El cuento nos contaba del lugar maravilloso que era el cielo donde pasaban tantas cosas lindas – alguien recitó y volvió a sentarse. El maestro de literatura frotó sus anteojos, bromeó “no te ensañes, Salcedo” y nos reímos.
Aquel hombre nos daba clase los jueves al atardecer y hacía jovial su trabajo. Disfrutaba con las palabras, las amaba y jugaba con simpleza y al convocarnos a su niñez, repetía que entonces ellas eran sólidas voces con miga, ‘inflexiones sustantivas, verdaderas y no estos improvisados caprichos algebraicos, televisivos y gelatinosos’. Nos ilusionaba al decirnos que cuando el sol guia el vuelo de los pájaros y el inicial contoneo de una chica del barrio, las palabras cargan otro peso; “cada palabra arrastra su propia memoria, maestra es una buena señora sabedora de todo, escuela un caserón en mitad de la cuadra con la niñez adentro las tardes del verano una carcajada vital”. Y al conseguir alguna sonrisa atenta se encendía diciendo que si las protegemos, las palabras se amigan con nosotros y dejan de ser imprecisiones tenaces, alquimias pretensiosas, elípticas, oblicuas y sin relleno. Han de ser signos para juntarnos, comprendernos y jamás caprichos gramaticales de agrandar los misterios y el absurdo.
Decía sus cosas el maestro aquel y en Tres Caminos, ni diez mil habitantes, aparte de unos pocos inquietos por liberar alguna cuerda loca y comprender, por ejemplo “cada instante es indeclinable y su latido fugaz es casi olvido”, al pueblo su verba le sonaría a pecado.
Por mucho que algunos por ahí anotara “saborear el amor con alegría es todo lo que somos”, sentencia delirante pero tozuda. Y quizá por eso nos gustó enterarnos que él había conocido antes el lugar, detrás de un amorío.
- Este anduvo por aquí hace mucho tiempo - nos sugirió un viejo en voz baja.
-¿Fue un galán misterioso?
- No tanto, un engaño común – y Salcedo, que fuera monaguillo, ahí aprovechó a sentenciar que el profe era un loco lindo al pedir que los religiosos olvidaran el milagro y ayudaran a multiplicar los panes, “ya que un pibe muerto de hambre es una derrota de dios”...
Por ese tiempo, a nuestra adolescencia le llegó lo sucedido en Tres Caminos y otros pueblos de alrededor. En pocos días cambiaron los jefes políticos y los comisarios, y llegaron a ocupar esos trabajos personas que pocos conocían y de saludar apenas. Al suspenderse la charla quincenal en la biblioteca municipal las conversaciones se hicieron menos ruidosas y recién pasada una semana nos preguntamos por el maestro de literatura. Siempre y luego de acabar su clase del jueves, el hombre tomaba su robusta ginebra en tanto aguardaba el ómnibus del anochecer, pero nadie supo si esa vez llegó a su casa de la capital, y ni siquiera si alcanzó a entrar en el boliche del pueblo.
Eduardo Pérsico
Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.