lunes, 7 de febrero de 2011

Amar la pobreza

Pep Castelló


El gran reto del siglo XXI es aprender a amar la pobreza. Tenemos información más que suficiente para saber que los peores males le vienen a la humanidad por causa de la riqueza. O mejor dicho, del amor a la riqueza. Y no obstante la seguimos amando con toda nuestra alma. Adoramos al dios dinero. Admiramos a quienes lo poseen. Los envidiamos y vivimos alentando en nuestro fuero interno la codicia. Y poseída nuestra civilización por esa maldita fiebre del oro, arrasamos bosques, envenenamos aguas, contaminamos la atmósfera y destruimos todo cuanto es principio de vida en este planeta Tierra que es la gran casa común de todos los seres humanos.

Los ricos aman la riqueza porque desde que nacieron les metieron en la cabeza que la riqueza es el mayor de los bienes que puede alcanzar un ser humano a lo largo de su vida. Y así, con esta idea, crecen, viven, se afanan, engañan, roban y matan si falta hace para enriquecerse más y más. Y si no matan ni roban, consienten que otros roben y maten para ellos, que hagan guerras de rapiña, que mantengan políticas coloniales y estructuras sociales injustas, ya sea en el propio país o en países invadidos.

Los pobres aman también la riqueza porque sufren la pobreza que les han impuesto los ricos. De ahí que ansíen con todo su corazón la riqueza que sus opresores tienen. No se dan cuenta de que no es posible enriquecerse sino a costa de los pobres; y si se dan cuenta les da lo mismo, porque la miseria sufrida les ha configurado la mente en la dualidad pobreza-riqueza, y les ha impulsado a salvarse como sea y a costa de quien sea, siquiera sea de su propio hermano.

Hay un tercer estrato social, una clase media, que ni es rica ni es pobre pero que ama la riqueza porque goza de algunos de los beneficios de la clase rica a cambio de aceptar con los ojos cerrados la ideología que ésta le impone. La mayor parte de quienes a ella pertenecen viven adorando al dios dinero, y a él dedican la mayor parte de sus esfuerzos y de su propia vida.

Nadie ama, pues, la pobreza. Los ricos porque no la conocen; los pobres porque la padecen; las clases medias porque sienten horror ante la sola idea de poder ser pobres. Luego, ¿quién ama la pobreza, o mejor, quién puede amarla?

Se nos ocurre que para amar la pobreza es preciso, en primer lugar, dejar de amar la riqueza. Porque nadie puede entregar su corazón a una y otra a la vez. Pero antes de proseguir habrá que precisar qué entendemos por riqueza nociva y qué por pobreza deseable.

Deseable es la pobreza que permite tener a todo el mundo lo indispensable para vivir dignamente y desarrollarse como ser humano. Riqueza nociva es la que con perjuicio de otros seres humanos o de la Madre Tierra nos proporciona confort y lujos prescindibles.

La humanidad viene rigiéndose desde hace siglos por el amor a esa clase de riqueza que entendemos como nociva. Todas las tradiciones de sabiduría la han condenado, pero de nada ha servido. Hoy vemos sin lugar a duda alguna que el planeta Tierra no soporta más la explotación a la que el nefasto amor a la riqueza que denunciamos lo ha sometido y sigue sometiendo.

Pero dejar de amar la riqueza es muy difícil cuando se ha configurado sobre ella toda una forma de vivir. Renunciar a ella implica renunciar a la propia vida, a los propios afanes, a todo cuanto hasta ahora ha sido nuestra motivación, nuestro principal estímulo... Nada fácil si no descubrimos antes nuevos valores, nuevos modos de vida, nuevos ocios, nuevas formas de gozar, de pasarlo bien... Si no logramos descubrir cuanto hay de bello y gozoso en lo que gratuitamente la vida nos ofrece... Porque no es renunciando como avanzaremos sino hollando sendas nuevas.

Dejar de amar la riqueza para poder amar la pobreza implica un cambio de perspectiva muy difícil de hacer sin una ayuda externa. Una ayuda que muy posiblemente nos llegará dentro de poco, pues lo más probable es que no nos falten ocasiones para descubrir que podemos prescindir de muchas cosas que ahora nos parecen irrenunciables porque los estímulos generados por la publicidad que maneja el capitalismo así nos lo han hecho creer.

Hasta ahora, quienes pertenecemos a la clase media, esa clase bienestante que de forma más o menos consciente da soporte al capitalismo, hemos renunciado a plantearnos quién pagaba el gasto de nuestro buen vivir. No faltaba quien pensase que el confort de que gozábamos era fruto del progreso, sin más, como las amapolas lo son de la primavera. Que no hacía falta saber quién ni de qué modo paga ese maravilloso progreso nuestro. Habíamos olvidado que somos parte de una gran familia humana y que la mayor parte de nuestros congéneres eran explotados por quienes manejan el mundo. Y no queríamos saber ni por asomo que esa explotación se está dando con nuestra complicidad, porque somos nosotros, clase media, quienes pedimos bienestar a los gobernantes y quienes mayormente consumimos esa gran producción que enriquece a las clases ricas y esclaviza a las pobres.

Pero ahora ya empezamos a ver que podemos ser nosotros quienes estemos pagando el progreso de otros. De momento ya sabemos que pagamos el de los banqueros, algo que hasta hoy nadie o casi nadie tomaba en cuenta. Y también el de los políticos. Y el de los altos directivos de las principales empresas...

¡Ah, señoras y señores, qué cambio! Ya vamos en camino de no ver un bien tan preciado en la riqueza, sino la causa de la pobreza de los muchísimos millones de seres humanos cada vez más próximos a nosotros.

Bendito sea ese cambio. Bendita la luz que nos trae. Bendita la conciencia que nos despierta o que nos puede despertar, porque no hay nada más nefasto en la naturaleza humana que la estupidez propia de quienes tienen adormecida la conciencia.

Pep Castelló, para “La hora del Grillo”


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