Laura Abate escribía hace unos años:
La muerte que no me salva
Hace un tiempo que ya no puedo ver la muerte de Jesús como antes, cuando la ligaba a ciertos dogmas rigurosos y la definía de manera clausurante. En ese tiempo, las personas sólo eran marionetas que cumplían con un propósito divino que se llevaba puesto el derecho humano a la libertad, tras la razón agazapada de que el fin justifica los medios.
Tal vez, mi experiencia vital, y la visión de Dios que desde esa experiencia fui construyendo, poco a poco han ido polemizando esa idea, cuestionándola, pues básicamente describe a un dios que no puede ni amar ni perdonar al ser humano sin la existencia de un sacrificio que lo absuelva, un sustituto que cumpla con el castigo que le corresponde a él por haberse revelado.
Hoy me doy cuenta de que esa manera de ver a Dios se parece más a la forma que los seres humanos (hagiógrafos incluidos) tenemos de entender la justicia y el perdón, pero que no es consecuente con esas otras tan revolucionarias que Jesús había mostrado recogidas por los testimonios de los relatos bíblicos. Que aunque las personas tengamos la sensación de que un sacrifico es útil para agradar a Dios (desde tiempos inmemoriales ha sido así) los escritores de los textos sagrados no pueden evitar ser impactados por el “misericordia quiero, no sacrificios”.
Mi propia experiencia de fe no ha sido convocada desde el lugar de saldar cuentas pendientes sino desde la posibilidad de trascenderlas. Desde la respuesta buena a la actitud mala, desde la gracia vigente y el amor inexplicable.
Por supuesto que no puedo desligar esa visión de mi tránsito personal, de mi ruta vital en la que soy constantemente invitada a practicar una justicia y un perdón diferentes. Parece que el desafío tiene que ver con la posibilidad de perdonar aquello que no merece ser perdonado y de justificar lo que debe ser ajusticiado. Las situaciones en que ambas acciones aplican no son sencillas de encuadrar porque no tienen que ver con fórmulas dogmáticas volcadas en un pizarrón, sino con personas cuyos corazones laten, y las dinámicas que las vinculan son diversas e imposibles de clasificar. La vida y la experiencia nos enseñan (con demasiada frecuencia a costa de nuestros propios errores) que nada que tenga que ver con nuestra humanidad puede ser dogmatizado ni encasillado.
Por eso, a medida que la vida transcurre y voy creando y recreando vínculos, aprendo a despojarme de los “blancos y los negros” e intento integrar esos grises que cada vez se presentan con más matices. Mis imágenes de Dios se tornan menos estáticas, más laxas, más curvas, más permeables y dinámicas y me desafían a ser construidas en la conciencia de mis propios límites.
Me permito re pensar a Dios más allá de los dogmas que lo aprisionaron y los imaginarios religiosos que lo entramparon, en la confianza que me otorgan mi propia experiencia vital de fe y me atrevo a “dejarlo ser” desde esos mismos lugares en los que me he sentido convocada.
La muerte que no me salva
Hace un tiempo que ya no puedo ver la muerte de Jesús como antes, cuando la ligaba a ciertos dogmas rigurosos y la definía de manera clausurante. En ese tiempo, las personas sólo eran marionetas que cumplían con un propósito divino que se llevaba puesto el derecho humano a la libertad, tras la razón agazapada de que el fin justifica los medios.
Tal vez, mi experiencia vital, y la visión de Dios que desde esa experiencia fui construyendo, poco a poco han ido polemizando esa idea, cuestionándola, pues básicamente describe a un dios que no puede ni amar ni perdonar al ser humano sin la existencia de un sacrificio que lo absuelva, un sustituto que cumpla con el castigo que le corresponde a él por haberse revelado.
Hoy me doy cuenta de que esa manera de ver a Dios se parece más a la forma que los seres humanos (hagiógrafos incluidos) tenemos de entender la justicia y el perdón, pero que no es consecuente con esas otras tan revolucionarias que Jesús había mostrado recogidas por los testimonios de los relatos bíblicos. Que aunque las personas tengamos la sensación de que un sacrifico es útil para agradar a Dios (desde tiempos inmemoriales ha sido así) los escritores de los textos sagrados no pueden evitar ser impactados por el “misericordia quiero, no sacrificios”.
Mi propia experiencia de fe no ha sido convocada desde el lugar de saldar cuentas pendientes sino desde la posibilidad de trascenderlas. Desde la respuesta buena a la actitud mala, desde la gracia vigente y el amor inexplicable.
Por supuesto que no puedo desligar esa visión de mi tránsito personal, de mi ruta vital en la que soy constantemente invitada a practicar una justicia y un perdón diferentes. Parece que el desafío tiene que ver con la posibilidad de perdonar aquello que no merece ser perdonado y de justificar lo que debe ser ajusticiado. Las situaciones en que ambas acciones aplican no son sencillas de encuadrar porque no tienen que ver con fórmulas dogmáticas volcadas en un pizarrón, sino con personas cuyos corazones laten, y las dinámicas que las vinculan son diversas e imposibles de clasificar. La vida y la experiencia nos enseñan (con demasiada frecuencia a costa de nuestros propios errores) que nada que tenga que ver con nuestra humanidad puede ser dogmatizado ni encasillado.
Por eso, a medida que la vida transcurre y voy creando y recreando vínculos, aprendo a despojarme de los “blancos y los negros” e intento integrar esos grises que cada vez se presentan con más matices. Mis imágenes de Dios se tornan menos estáticas, más laxas, más curvas, más permeables y dinámicas y me desafían a ser construidas en la conciencia de mis propios límites.
Me permito re pensar a Dios más allá de los dogmas que lo aprisionaron y los imaginarios religiosos que lo entramparon, en la confianza que me otorgan mi propia experiencia vital de fe y me atrevo a “dejarlo ser” desde esos mismos lugares en los que me he sentido convocada.
Posiblemente, como personas que somos, siempre viviremos en tensión con nuestras imágenes de lo divino, pues en ellas proyectamos nuestras diversas maneras de concebirlo y entre todos conformamos una visión multiforme, matizada, a veces sencilla, otras compleja, pero siempre heterogénea, nunca unívoca.
Soy consciente de que esa construcción será una interpretación subjetiva (ninguna imagen puede no serlo) pero esa conciencia me hace responsable de lo que voy construyendo.
Me hago cargo de que mis imágenes no tienen que ver con la necesidad de un castigo para nadie ni de un perdón que requiera un sacrificio para calmar una ira santa.
Soy consciente de que esa construcción será una interpretación subjetiva (ninguna imagen puede no serlo) pero esa conciencia me hace responsable de lo que voy construyendo.
Me hago cargo de que mis imágenes no tienen que ver con la necesidad de un castigo para nadie ni de un perdón que requiera un sacrificio para calmar una ira santa.
Pienso otra vez en Jesús diciendo: sean misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. Y elijo responsablemente la necesidad de la misericordia por sobre el sacrificio.
Conforme a esa visión tendré que transitar por mi vida cristiana. Mis actos tendrán que ser consecuentes con mi fe y hacer de ella algo real. Bajo esta luz, el camino a recorrer puede tener alcances insospechados. Nunca se sabe cómo puede terminar el que decide perdonar al que debería ser castigado.
Entiendo que otras personas necesiten proyectar la imagen de un Dios justo ante todo, que controla a sus criaturas conforme a sus propósitos soberanos.
Pero esa no es la imagen por la cual me he dejado vencer. He optado por una más débil, menos heroica, más vulnerable, la de una humanidad que se expone al rechazo hasta tal punto de morir en una cruz. Una humanidad que peleando por la justicia no se resiste ante la injusticia.
Me pregunto cómo alguien ha sido capaz de amar así. Y creo que es posible y me levanto al escuchar “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame…”
Miro la cruz de Jesús y veo un mensaje claro: esa manera de vivir no parece conducir al éxito sino al fracaso.
Jesús planteó un proyecto de vida, de amor, de esperanza, de inclusión, de solidaridad y fracasó.
Conforme a esa visión tendré que transitar por mi vida cristiana. Mis actos tendrán que ser consecuentes con mi fe y hacer de ella algo real. Bajo esta luz, el camino a recorrer puede tener alcances insospechados. Nunca se sabe cómo puede terminar el que decide perdonar al que debería ser castigado.
Entiendo que otras personas necesiten proyectar la imagen de un Dios justo ante todo, que controla a sus criaturas conforme a sus propósitos soberanos.
Pero esa no es la imagen por la cual me he dejado vencer. He optado por una más débil, menos heroica, más vulnerable, la de una humanidad que se expone al rechazo hasta tal punto de morir en una cruz. Una humanidad que peleando por la justicia no se resiste ante la injusticia.
Me pregunto cómo alguien ha sido capaz de amar así. Y creo que es posible y me levanto al escuchar “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame…”
Miro la cruz de Jesús y veo un mensaje claro: esa manera de vivir no parece conducir al éxito sino al fracaso.
Jesús planteó un proyecto de vida, de amor, de esperanza, de inclusión, de solidaridad y fracasó.
Pero todavía no hemos podido olvidarlo: son esos pasos los que nos desafían, es ese ejemplo el que nos invita, es esa ruta por la cual nos hacemos más humanos, entonces, puedo entender cómo esa vida nos salva. Cómo esa vida triunfa sobre la muerte. Cómo esa vida ha vencido.
Y cada vez que la elijo, cada vez que escojo devolver bien al que me hace mal, cada vez que perdono en vez de castigar, cada vez que incluyo al que ha sido excluido, ese mensaje cobra vigencia y continúa.
Y cada vez que la elijo, cada vez que escojo devolver bien al que me hace mal, cada vez que perdono en vez de castigar, cada vez que incluyo al que ha sido excluido, ese mensaje cobra vigencia y continúa.
Por eso, es la vida de Jesús, y no su muerte, la que tiene que ver conmigo.
Como dijo José Arregui, “me salva a pesar de la cruz. Por supuesto, no sin la cruz. Pero ciertamente, no por la cruz.”
Como dijo José Arregui, “me salva a pesar de la cruz. Por supuesto, no sin la cruz. Pero ciertamente, no por la cruz.”