La opinión popular generalizada es que Jesús nació en Belén. Esto se dice en el capítulo 2 de los evangelios de Mateo y Lucas. Pero no se dice en ningún otro sitio del Nuevo Testamento. Mientras que de Jesús se afirma que era “Nazareno”, oriundo de Nazaret (“nazarênos”) seis veces (Mc 1, 24; 10, 47; 14, 67; 16, 6; Lc 4, 34; 24, 19). Y otras once veces se le llama “nazôraios” (Mt 2, 23; Lc 18, 37; Jn 18, 5. 7; 19, 19; Hech 2, 22; 3, 6; 4, 10; 6, 14; 22, 8; 26, 9), que corresponde, tanto en el aspecto sintáctico como semántico, al término anterior que indica de dónde era Jesús (H. Kuhli). La equivalencia de ambos términos aparece en el uso que se hace de ellos en Mc 14, 67 y Mt 26, 71. También en Mt 2, 23. Prescindo de otras precisiones técnicas que discuten los especialistas. En todo caso, está claro que, según una gran mayoría de textos del Nuevo Testamento, Jesús no era de Belén, sino de Nazaret.
Entonces, ¿por que los evangelios de la infancia dicen que Jesús nació en Belén? Porque Belén era la ciudad donde el rey David recibió la unción real (1 Sam 16, 4. 18; Rut 1, 2. 19; 4, 11). De ahí que Belén era la “ciudad de David” (Lc 2, 4. 11. 15). Y los judíos tenían la convicción de que el Mesías nacería en Belén, no en Galilea (Jn 7, 42). La relación del Mesías con el rey David ya se encuentra en Rom 1, 3-4 y en 2 Tim 2, 8. La estima que el pueblo de Israel sentía por su gran rey David se debía cumplir plenamente en el Mesías.
Lo que pretendo aclarar, al explicar todo esto, no es meramente una cuestión histórica. ¿A qué viene discutir un asunto de tan poca importancia como es saber si Jesús nació en Judea o en Galilea? ¿No da igual lo uno que lo otro? Por supuesto, no es lo mismo. ¿Por qué? El nacimiento de Jesús en Belén no es un dato histórico, sino un “teologúmeno” (una idea teológica narrada como un dato histórico) (J. P. Meier) con el que se pretende exaltar al Mesías, al presentarlo como un ilustre descendiente de la familia del rey David. Por el contrario, si Jesús nació en la aldea de Nazaret, entonces era un “donnadie”. De Nazaret no podía salir nada bueno, se pensaba en aquel tiempo (Jn 1, 46). La ridícula vanidad de presumir de un origen ilustre, de una buena familia o de un sitio importante ya funcionaba entonces. Y es que se sabe que Galilea y los galileos tenían mala fama en tiempo de Jesús. Galilea era la región de los pobres y sus gentes eran vistas como ignorantes, poco religiosos y, a veces, como disidentes subversivos contra los romanos. En Hech 5, 27 se menciona a “Judas el Galileo” y se sabe que Pilatos ordenó una matanza de galileos (Lc 13, 1-2). Es más, a los galileos se les llegaba a considerar como ignorantes, impuros, con los que no había que relacionarse (TB Pesahim 49b). Es famosa la exclamación de Yojanán ben Zakkai: “Galilea, Galilea, tú odias la Torá” (Ley divina) (M. Pérez Fernández).
Ya se ve, pues, que si he planteado la cuestión del pueblo donde nació Jesús, no es por una simple curiosidad histórica. Y menos aún por afán de decir cosas novedosas. Se trata de un asunto muy serio. Jesús no vino a este mundo para presumir de orígenes ilustres o antepasados famosos, por más que eso se considere importante para prestigiar a un mensajero divino. Si algo hay claro en los evangelios, es precisamente lo contrario. Jesús vino a quitarnos los humos de ridículas grandezas. Porque sabía muy bien que nuestros ingenuos orgullos son una de las muchas manifestaciones de nuestros inconfesables sentimientos de omnipotencia, anhelos turbios que nos dividen, nos distancian y nos enfrentan. Con semejantes pamplinas, la convivencia se nos hace más difícil y los rechazos de unos a otros son constantes. Y lo peor de todo es cuando todo eso se reviste con argumentos religiosos que sólo sirven para hacer cada día más odiosa y detestable la dichosa religión.
A ver si de una vez nos metemos en la cabeza que el nacimiento de Jesús, en una aldea perdida, desconocida y despreciada, en una familia a la que nadie daba importancia alguna (Mc 6, 1-6), es el indicador más claro de que, cuando Dios entra en la historia, lo hace de forma que se despoja de todo su poder y su gloria, se identifica, no con las familias ilustres y los títulos famosos, sino con los últimos, los desconocidos, los “nadies”. ¿Es que era masoquista? No se trata de eso. La clave de todo este asunto está en que la “encarnación” de Dios, en el desconocido y humilde ciudadano Jesús de Nazaret, nos viene a decir, a quienes nos consideramos cristianos, que este mundo tiene solución y salvación, no desde arriba, sino desde abajo; no desde los primeros, sino desde los últimos. Porque los últimos no tienen - ni pueden tener - nada más que su humanidad. No tienen títulos, ni poderes, ni influencias. Sólo tienen su condición humana, la debilidad y las muchas carencias de los humanos. En lo poco que tienen los últimos, todos coincidimos. En eso, y sólo en eso, es donde lo que llamamos Dios se puede hacer presente. Porque Dios no viene a dividirnos. Y menos aún a enfrentarnos. Dios sólo puede estar en lo que nos une, en lo que no tenemos más remedio que coincidir todos. Dicho sin remilgos: cada día veo más claro que los “dioses” que nos dividen, nos separan, nos humillan o nos enfrentan, son “dioses de mentira”. En Jesús podemos decir que se hace presente Dios porque en Jesús Dios se despoja de las grandezas de lo divino y se funde con lo humano, con lo mínimamente humano, en lo que todos somos iguales.
José M. Castillo
Comentarios y FORO...
Entonces, ¿por que los evangelios de la infancia dicen que Jesús nació en Belén? Porque Belén era la ciudad donde el rey David recibió la unción real (1 Sam 16, 4. 18; Rut 1, 2. 19; 4, 11). De ahí que Belén era la “ciudad de David” (Lc 2, 4. 11. 15). Y los judíos tenían la convicción de que el Mesías nacería en Belén, no en Galilea (Jn 7, 42). La relación del Mesías con el rey David ya se encuentra en Rom 1, 3-4 y en 2 Tim 2, 8. La estima que el pueblo de Israel sentía por su gran rey David se debía cumplir plenamente en el Mesías.
Lo que pretendo aclarar, al explicar todo esto, no es meramente una cuestión histórica. ¿A qué viene discutir un asunto de tan poca importancia como es saber si Jesús nació en Judea o en Galilea? ¿No da igual lo uno que lo otro? Por supuesto, no es lo mismo. ¿Por qué? El nacimiento de Jesús en Belén no es un dato histórico, sino un “teologúmeno” (una idea teológica narrada como un dato histórico) (J. P. Meier) con el que se pretende exaltar al Mesías, al presentarlo como un ilustre descendiente de la familia del rey David. Por el contrario, si Jesús nació en la aldea de Nazaret, entonces era un “donnadie”. De Nazaret no podía salir nada bueno, se pensaba en aquel tiempo (Jn 1, 46). La ridícula vanidad de presumir de un origen ilustre, de una buena familia o de un sitio importante ya funcionaba entonces. Y es que se sabe que Galilea y los galileos tenían mala fama en tiempo de Jesús. Galilea era la región de los pobres y sus gentes eran vistas como ignorantes, poco religiosos y, a veces, como disidentes subversivos contra los romanos. En Hech 5, 27 se menciona a “Judas el Galileo” y se sabe que Pilatos ordenó una matanza de galileos (Lc 13, 1-2). Es más, a los galileos se les llegaba a considerar como ignorantes, impuros, con los que no había que relacionarse (TB Pesahim 49b). Es famosa la exclamación de Yojanán ben Zakkai: “Galilea, Galilea, tú odias la Torá” (Ley divina) (M. Pérez Fernández).
Ya se ve, pues, que si he planteado la cuestión del pueblo donde nació Jesús, no es por una simple curiosidad histórica. Y menos aún por afán de decir cosas novedosas. Se trata de un asunto muy serio. Jesús no vino a este mundo para presumir de orígenes ilustres o antepasados famosos, por más que eso se considere importante para prestigiar a un mensajero divino. Si algo hay claro en los evangelios, es precisamente lo contrario. Jesús vino a quitarnos los humos de ridículas grandezas. Porque sabía muy bien que nuestros ingenuos orgullos son una de las muchas manifestaciones de nuestros inconfesables sentimientos de omnipotencia, anhelos turbios que nos dividen, nos distancian y nos enfrentan. Con semejantes pamplinas, la convivencia se nos hace más difícil y los rechazos de unos a otros son constantes. Y lo peor de todo es cuando todo eso se reviste con argumentos religiosos que sólo sirven para hacer cada día más odiosa y detestable la dichosa religión.
A ver si de una vez nos metemos en la cabeza que el nacimiento de Jesús, en una aldea perdida, desconocida y despreciada, en una familia a la que nadie daba importancia alguna (Mc 6, 1-6), es el indicador más claro de que, cuando Dios entra en la historia, lo hace de forma que se despoja de todo su poder y su gloria, se identifica, no con las familias ilustres y los títulos famosos, sino con los últimos, los desconocidos, los “nadies”. ¿Es que era masoquista? No se trata de eso. La clave de todo este asunto está en que la “encarnación” de Dios, en el desconocido y humilde ciudadano Jesús de Nazaret, nos viene a decir, a quienes nos consideramos cristianos, que este mundo tiene solución y salvación, no desde arriba, sino desde abajo; no desde los primeros, sino desde los últimos. Porque los últimos no tienen - ni pueden tener - nada más que su humanidad. No tienen títulos, ni poderes, ni influencias. Sólo tienen su condición humana, la debilidad y las muchas carencias de los humanos. En lo poco que tienen los últimos, todos coincidimos. En eso, y sólo en eso, es donde lo que llamamos Dios se puede hacer presente. Porque Dios no viene a dividirnos. Y menos aún a enfrentarnos. Dios sólo puede estar en lo que nos une, en lo que no tenemos más remedio que coincidir todos. Dicho sin remilgos: cada día veo más claro que los “dioses” que nos dividen, nos separan, nos humillan o nos enfrentan, son “dioses de mentira”. En Jesús podemos decir que se hace presente Dios porque en Jesús Dios se despoja de las grandezas de lo divino y se funde con lo humano, con lo mínimamente humano, en lo que todos somos iguales.
José M. Castillo
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