domingo, 30 de julio de 2017

De amor, nunca un templo

De amor, nunca un templo


  • Alfre
(Por Alfredo Grande/APe) Siempre me costó entender cómo hizo la niñez para construir en su pecho un templo. La escuela primaria, que en esos años era sólo de varones, fue una escuela de la palabra vaciada de sentido. El paso redoblado de los granaderos. El águila guerrera y su vuelo triunfal. Febo asoma. Y obviamente, los discursos de los actos escolares. En toda la primaria no entendí nada, lo que obviamente permitió que fuera un excelente alumno. Lamentablemente, luego de la primaria tampoco entendí demasiado. Porque entender es doloroso, angustia, incluso paraliza. Entender que no entendemos es un paso importante. Si no entendemos ni siquiera eso, estamos en un estado de gracia y desgracia que algunos llaman alienación.

Pues mal: la cultura represora construye con prisa y sin pausa una alienación cotidiana a la cual el sentido común denomina “lucidez”. Incluso pensamiento. A pesar de mi deplorable escuela primaria, yo lo denomino “alucinatorio político social”. O sea: la extrema torsión, la absoluta distorsión de los que se ve. Como escribió Freud: “no se enamoró porque es hermoso, sino que lo ve hermoso porque se enamoró”. Así Roxanne, enamorada finalmente del desgraciado Cyrano de Bergerac, finalmente lo ve con una naricita respingada.

La auto denominada democracia es el fértil terreno donde el alucinatorio social crece y se multiplica. Podríamos agregar “burguesa”, pero empezaríamos a no entender. Porque no hay otra democracia que no sea la burguesa. Si los augures miraban el vuelo de las aves para presagiar el futuro, los politólogos miran las encuestas para predecir el triunfo de los candidatos. La democracia entendida como una forma sagrada, como un templo donde reina la divina representación, es un viaje de ida. No tiene retorno. Tiene ritornellos, que son los rituales de los domingos de urnas (como escribió el mejor Horacio Verbitsky).

Los templos laicos son peores que los religiosos. Al menos, ya todos sabemos que la religión es el opio de los pueblos. Con la digna excepción de la teología de la liberación que más que religión es política. O ambas cosas, que no es lo mismo pero es igual. Pero en los templos laicos, por ejemplo el Congreso Nacional, el Palacio de Tribunales, la Casa Rosada, donde todas las especies que la habitan son lo opuesto a la pantera rosa, en esos templos laicos se cultiva ácido lisérgico. O sea: drogas alucinógenas. Y la aspiración de entrar en alguno de esos templos, ocasiona delirios que algunos llaman alianzas electorales. Se prometen cosas, incluso desde la izquierda de la pantalla, que en su nivel concreto, son imposibles de cumplir. Obviamente, en el marco de la democracia en la cual el candidato fue elegido. Por eso de cada opción, de cada posibilidad, de cada oportunidad, se construye un templo.

El voto obligatorio, sin ir más cerca. ¿Por qué tiene que ser obligatorio? ¿Es un servicio electoral? Es la marca patentada, el supuesto templo, del ejercicio pleno de la ciudadanía. Las próximas desPASITO amplifican el delirio y la alucinación. Hay desPASITO incluso cuando sólo hay un candidato. ¿Para qué hacer una desPASITO cuando el novio es uno solo?
El templo, lo sagrado, desliza la democracia hacia el pensamiento absoluto. Único. Total. Garantía total, o le devolvemos su voto. Por lo tanto hasta el amor es insuficiente. De lo que se trata es de enamorar. O sea: idealizar. Y la idealización es la muerte del Ideal. Incluso el revolucionario. Porque en la idealización el pensamiento crítico es herejía. Y por lo tanto, pasible de ser exterminado. Bajadas de línea sobre la cabeza del atribulado preguntón. Más que bajadas, perforadas de línea.

Mientras la cultura de los templos se mantenga, mientras las idealizaciones le ganen la pulseada a los ideales, mientras lo obligatorio tenga supremacía sobre lo deseante, no sé si habrá olvidos, pero penas seguro. Al menos, sabemos que no sólo las vaquitas son ajenas. En realidad, son robadas y por lo tanto, están ajenas. Podemos discutir si la pobreza genera delito. Pero hay que ser muy cínico, cómplice o ambas cosas para no reconocer que la riqueza es producto de muchos delitos. Si el odio es sacar lo que sobra y el amor es poner lo que falta, entonces el amor es una estrategia necesaria. Pero no para construir templos.

Alberto Morlachetti amó, seguro sigue amando, a niñas y niños. Y niñas, niños, jóvenes y no tanto, lo siguen amando. Pero ese amor no construyó un templo. Sí construyó un patio de juegos. Jugar es lo opuesto a sacralizar. Lo sagrado nada sabe del juego, de la diversión, del placer, de la alegría. La solemnidad se confunde con la seriedad. El “Morla” era serio, pero no solemne. Por eso su legado permanece. Por amor, nunca un templo. Siempre un patio, todos los patios, para un juego, todos los juegos.
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