martes, 13 de enero de 2009

Mitos i falacias

Pepcastelló

Desde muy antiguo es sabido que el ser humano se mueve a golpe de corazón. Que a golpe de corazón amamos, odiamos, envidiamos, codiciamos... Nadie se libra de los latidos de esa metafórica víscera y de las consecuencias que conllevan, buenas o malas para propios y ajenos, pero siempre por encima de toda razón.

El corazón ajeno es, por su gran poder para determinar conductas, el más frecuente objetivo de todas nuestras acciones. Ganarlo para ponerlo de nuestra parte o destruirlo emocional o físicamente cuando esa captura previa no es posible suele ser un impulso común a muchos seres humanos. Y a ese fin de captura o destrucción se ha aplicado con gran esfuerzo el intelecto a lo largo de los tiempos. Las religiones mitificando y sacralizando cuanto útil para ese menester hallaban en su entorno. Los regímenes autoritarios imponiendo su visión del mundo y de las relaciones humanas, casi siempre por la simple razón de la fuerza, y no pocas veces con la colaboración de líderes religiosos del más variado orden.

Durante siglos, quienes pretendieron ganarse el corazón de la gente para poder controlar su conducta por vía afectiva echaron mano de mitos y de símbolos, conscientes de que ellos son inherentes a la naturaleza humana y expresan sus anhelos más profundos. Pero como no siempre ese afán de control respondía a intenciones desinteresadas, quienes a él se aplicaban no tuvieron demasiados escrúpulos en pasar del mito a la falacia. Y así se dictaron en el mundo, siempre con a ayuda de la fuerza que en su propio beneficio ejercían los poderosos, preceptos y dogmas que nada tienen de humanos.

El término corazón está hoy en desuso. Queda casi como recuerdo ancestral de épocas aparentemente menos racionales que la presente. Pero el procedimiento para controlar las masas siguen siendo, al igual que hace cientos de años, el asedio emocional que culmina con la captura afectiva de los individuos. Y así vemos con pesar como ha sido secuestrado todo pensamiento liberador, toda sabiduría, por las instituciones de poder de todo orden, políticas y religiosas o ambas cosas a un tiempo; como permanece cautiva la utopía en los lazos de quienes dicen propagarla; como han sido perversamente torcidas las enseñanzas de los grandes maestros, entre ellos Jesús de Nazaret; como la más cínica mentira prevalece por doquier sobre la verdad; como triunfan los lobos disfrazados de cordero...

La mayor parte de la población que goza hoy de un estatus suficiente en nuestra opulenta civilización occidental cristiana vive con la conciencia anestesiada por un constante bombardeo emocional que le libra de sentir culpa alguna ante las injusticias que aseguran su bienestar. En esa misma línea hay que apuntar el embeleso religioso, que hace del culto un fin en sí mismo. Y por más que ya hace siglos resonó en el mundo judío la advertencia del profeta de que no era culto lo que Dios quería sino misericordia, los estamentos religiosos nunca hicieron caso. ¿Para qué, si un cambio como ése iba en su contra?

Desde esta perspectiva ex-creyente, ex-católica y ex-religiosa desde la cual quien esto escribe contempla a ese colectivo que se autodenomina Iglesia no es fácil entender la actitud que ésta adopta ante el cúmulo de tristezas que afligen al mundo. Podemos entender humanamente los motivos de todo orden que laten en los corazones de esos millones de almas que se cobijan espiritualmente, cuando no también materialmente, bajo la cúpula de San Pedro. Podemos entender la ceguera mental que tuvieron en otros tiempos ya pretéritos las pobres gentes de eso que denominamos pueblo creyente. Pero en modo alguno podemos aceptar su actual conducta, el consentimiento que con su silencio cómplice dan hoy a quienes la lideran, teniendo como hoy se tiene la debida información y el nivel de conocimiento necesario para reflexionar.

Resulta doloroso, muy doloroso, llegar a la conclusión de que ninguna otra organización humana de cuantas se hallan en nuestro entorno puede suplir la función de desvelar conciencias que debiera desempeñar esa Iglesia que dice ser seguidora de Jesús, pero a la cual, con toda la pena que nos cabe en el alma, no podemos ver sino como falaz e interesada.

Jesús dio testimonio con su vida de cuanto creía y predicaba. La Iglesia lo denominó Cristo e hizo de él un símbolo. Pero ahora utiliza ese símbolo como objeto de culto para adormecer conciencias y captar por vía emocional corazones y afectos hacia sí misma, no hacia los valores que Jesús predicaba.

Si desde una perspectiva humana una tal conducta es inaceptable, ¿cómo puede ser aceptada desde una perspectiva cristiana? Solamente si el cristianismo ese del cual abominamos consiste en seguir a la Iglesia en vez de seguir al Jesús que nos roba el corazón cuando lo vemos a través del Evangelio.


Pepcastelló

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