Cuento de Eduardo Pérsico.
Mi viejo y tres amigos armaban la tipografía y en una antigua Minerva imprimían unos volantes a repartir lejos del barrio. Una tarde que entramos al taller con el mate y las medias lunas, los cuatro buscaban resumir que el enemigo nos llenaba a cada uno de egoísmo, un arma impiadosa con la solidaridad. Sin esquivar alguna broma, entre ellos llevaría su tiempo conjugar con brevedad la idea y al irnos mi madre les cuestionó el término enemigo, por estridente. Ella prefería que cada renglón fuera una voz de papel y no panfletos estilo ‘madrugada y fábrica sería lindo si nos explotaran menos’. Y menos en época de condecoradas arengas, advertencias a la población y aguas revueltas que exigían hablar en un murmullo.
Hincar los dientes sobre el hueso del tiempo puede ser un ejercicio que aterra y atrae a la vez, que dicho así suena a retórica sentenciosa pero es un modo de empezar. Más bien, mis primeros rastros parecieran diluidos en su índole, estribaciones de la memoria o cadencia condenada en sí misma; aunque podría ser la voz sin después de mi madre, furtivo rescate que se esfuma sin retorno o el cosquilleo que sorprendiera mi mano en la inicial caricia al lomo de un caballo. Aunque de aquel recuerdo dudo bastante por parecerme una desvaída rememoración recibida en la sangre; mis padres habitarían rumor de caballadas, chasquidos de rebenque, ecos de inundaciones suburbanas y silbos vigorosos de trasnochados compadres. Ellos venían de raíces que se iban licuando, inexorables, aunque aún defendían cada palabra de acercarse al resto de la gente. Y así mi viejo compartía con tres o cuatro ‘el tiempo superado es una sombra astuta como una desmemoria de sumergidas lluvias, una intuición apenas de ronda planetaria, cegadora de rostros borradora de nombres’.
Yo hubiese preferido que mi viejo no muriera en un hospital por una angina cualunque, pero y al fin de tanto repaso, entre mis primeros recuerdos brilla un tren allá abajo con sus ventanillas iluminadas en el corazón de una noche lluviosa y mis ojos reinventando aquella imagen tras la ventana de mi casa. ¿Y cómo era aquel rincón del mundo costeado por las vías, mi lugar cuando pibe sin vereda de enfrente? Un recuerdo difuso, pero en la escena brilla un tren chocante sobre sí al arrancar, y luego sus vagones serían veloces fotogramas a esfumarse cual un barco en enigmas de penumbra. Y esa escena cautivando mis ojos tendría un prisma diferente en el asombro, y alumbraría mejor ese muestrario fantasmal de seres infecundos, de rostros ausentes y doblemente solitarios en el silencio de voces humanas en los trenes de la madrugada. Cuerpos llevados por la noche como rehenes de un destino inviolable y al ser uno más, comprendí mejor las voces de papel de mi padre y sus tres camaradas que se llevaron las aguas revueltas del setenta. Tipos dispuestos a imprimir ‘los últimos serán los primeros en morirse de hambre’, y ‘el mejor negocio de los ricos es una pelea entre los pobres’.
Mi madre, fervorosa de la moderación apreciaría ‘al entender que éxito y egoísmo son sólo sueños de trapo, ya habremos perdido la última sonrisa’, una oración que para mi viejo y sus amigos ya era una moralina frente a los ataques y escondites del enemigo, dentro de nosotros mismos. (junio 2009)
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Eduardo Pérsico, escritor, nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
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Comentarios y FORO...
Mi viejo y tres amigos armaban la tipografía y en una antigua Minerva imprimían unos volantes a repartir lejos del barrio. Una tarde que entramos al taller con el mate y las medias lunas, los cuatro buscaban resumir que el enemigo nos llenaba a cada uno de egoísmo, un arma impiadosa con la solidaridad. Sin esquivar alguna broma, entre ellos llevaría su tiempo conjugar con brevedad la idea y al irnos mi madre les cuestionó el término enemigo, por estridente. Ella prefería que cada renglón fuera una voz de papel y no panfletos estilo ‘madrugada y fábrica sería lindo si nos explotaran menos’. Y menos en época de condecoradas arengas, advertencias a la población y aguas revueltas que exigían hablar en un murmullo.
Hincar los dientes sobre el hueso del tiempo puede ser un ejercicio que aterra y atrae a la vez, que dicho así suena a retórica sentenciosa pero es un modo de empezar. Más bien, mis primeros rastros parecieran diluidos en su índole, estribaciones de la memoria o cadencia condenada en sí misma; aunque podría ser la voz sin después de mi madre, furtivo rescate que se esfuma sin retorno o el cosquilleo que sorprendiera mi mano en la inicial caricia al lomo de un caballo. Aunque de aquel recuerdo dudo bastante por parecerme una desvaída rememoración recibida en la sangre; mis padres habitarían rumor de caballadas, chasquidos de rebenque, ecos de inundaciones suburbanas y silbos vigorosos de trasnochados compadres. Ellos venían de raíces que se iban licuando, inexorables, aunque aún defendían cada palabra de acercarse al resto de la gente. Y así mi viejo compartía con tres o cuatro ‘el tiempo superado es una sombra astuta como una desmemoria de sumergidas lluvias, una intuición apenas de ronda planetaria, cegadora de rostros borradora de nombres’.
Yo hubiese preferido que mi viejo no muriera en un hospital por una angina cualunque, pero y al fin de tanto repaso, entre mis primeros recuerdos brilla un tren allá abajo con sus ventanillas iluminadas en el corazón de una noche lluviosa y mis ojos reinventando aquella imagen tras la ventana de mi casa. ¿Y cómo era aquel rincón del mundo costeado por las vías, mi lugar cuando pibe sin vereda de enfrente? Un recuerdo difuso, pero en la escena brilla un tren chocante sobre sí al arrancar, y luego sus vagones serían veloces fotogramas a esfumarse cual un barco en enigmas de penumbra. Y esa escena cautivando mis ojos tendría un prisma diferente en el asombro, y alumbraría mejor ese muestrario fantasmal de seres infecundos, de rostros ausentes y doblemente solitarios en el silencio de voces humanas en los trenes de la madrugada. Cuerpos llevados por la noche como rehenes de un destino inviolable y al ser uno más, comprendí mejor las voces de papel de mi padre y sus tres camaradas que se llevaron las aguas revueltas del setenta. Tipos dispuestos a imprimir ‘los últimos serán los primeros en morirse de hambre’, y ‘el mejor negocio de los ricos es una pelea entre los pobres’.
Mi madre, fervorosa de la moderación apreciaría ‘al entender que éxito y egoísmo son sólo sueños de trapo, ya habremos perdido la última sonrisa’, una oración que para mi viejo y sus amigos ya era una moralina frente a los ataques y escondites del enemigo, dentro de nosotros mismos. (junio 2009)
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Eduardo Pérsico, escritor, nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
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