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domingo, 6 de marzo de 2011

Ser o no ser como todo el mundo

Elba L. Encinas


En las aglomeraciones de las grandes urbes, en los andenes, en los aeropuertos, adquirimos cabal conciencia de nuestra pequeñez. Somos  uno más entre tantos. Un individuo que apenas se recorta en la multitud  anónima. En soledad o junto a los allegados que nos quieren, nos valoran, nos necesitan, nuestro yo se dimensiona y cobra importancia. Se convierte en un yo único, distinto. Solo una gota en la corriente avasalladora, pero que se integra y hace su modesto aporte personal.

Ser como todos o ser uno mismo. Imposible sustraerse a la época en que nos tocó nacer y a la sociedad con la que compartimos idioma, creencias, costumbres, prejuicios...

Lo que dicen, piensan y hacen los demás, aquellos que designamos con la frase abarcativa de “todo el mundo”, a veces nos sirve para justificar nuestra conducta, a veces también nos coarta, nos inhibe. Hace poco salí de mi casa para realizar trámites en el centro de la ciudad. El pronóstico anunciaba lluvia. Unas nubes oscuras, amenazantes, asomaban en el horizonte. Previsora, puse un paraguas en la cartera. Horas más tarde, cuando retornaba a mi hogar, un sol radiante había disipado por completo la posibilidad de que la tormenta se concretara. Caminaba por veredas de escasa sombra y el sol del mediodía caía a pleno sobre mi cabeza. Me acordé del paraguas.

¡Bien podría servirme de sombrilla! Pero no lo usé. No quise llamar la atención. Preferí no atraer las miradas curiosas, las sonrisas burlonas. Seguramente hubieran pensado que no estaba en mi sano juicio. No tuve la osadía de ser yo, de comportarme de manera diferente, fuera de la norma que impone la costumbre.

Usamos “lo que se usa”. En mayor o menor medida somos sumisos a lo que dicta la moda versátil y despótica: ropa ceñida al cuerpo, holgada, pantalones angostos, anchos, cortos, largos...Si nos vistiéramos siguiendo los cánones de otra época, quizás nos sentiríamos ridículos, anticuados.

Incluso en los colores, que combinamos con entera libertad según nuestros gustos y necesidades, la moda se toma el atrevimiento de sugerirnos “el que más se lleva” en cada temporada: ayer el violeta, hoy el verde, mañana... Y ese color empieza a proliferar, lo vemos a cada paso. Obedientes, nos uniformamos. Pero lo que está más de moda más pronto pasa, y se impone el cambio.

METAMORFOSIS COLECTIVA

Es difícil, en todos los órdenes, ser innovadores, creativos, originales, auténticos. Sostener nuestras convicciones, abrazar una causa que consideramos noble y digna de ser defendida, pese a no coincidir con lo que piensan o hacen los demás. Para “remar contra la corriente” hay que tener la audacia de plantarse ante “todo el mundo” y a menudo quedarse solo, desvalido. Situación que describe Ionesco, autor francés de origen rumano, en su obra de teatro Rhinocéros (Rinoceronte):

Dos amigos, Jean y el protagonista principal, Bérenger, se encuentran en la terraza de un café. En un momento en que Jean reprocha a Bérenger su desaliño, su vida desordenada, el que no sea “como todo el mundo”, pasa por la calle, envuelto en una nube de polvo y precedido por un sonido ensordecedor de galope, un rinoceronte. Jean, los transeúntes, los dueños de los locales cercanos, se asombran, se espantan. Bérenger ve la escena con indiferencia, lo insólito no le provoca la misma conmoción. Trata de justificarlo atribuyéndolo a causas naturales. Al rato, de nuevo ven pasar un rinoceronte, pero en sentido contrario. No repuestos todavía, todos vuelven a escandalizarse. ¿Es el mismo rinoceronte? ¿Es otro?, se preguntan. Y no tardan en darse cuenta de que es otro, y otro, y otro... porque se multiplican. Bérenger ya no adopta una actitud indiferente. Incluso debe rendirse a la evidencia de que son las propias personas las que se están transformando en rinocerontes. Un compañero de oficina, su amigo Jean, su jefe, sus vecinos... nadie parece poder resistirse a la metamorfosis. Bérenger teme caer también en la tentación, pero se aferra a la idea de que no se transforma quien no quiere hacerlo, quien no acepta dejarse llevar por el ejemplo.

Hasta que él y la mujer que ama constituyen los únicos representantes de la humanidad. Finalmente ella también lo abandona para integrar la multitud apenas diferenciada de los paquidermos. Entonces, frente al espejo que le devuelve su imagen de ser humano, Bérenger se desespera, fluctúa entre la rebeldía y la duda. Si todos los demás son rinocerontes y solamente él un ser humano, ¿no tendrán razón? ¿no será él el equivocado?

Está solo, ahora no se parece a nadie. No puede hablar con sus semejantes, que han dejado de serlo. Ellos ya no comparten la lengua que habla. Por un momento desea que su piel se torne rugosa y dura y que adquiera el tono verde sombrío de los rinocerontes. Se cree un monstruo. El es lo anormal. Pero...le es imposible cambiar. Tiene que conservar su originalidad. Es el último representante que queda de la raza humana y defenderá su condición hasta el fin.

Cuántos benefactores de la humanidad han luchado así, afrontando críticas, acusaciones, persecuciones, martirio...

EL PRECIO DE LA FE

No podemos dejar de pensar en alguien que marcó un antes y un después en nuestro calendario, porque su corta vida de 33 años cambió el curso de la historia: El Mesías que anunciaran los profetas y señalara la estrella que guió a los Reyes Magos.       

Su mensaje de amor, misericordia, paz y esperanza era revolucionario. Y muchos opusieron resistencia.

A punto ya de concluir su misión en la tierra, también El se sintió solo y “triste hasta la muerte”: En el Monte de los Olivos, cuando se retira a orar, el sueño vence a los discípulos que lo aguardan y velan. Sabe que Pedro lo negará tres veces, y que Judas pronto ha de venir a entregarlo identificándolo con su beso traidor. “Aparta de mí esta copa”, le pide a su Padre, y agrega: “pero no se haga lo que yo quiero sino lo que quieres tú”.    

Seguir y apoyar al innovador, al reformista, “al rebelde”, implica identificarse con él y correr sus mismos riesgos, exponerse a las mismas reacciones adversas. El temor impulsa a Pedro a negar que conoce a Jesús, que es “uno de ellos”(de sus discípulos), aunque después lava con lágrimas de arrepentimiento su momentánea cobardía.  

Judas opta por el Reino de este mundo y se pone de parte de los que imperan en él, de los que quieren apresar, condenar y matar al que se dice “Hijo de Dios”. Y lo entrega. Qué extraña, qué misteriosa resulta su traición; ¡conociendo como conocía al Maestro, habiendo compartido su mesa y escuchado las parábolas con que sembraba su mensaje! ¿Acaso no creyó en la Buena Nueva, y le resultaba menos riesgoso separarse del grupo de seguidores, no ser “uno de ellos”? ¿O codiciaba demasiado esa bolsa de monedas que, dicen, luego le quemó en las manos y lo condujo al suicidio?

La contrapartida de la actitud de Judas aflora en otro personaje bíblico que nació en Tarso (Asia Menor). Se llamaba Pablo (inicialmente Saulo). De familia de judíos, ciudadano romano, educado en la rigidez de las doctrinas de los fariseos, no conoció al Maestro. Comandaba una hueste dedicada a perseguir y apresar a los cristianos. Camino a Damasco, se le apareció Cristo en forma de cegadora luz y oyó su voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y respondió a ese dolorido reproche –porque perseguir a sus seguidores significaba perseguirlo a El-- con su conversión. Supo decir ¡no! a la manera de pensar de una gran mayoría de la sociedad de la época, a las creencias que con la educación había incorporado, a su actitud intransigente e injusta. Y del odio pasó al amor, de encarnizado enemigo a Apóstol de la Nueva Fe.

Pero tanto él como los demás apóstoles y muchos otros seguidores de Jesucristo debieron pagar el alto precio --martirio, muerte-- de profesar, sostener y difundir con la palabra y el ejemplo el mensaje esperanzador que El encarnó. Un mensaje diferente.+ (PE/LNP)  

(*) Elba L. Encinas, Licenciada en Filosofía y Letras en la Universidad Nacional del Sur (UNS). Reside en Bahía Blanca.                              

Nota publicada en la sección cultural Ideas/Imágenes de La Nueva Provincia, diario de Bahía Blanca, en su edición del domingo 26 de diciembre de 2010.


http://www.ecupres.com.ar/noticias.asp?Articulos_Id=9302


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lunes, 7 de febrero de 2011

Amar la pobreza

Pep Castelló


El gran reto del siglo XXI es aprender a amar la pobreza. Tenemos información más que suficiente para saber que los peores males le vienen a la humanidad por causa de la riqueza. O mejor dicho, del amor a la riqueza. Y no obstante la seguimos amando con toda nuestra alma. Adoramos al dios dinero. Admiramos a quienes lo poseen. Los envidiamos y vivimos alentando en nuestro fuero interno la codicia. Y poseída nuestra civilización por esa maldita fiebre del oro, arrasamos bosques, envenenamos aguas, contaminamos la atmósfera y destruimos todo cuanto es principio de vida en este planeta Tierra que es la gran casa común de todos los seres humanos.

Los ricos aman la riqueza porque desde que nacieron les metieron en la cabeza que la riqueza es el mayor de los bienes que puede alcanzar un ser humano a lo largo de su vida. Y así, con esta idea, crecen, viven, se afanan, engañan, roban y matan si falta hace para enriquecerse más y más. Y si no matan ni roban, consienten que otros roben y maten para ellos, que hagan guerras de rapiña, que mantengan políticas coloniales y estructuras sociales injustas, ya sea en el propio país o en países invadidos.

Los pobres aman también la riqueza porque sufren la pobreza que les han impuesto los ricos. De ahí que ansíen con todo su corazón la riqueza que sus opresores tienen. No se dan cuenta de que no es posible enriquecerse sino a costa de los pobres; y si se dan cuenta les da lo mismo, porque la miseria sufrida les ha configurado la mente en la dualidad pobreza-riqueza, y les ha impulsado a salvarse como sea y a costa de quien sea, siquiera sea de su propio hermano.

Hay un tercer estrato social, una clase media, que ni es rica ni es pobre pero que ama la riqueza porque goza de algunos de los beneficios de la clase rica a cambio de aceptar con los ojos cerrados la ideología que ésta le impone. La mayor parte de quienes a ella pertenecen viven adorando al dios dinero, y a él dedican la mayor parte de sus esfuerzos y de su propia vida.

Nadie ama, pues, la pobreza. Los ricos porque no la conocen; los pobres porque la padecen; las clases medias porque sienten horror ante la sola idea de poder ser pobres. Luego, ¿quién ama la pobreza, o mejor, quién puede amarla?

Se nos ocurre que para amar la pobreza es preciso, en primer lugar, dejar de amar la riqueza. Porque nadie puede entregar su corazón a una y otra a la vez. Pero antes de proseguir habrá que precisar qué entendemos por riqueza nociva y qué por pobreza deseable.

Deseable es la pobreza que permite tener a todo el mundo lo indispensable para vivir dignamente y desarrollarse como ser humano. Riqueza nociva es la que con perjuicio de otros seres humanos o de la Madre Tierra nos proporciona confort y lujos prescindibles.

La humanidad viene rigiéndose desde hace siglos por el amor a esa clase de riqueza que entendemos como nociva. Todas las tradiciones de sabiduría la han condenado, pero de nada ha servido. Hoy vemos sin lugar a duda alguna que el planeta Tierra no soporta más la explotación a la que el nefasto amor a la riqueza que denunciamos lo ha sometido y sigue sometiendo.

Pero dejar de amar la riqueza es muy difícil cuando se ha configurado sobre ella toda una forma de vivir. Renunciar a ella implica renunciar a la propia vida, a los propios afanes, a todo cuanto hasta ahora ha sido nuestra motivación, nuestro principal estímulo... Nada fácil si no descubrimos antes nuevos valores, nuevos modos de vida, nuevos ocios, nuevas formas de gozar, de pasarlo bien... Si no logramos descubrir cuanto hay de bello y gozoso en lo que gratuitamente la vida nos ofrece... Porque no es renunciando como avanzaremos sino hollando sendas nuevas.

Dejar de amar la riqueza para poder amar la pobreza implica un cambio de perspectiva muy difícil de hacer sin una ayuda externa. Una ayuda que muy posiblemente nos llegará dentro de poco, pues lo más probable es que no nos falten ocasiones para descubrir que podemos prescindir de muchas cosas que ahora nos parecen irrenunciables porque los estímulos generados por la publicidad que maneja el capitalismo así nos lo han hecho creer.

Hasta ahora, quienes pertenecemos a la clase media, esa clase bienestante que de forma más o menos consciente da soporte al capitalismo, hemos renunciado a plantearnos quién pagaba el gasto de nuestro buen vivir. No faltaba quien pensase que el confort de que gozábamos era fruto del progreso, sin más, como las amapolas lo son de la primavera. Que no hacía falta saber quién ni de qué modo paga ese maravilloso progreso nuestro. Habíamos olvidado que somos parte de una gran familia humana y que la mayor parte de nuestros congéneres eran explotados por quienes manejan el mundo. Y no queríamos saber ni por asomo que esa explotación se está dando con nuestra complicidad, porque somos nosotros, clase media, quienes pedimos bienestar a los gobernantes y quienes mayormente consumimos esa gran producción que enriquece a las clases ricas y esclaviza a las pobres.

Pero ahora ya empezamos a ver que podemos ser nosotros quienes estemos pagando el progreso de otros. De momento ya sabemos que pagamos el de los banqueros, algo que hasta hoy nadie o casi nadie tomaba en cuenta. Y también el de los políticos. Y el de los altos directivos de las principales empresas...

¡Ah, señoras y señores, qué cambio! Ya vamos en camino de no ver un bien tan preciado en la riqueza, sino la causa de la pobreza de los muchísimos millones de seres humanos cada vez más próximos a nosotros.

Bendito sea ese cambio. Bendita la luz que nos trae. Bendita la conciencia que nos despierta o que nos puede despertar, porque no hay nada más nefasto en la naturaleza humana que la estupidez propia de quienes tienen adormecida la conciencia.

Pep Castelló, para “La hora del Grillo”


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domingo, 30 de enero de 2011

Respirar en los otros

Liliana Bodoc


No será fácil tomar conciencia de que María Elena Walsh ha muerto. ¿Cómo hacerlo si su voz sigue acunando el sueño de nuestros hijos e hijas, nuestros nietos, nuestras nietas? Cómo, cuando la actualidad de sus palabras, sus rebeliones, de su universo y de su música la conservan siempre joven y al resto un poco más viejas. Algo de lo materno se ha ido con ella que educó a más de una generación y que también nos legó el placer al educar. Algo de madre, sí, pero no cualquier madre sino una que no tuvo más hijos que su obra; una madre poeta, lesbiana, feminista, música, artista. Una descripción un tanto guerrera para la señora burguesa que disfrutaba del té de las cinco y hablaba de ciertas cosas con ambigüedad controlada. Todo eso era María Elena y a lo que deja y a lo que se lleva le rendimos este homenaje coral que tampoco alcanza para despedirla porque hay despedidas que son, sencillamente, imposibles.

En cierto sentido, estaremos obligados a admitir que el día 10 de enero de 2011 murió María Elena Walsh. Y todavía estaremos obligados a asentar el dato en las biografías, estudios críticos, exégesis, prólogos, historias de la literatura.

Será verdad de algún modo. Pero será una verdad a medias, discutible. Será, en todo caso, una interpretación, una simplificación del verbo “respirar”.

Entonces, y a la inversa, decir que María Elena Walsh ha muerto puede ser, según se mire, un desacierto, una miopía, una apreciación meramente biológica, cuando lo biológico es apenas un modo de la existencia. Un modo que nuestra gran poeta ha logrado trascender con holgura.

Sin intención ni posibilidad alguna de transformar este espacio en un artículo crítico voy a permitirme recordar y mencionar brevemente algunas características de su trabajo literario.

Creo que el dulce mestizaje de sangres que le dio vida, entre inglés y criollo, se evidenció en su escritura, donde junto a una estilística y una poética con claves europeas, y particularmente inglesas, surgió y fue creciendo la interioridad latinoamericana. Lenguaje, melodías, asuntos, personajes que no pudieron ser creados sino por una talentosa capaz de amalgamar las dos orillas para crear de un modo límpido y original.

Habría que agregar que el componente folklórico que atraviesa gran parte de su trabajo no es resultado exclusivo de los sentimientos sino, también, de la atención de una estudiosa puesta sobre la música y la lírica popular de nuestro país.

Ahora, este mestizaje del que hablamos se hace notar de otros modos. Por ejemplo, en la decisión poética de unir métricas y rimas estrictas con un lenguaje improbable. Digamos, ponerle corbata al caos. O casi en sus palabras: meter el viento en una cajita de fósforos.

Cuando dentro de los límites de una estrofa perfecta, en sílabas contadas y rima consonante, encontramos una dicción del disparate más una argumentación patas arriba, los lectores entramos de lleno al espacio de la maravilla.

Si el delirio tiene una lógica, ¡y la tiene! María Elena Walsh supo encontrarla.

Juego, humor, absurdo y música son conceptos que, con distintos grados de profundidad, aparecen en cada artículo o comentario, ensayo o investigación acerca de su obra. Y supongo que difícilmente puedan o deban obviarse. Incluso separarse, puesto que se presentan muy articulados en su escritura. Así es como, leyéndola y cantándola, el absurdo juego del humor, la música absurda de los juegos, y el juego musical de la risa nos pone, enseguida, a soñar.

El absurdo, el sinsentido y el disparate no son, en la obra de María Elena Walsh, una pura pátina formal ni tampoco un embeleso carente de sustancia. Por el contrario, la poética del absurdo se sostiene, cuanto menos, sobre dos sólidas columnas. Una de ellas es la metaforización del mundo humano, del ser y el quehacer de nuestras sociedades. Hablando absurdamente habla sobre el absurdo y pone en jaque la solidez de nuestra lógica. La misma lógica que da origen a la burocracia, al consumismo, a la guerra y a la tristeza.

Pero el absurdo tiene también, según creo, relación con una convicción estética: la de trabajar por fascinación, la de confiar en los argumentos de la melodía. En definitiva, la certeza de que el arte poético poco tiene que ver con la secuencia de la demostración y, en cambio, le adeuda sus mejores sentidos a la estética.

En cuanto al humor y a la sonrisa son, en ella, la más humana y eficiente herramienta para encarar el fracaso, los miedos (desde el miedo del niño a la vacuna hasta el miedo del adulto a la soledad). El humor, en la poesía de María Elena Walsh, es un modo de echarse la vida a las espaldas para seguir viaje hacia delante.

¿Y la música?

La música, tantas veces reconocible en formatos tradicionales, parece relacionada con la memoria. Lo que se canta, nos dice la obra de María Elena Walsh, mejor se recuerda. La memoria, como cualquier otra virtud humana, debe ejercitarse. En sus poemas y canciones, tanto las que priorizan al lector niño como las que priorizan al lector adulto, se fragua la memoria de nuestra historia, se recuerdan las deudas pendientes con la justicia, y hasta se potencia lo más jugoso de la nostalgia.

Nos falta el juego...

Porque juega, ¡y mucho!, la escritura de María Elena Walsh.

Brinca, adivina, vuelca y revuelca, esconde, encuentra y vuelve a esconder. El que juega, lo sabemos, invita a jugar. Por eso, abrimos sus libros y encontramos un sitio pendiente en la ronda. Pocas veces resulta tan cierto que la literatura requiere de un lector para completarse. En este caso, la poeta lo reclama y lo exige. ¡Ey, lector!, esto es entre dos.

Hay una instigación evidente al juego y, al cabo, resulta muy difícil ser sus lectores sin jugar con ella.

Todas estas marcas, que atraviesan su larga y profusa labor, la emparientan con la oralidad. Y nos permiten afirmar su condición de juglar.

Cantar para contar mejor y que no se olvide, que siga de boca en boca, que se meta por cualquier resquicio del alma y allí anide. Sus poesías y sus canciones andan de plaza en plaza y de pueblo en pueblo contando acá sobre los de allí, contando allí sobre los de acá.

Maravilloso carromato que llega para reunir a viejos y niños, enamorados y académicos, peces y pájaros, gatos y perros, al pueblo entero, sin que nadie se quede al margen, porque donde ella canta cabemos todos.

Ayer mismo, entre las muchas voces que la recordaron, escuché la de Mempo Giardinelli. El querido escritor, además de señalar aspectos de la trayectoria y el modo de ser artístico de María Elena Walsh, mencionó la moral que aparece vertebrando su obra. Sin duda, dio en la tecla. Apuntó a lo preciso.

Nunca la moral de un poeta es independiente de sus versos. Quizá sea esa la única imposibilidad del arte: deshacerse de la índole profunda de quien lo hace.

Claro, moral sin disfraces. Moral de la libertad, moral que es posición tomada y defendida.

Porque, me atrevo a decir, cada estrofa en sus poesías y cada línea en su prosa remiten, artísticamente, a su vigoroso compromiso con la justicia, con el humanismo. La educación y sus “campanas de palo”, la situación de las mujeres, los crímenes contra la libertad, las hipocresías sociales, la imaginación como arma y herramienta son algunos de los temas que, en mi opinión, merecieron un tratamiento reiterado en su trabajo literario. Y aquí vale la pena detenerse a señalar que lo hizo tan pero tan lejos de la diatriba, los sermones y las sentencias.

De entre los temas mencionados arriba, y que de ningún modo pretenden agotar la lista, hay uno en el que voy a detenerme un momento. Las mujeres.

Cuando aún no eran tantas las manos que alzaban las banderas de la igualdad de géneros, cuando no eran tantas las voces, ella hablaba a voz en cuello como denuncia y como militancia acerca de la situación de las mujeres en nuestra sociedad.

¿Recuerdan a aquella pobre mujer que se murió de cansada? “Aleluya, me mudo a un hogar donde nada se vuelve a ensuciar”, fueron sus últimas palabras.

Pero, al respecto, hay unos versos de fabulosa contundencia porque reúnen lo genérico y lo social.

“Quien no fue mujer ni trabajador piensa que el de ayer fue un tiempo mejor.”

¡Bendita maestra!

Su obra es un ejemplo de cuánto necesita, el esqueleto de la estética, cubrirse con la carne del contenido para cobrar vida y caminar.

Y si de enseñanzas hablamos, hay una especialísima y determinante para quienes de un modo o de otro estamos ligados a la escritura para niños y jóvenes.

Nunca María Elena Walsh escribió para los niños con esa “piedad” odiosa que tan fácil se ve y tan poco enamora. Nunca escribió mirándolos desde lo alto ni, mucho menos, pensándolos como caricaturas. No tuvo temor a enfrentarlos con la parodia, el absurdo o la complejidad del disparate cuando el disparate tiene una lógica propia. Habló con los niños en frecuencia artística y por eso se hizo inolvidable.

La literatura para niños es en la pluma de María Elena Walsh literatura sin fronteras, que universaliza los sentimientos y los conflictos.

Por fin, voy a pedirles que nos detengamos en algunos de sus versos. Ni los mejores, ni los primeros ni los últimos. Algunos que elegí sólo porque me ponen la piel de gallina.

En su poema “Pena de Muerte” dice:

Cada vez que se alude a este escarmiento/
la humanidad retrocede en cuatro patas.
“Canción de cuna para un gobernante” dice:
Duerme mientras arriba lloran las aves/
Y el lucero trabaja para la cárcel.
Y dice “Serenata para la tierra de uno”:
Porque el idioma de infancia/
es un secreto entre los dos./
Porque le diste reparo/
Al desarraigo de mi corazón.

Con seguridad, cada uno de estos versos merece un minuto de poético silencio.

Dice María Elena Walsh, y seguirá diciendo. Vale y valdrá porque hay arte y verdad en lo suyo.

Seguramente en estos días, muchos vamos a descubrirnos tarareando “Manuelita”, “El Reino del Revés” o “La cigarra” sin haberlo decidido previamente.

Entonces cuando respiremos, del auténtico verbo respirar, cuando tomemos aire para el canto, ella va a respirar en nosotros.

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-6255-2011-01-14.html

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