sería el caso equivalente a que el grano de sal que no se disolvió hubiera caído justamente en la parte de sopa que usted puso en la cuchara. Para ponerlo en otros términos, es la forma en que la matemática estima (y previene) que el resultado no es (ni puede ser) exacto. La exactitud se podría conseguir encuestando a todo el electorado, que sería el equivalente a probar toda la sopa.
Para terminar, yo tengo mi conjunto de potenciales respuestas a las preguntas que formulé más arriba, pero no estoy en condiciones rigurosas de ofrecerlas públicamente porque sencillamente no tengo los datos. En todo caso, son solamente conjeturas. ¿Quién, en su sano juicio, dibujaría resultados sabiendo que la realidad los confrontaría a los pocos días? Por otro lado, estoy seguro de que en todos los casos, los encuestadores conocen perfectamente la matemática necesaria (y mucho más). Pero algo raro sucedió camino al foro... no sé qué fue, pero que algo pasó... pasó.
(1) ¿Por qué 1100? Le sugiero que revise http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/325942720141109.html Allí hay una “idea” de respuesta.

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