Josep Castelló
Divagación herética en forma de cuento
Hacía tiempo ya que la leyenda de Leónidas en las Termópilas vagaba por su mente. Su presencia era quizá una respuesta inconsciente a esa afirmación tantas veces refrendada de que no se puede vivir sin esperanza.
¡Esperanza! Qué gran palabra tan ambigua y carente de sentido en su fuero interno. Esperanza ¿de qué? ¿De una vida feliz tras la muerte, quizá? ¿De que algún día la justicia y la bondad triunfasen en el mundo? No. Hacía ya muchos años que no profesaba creencias religiosas. Lo que pudiese haber más allá de la muerte le parecía un misterio indescifrable. En cuanto a lo segundo, tanto la información que recibía como lo que a diario observaba le llevaban a ver que ahí no había siquiera argumento para una fantasía. Luego ¿qué esperar cuando el alma se resiste al ensueño y la realidad golpea con dureza?
En esa divagación se enzarzaba cada vez que una noticia tenebrosa le llegaba al alma. Su impotencia se hacía tan presente que le llevaba a ver pequeñas también a todas las personas que a pleno riesgo hacían frente a las poderosas huestes del Imperio. La victoria no cabía siquiera en el mayor de los sueños. Vencer era imposible. Más tarde o más temprano la maldad imperial acabaría con toda resistencia. Era una derrota ya cantada. Pero aun así, Leónidas y sus trescientos espartanos se unían en su mente al Cristo crucificado que tantas veces había contemplado.
Quizá por su naturaleza pesimista o por la educación recibida amén de cuanto había visto y vivido, consideraba la vida como una condena. Un “valle de lágrimas”, según canta la “Salve” con entereza gregoriana. Imaginaba la humanidad como un enjambre de sísifos empujando hacia arriba instante tras instante su propia vida, empeñando todas sus fuerzas en mantenerla en lo alto. Sudor, sangre, sufrimiento y muerte al fin.
Ante una visión interna tan lacerante, de nada le servía la perspectiva religiosa porque ¿cómo compaginar la imagen de un Dios bondadoso con la del Creador de tanto sufrimiento? No, en modo alguno le cabían ahí las enseñanzas cristianas que recibió de niño y aun de joven. Si había un Dios, seguro que pensarlo no estaba a su alcance, de modo que mejor lo dejaba. Y no obstante esa era la fuente de su leche materna, la que lo había nutrido desde el primer momento de su vida. Quizá por eso cuando la adversidad arreciaba y amenazaba firme la desesperanza, el Cristo en cruz preguntando en tono de queja a su Eterno Padre por qué lo había abandonado acudía a su mente junto a la leyenda espartana.
Sabía bien que el mundo estaba lleno de miseria. Que los pobres vivían cada día más derrotados en tanto que la bestialidad de los poderosos crecía exponencialmente. La cruel hidra de la codicia dominaba hasta el más remoto rincón de la tierra y devoraba a quienes se le enfrentasen. Y no obstante, ni de lejos pasaba por su mente ceder, dejar que rodase pendiente abajo la piedra de su existencia. Temblaba sólo de imaginarse yaciendo en lo hondo del barranco junto a los demás seres que huelgan sin más conciencia de sí mismos que la de un perro o un gato o un asno o un caballo o cualquier animal doméstico o de carga o cualquier irredento desalmado.
El panorama que alcanzaba a contemplar desde su perspectiva era desolador. Si veía esta vida como una condena; si en su pensar y razonar no había lugar alguno para la esperanza; si no podía ni quería vivir meciéndose en una nube de opiáceos ensueños, a algo tenía que aferrarse para no caer en la desesperanza. Y ahí estaba Leónidas, un pagano, junto al Cristo cristiano, haciendo cada cual lo que debía según su fuero interno, movidos ambos por la honda convicción de que ese y no otro era su destino.
En este desvarío se encontraba una vez más aquella noche cuando una luz le vino de repente, con la cual vio, quizá por vez primera, que a pesar de su profundo pesimismo un resquicio le dejaba a la esperanza en lo hondo del alma, pues que con fe ferviente aunque no exenta de angustia esperaba que esa Fuerza Misteriosa que mueve el universo le mantuviese el ánimo de por vida y no le dejase caer en la desesperanza.
Josep Castelló
Barcelona, España, UE
http://www.ecupres.com.ar/noticias.asp?Articulos_Id=4301
Divagación herética en forma de cuento
Hacía tiempo ya que la leyenda de Leónidas en las Termópilas vagaba por su mente. Su presencia era quizá una respuesta inconsciente a esa afirmación tantas veces refrendada de que no se puede vivir sin esperanza.
¡Esperanza! Qué gran palabra tan ambigua y carente de sentido en su fuero interno. Esperanza ¿de qué? ¿De una vida feliz tras la muerte, quizá? ¿De que algún día la justicia y la bondad triunfasen en el mundo? No. Hacía ya muchos años que no profesaba creencias religiosas. Lo que pudiese haber más allá de la muerte le parecía un misterio indescifrable. En cuanto a lo segundo, tanto la información que recibía como lo que a diario observaba le llevaban a ver que ahí no había siquiera argumento para una fantasía. Luego ¿qué esperar cuando el alma se resiste al ensueño y la realidad golpea con dureza?
En esa divagación se enzarzaba cada vez que una noticia tenebrosa le llegaba al alma. Su impotencia se hacía tan presente que le llevaba a ver pequeñas también a todas las personas que a pleno riesgo hacían frente a las poderosas huestes del Imperio. La victoria no cabía siquiera en el mayor de los sueños. Vencer era imposible. Más tarde o más temprano la maldad imperial acabaría con toda resistencia. Era una derrota ya cantada. Pero aun así, Leónidas y sus trescientos espartanos se unían en su mente al Cristo crucificado que tantas veces había contemplado.
Quizá por su naturaleza pesimista o por la educación recibida amén de cuanto había visto y vivido, consideraba la vida como una condena. Un “valle de lágrimas”, según canta la “Salve” con entereza gregoriana. Imaginaba la humanidad como un enjambre de sísifos empujando hacia arriba instante tras instante su propia vida, empeñando todas sus fuerzas en mantenerla en lo alto. Sudor, sangre, sufrimiento y muerte al fin.
Ante una visión interna tan lacerante, de nada le servía la perspectiva religiosa porque ¿cómo compaginar la imagen de un Dios bondadoso con la del Creador de tanto sufrimiento? No, en modo alguno le cabían ahí las enseñanzas cristianas que recibió de niño y aun de joven. Si había un Dios, seguro que pensarlo no estaba a su alcance, de modo que mejor lo dejaba. Y no obstante esa era la fuente de su leche materna, la que lo había nutrido desde el primer momento de su vida. Quizá por eso cuando la adversidad arreciaba y amenazaba firme la desesperanza, el Cristo en cruz preguntando en tono de queja a su Eterno Padre por qué lo había abandonado acudía a su mente junto a la leyenda espartana.
Sabía bien que el mundo estaba lleno de miseria. Que los pobres vivían cada día más derrotados en tanto que la bestialidad de los poderosos crecía exponencialmente. La cruel hidra de la codicia dominaba hasta el más remoto rincón de la tierra y devoraba a quienes se le enfrentasen. Y no obstante, ni de lejos pasaba por su mente ceder, dejar que rodase pendiente abajo la piedra de su existencia. Temblaba sólo de imaginarse yaciendo en lo hondo del barranco junto a los demás seres que huelgan sin más conciencia de sí mismos que la de un perro o un gato o un asno o un caballo o cualquier animal doméstico o de carga o cualquier irredento desalmado.
El panorama que alcanzaba a contemplar desde su perspectiva era desolador. Si veía esta vida como una condena; si en su pensar y razonar no había lugar alguno para la esperanza; si no podía ni quería vivir meciéndose en una nube de opiáceos ensueños, a algo tenía que aferrarse para no caer en la desesperanza. Y ahí estaba Leónidas, un pagano, junto al Cristo cristiano, haciendo cada cual lo que debía según su fuero interno, movidos ambos por la honda convicción de que ese y no otro era su destino.
En este desvarío se encontraba una vez más aquella noche cuando una luz le vino de repente, con la cual vio, quizá por vez primera, que a pesar de su profundo pesimismo un resquicio le dejaba a la esperanza en lo hondo del alma, pues que con fe ferviente aunque no exenta de angustia esperaba que esa Fuerza Misteriosa que mueve el universo le mantuviese el ánimo de por vida y no le dejase caer en la desesperanza.
Josep Castelló
Barcelona, España, UE
http://www.ecupres.com.ar/noticias.asp?Articulos_Id=4301