jueves, 18 de septiembre de 2008

Orar en “tierra de nadie”

Pepcastelló

«Gracias a la Vida, que me ha dado tanto...» (Violeta Parra)

Hace algunos años, conversando con un párroco acerca de la plegaria le dije: «Yo doy gracias a la Vida, porque Dios me resulta una idea demasiado ambigua». Después de conversar largo rato, como pensando en voz alta dijo el buen hombre: «Debiera haber alguna organización que asociase a quienes dais gracias a la Vida». Pienso que tenía razón, que hace falta “algo” que agrupe, anime y asista a quienes sentimos necesidad de expresar públicamente nuestro agradecimiento, nuestra esperanza, nuestra convicción profunda de que la paz, el amor, la verdad, la justicia equitativa y toda esa inmensidad de valores que anidan en el corazón humano son “los caminos” de la felicidad universal.

Me pregunto si una tal organización sería algo así como una iglesia plural hiperheterodoxa, religiosa y atea a la vez. Una iglesia en la cual el nexo común no fuesen creencias en dioses imaginados y pensados por quienes les adoran sino los valores humanos compartidos. Una iglesia que no impondría credo ni doctrina alguna sino que estaría abierta a todas las personas de buena voluntad. Una iglesia, por tanto, que sería unión, no exclusión como lo son ahora todas las que conozco.

Imagino ahora mismo a algunas de las personas que me lean llevándose las manos a la cabeza o balanceándola de un lado a otro en señal de desacuerdo.

--¡Qué disparate! Ateos y creyentes juntos rezando ¿a quien puede rezarle un ateo?

No, ningún disparate. Ateos y creyentes de todas las creencias abriendo de par en par sus respectivos corazones para expresar sus mejores sentimientos, sin otra intención que la de cultivarlos dentro de sí y en su entorno humano. ¿Acaso no es esto una buena plegaria?

Para la mayor parte de las personas creyentes la plegaria es “un diálogo con Dios”. Así nos lo enseñaron cuando nuestra mente empezaba a configurarse y así nos quedó, porque es difícil formatear de nuevo el cerebro. Pero con el mayor respeto y sin el menor ánimo blasfemo, yo me pregunto: ¿con qué Dios puedo dialogar en mi plegaria? Porque según me enseñaron, tengo varias opciones:

---El “Jesusito de mi vida que eres niño como yo”. Ése mucho no me sirve ahora porque ya no soy niño.

---El Dios Padre, severo cual padre terrenal que va a pedirme cuentas al final de mis días. Poco me anima ahora a decirle nada.

---El Dios creador que nos hizo humanos y a la vez inhumanos, capaces de las mayores crueldades. No sé en conciencia que decirle porque no entiendo en absoluto una tal forma de proceder.

---El Dios padre y madre a la vez, todo bondad y ternura al cual ahora nos dicen que Jesús llamaba Abba. Tampoco me sirve porque éste no se predicaba en mi tiempo, allá por los años del nacionalcatolicismo, de modo que me llegó tarde y no me viene su imagen a la mente en el momento de alzar mi corazón en plegaria.

---El Dios providente, ese que no sacará el hambre de África por más que se lo pidamos, como señalaba un conocido teólogo de avanzada y todo el mundo no creyente sabe. Sin comentarios.

¿Cuál de ellos elegir para mi plegaria? ¿Cómo elegir una de esas imágenes divinas sin entrar en profunda contradicción con las demás y con la propia conciencia?

Difícil, verdaderamente difícil. Pero si no encuentro ninguna imagen de Dios que me anime al diálogo, ¿cómo hacer para abrir el corazón de par en par a la bondad, la caridad, la misericordia, la fraternidad, la solidaridad, la paz, la justicia equitativa, el amor que me mueve a sentirme hermano de todos los seres humanos? ¿Tengo acaso que renunciar a mi plegaria?

No, no me parece razonable abandonar la vida interior por una simple cuestión de imaginario. Mejor me parece dejar de lado tanto dogma, tanta cabriola mental y tanta jerga arrogante y excluyente, porque no es necesaria doctrina alguna para postrarse y cultivar el corazón humanamente. Si hay un Dios causa y origen de todo lo creado, fue él quien nos dio la capacidad de pensarle de mil y una formas diferentes; pero también la de crecer humanamente sin pensarle, tan sólo contemplando con la mente lo que en términos creyentes pudiera denominarse “sus caminos”.


Pepcastelló

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