Por Alberto Mayol *
Cicerón dijo que la historia es maestra de la vida. Desde entonces no pocas veces miramos el pasado para reconocer el presente. No es infrecuente, en cualquier caso, la aparición de algún profeta que traiga una buena nueva, usualmente revestida de mesiánica belleza o de pobre petulancia. Esas buenas nuevas son, en política, nuevos modelos, nuevos métodos, nuevos caminos; presentados ante el respetable público como el último desarrollo o evolución de la luz sobre la oscuridad. Sin embargo, la historia es porfiada y normalmente, con sólo sacar algo de polvo, las cosas están ahí, con toda su flagrante obviedad, con sus ya fracasados derroteros y con sus (normalmente tibias) exitosas conquistas.
El arribo de Mauricio Macri a la Presidencia de Argentina ha sido caracterizado como el aterrizaje de una forma de gobernar que bien puede ostentar el rótulo de “CEOcracia”, según la nota de Alfredo Zaiat en Página/12. En referencia al gobierno de los Chief Executive Officer, esos altos ejecutivos de grandes empresas cuyo mérito está marcado por la gestión de recursos. La lista de nombres que acompañarán la travesía de Macri en el gobierno, provenientes del mundo de la empresa, es larga. Pero es, antes que nada, una señal de lo que, en la misma nota, el sociólogo Gabriel Vomarro llama el arribo de la concepción económica dominante cuya premisa es la centralidad del mercado y los actores privados en la economía.
La historia reciente de Chile tiene una experiencia prácticamente idéntica a la que ahora emprende Macri. Una experiencia ya iniciada, ya desarrollada, ya finalizada y ya fracasada. En 2010 asumió el mandato un presidente de la República en Chile, Sebastián Piñera, proveniente del mundo empresarial (como Macri), propietario del más popular equipo de fútbol del país (aunque Macri fue presidente de Boca Juniors y no propietario, el fondo de inversiones que creó lo tenía a él como uno de sus principales inversores) y férreo defensor de la aplicación de criterios de la empresa privada en el aparato estatal (como Macri). Incluso Piñera creó una unidad de modernización del Estado, donde explícitamente se señalaba la necesidad de tratar a los ciudadanos como clientes.
El proyecto de Piñera fue claro: llegaba lo que llamó la “nueva forma de gobernar”, donde el uso de criterios técnicos (eficiencia, eficacia) por sobre los políticos debía primar para garantizar excelencia. Fue así que convocó un gabinete de ministros considerados muy exitosos, grandes ejecutivos y hasta propietarios de grandes fortunas, quienes aceptaron transitar a lo que ellos llamaron “escuálidos salarios” del sector público (aun cuando sean 20 veces o más el ingreso mínimo) para transformar la profecía en realidad.
El resumen es muy claro y procuro no cansar con el listado al público argentino, para quienes estos nombres no tienen familiaridad. Pero desgraciadamente es importante ilustrar el punto: Felipe Larraín, ministro de Hacienda, fue miembro del directorio de la principal sociedad del grupo económico Angelini (3 en tamaño del país), además de otros directorios. Cristian Larroulet (Secretaría General de la Presidencia) y Joaquín Lavín (ministro de Educación) habían sido fundadores de la Universidad del Desarrollo, entidad privada que aun cuando no tenía derecho a retiro de utilidades, lo hizo según confesión televisada del mismo Lavín. El ministro de Minería nombrado fue Laurence Golborne, ex ejecutivo (y principal ejecutivo) del grupo Cencosud (Jumbo, Easy, entre otras empresas). El subsecretario de Minería (de Golborne) fue Pablo Wagner, quien venía del grupo empresarial Banmédica, propietario de clínicas y seguros de salud; grupo empresarial derivado del holding Penta, con banco e inversiones mineras añadidas. El ministro de Deportes fue Gabriel Ruiz Tagle, proveniente de la Sociedad Anónima Blanco y Negro, controladora del club Colo Colo y ex propietario de una importante empresa papelera. Alfredo Moreno, en Relaciones Exteriores, tuvo una amplia experiencia como director de Banco de Chile y Falabella, dos de las empresas más grandes del país. Camila Merino, ministra del Trabajo, fue ejecutiva por más de una década en SQM (minería no metálica) y accionista de la cadena de farmacias FASA. Juan Andrés Fontaine en el ministerio de Economía, había sido hombre de confianza del principal grupo económico en Chile (Luksic). También participó del directorio del Banco Santander-Santiago, la constructora Besalco, el grupo Mall Plaza y la generadora de electricidad Endesa. Teodoro Ribera, ministro de Justicia, era propietario de la sociedad controladora de la Universidad Autónoma de Chile, también privada y con una sorprendente expansión en pocos años.
Estos son algunos de los nombres vinculados al sector privado en el gobierno de Sebastián Piñera. La experiencia fue desastrosa: las denuncias por conflictos de interés arreciaron, no solo como problema moral, sino incluso como cuestión judicial. Y los escándalos empresariales que han ido estallando en Chile terminaron salpicando al gobierno, no solo en ese instante, sino de modo constante y hasta el día de hoy. De hecho, en la actualidad, dos funcionarios aquí nombrados (Wagner y Ruiz Tagle) se encuentran en distintas etapas de procesos judiciales por sus acciones públicas y privadas. Wagner tiene una alta probabilidad de terminar no solo con una condena, sino incluso con una pena de privación de libertad. Los conflictos de interés, es decir, casos relevantes donde los ministros debían resolver asuntos que tenían relación con sus anteriores empresas (e incluso con las empresas donde todavía eran propietarios); implicaron un enorme desgaste para Piñera. El mismo Presidente fue denunciado por no vender sus acciones en varias empresas reguladas a tiempo y asumir el cargo con ellas en sus manos (LAN, Chilevisión).
La aparición de los CEOs en el gobierno de Piñera implicó dos fenómenos altamente corrosivos para su gestión: el conflicto permanente entre el criterio técnico y el político, por un lado; y las dificultades de puesta en escena de autoridades “neutrales” frente a casos donde sus intereses estaban ostensiblemente en juego. Es decir, hubo conflictos entre miembros del gobierno por quién y cómo se impone el criterio; y hubo conflictos de las autoridades específicas con su propio pasado o presente, inoculando así incompetencias obligatorias en ciertas temáticas y sospechas de la población. ¿El resultado? La desconfianza en el modelo político aumentó radicalmente y la desconfianza en las empresas privadas hizo lo propio, al punto de crisis de legitimidad de la elite. Las condiciones de legitimidad de la elite se disolvieron en la medida en que el poder político y el económico fueron indistinguibles. Hoy Chile vive una crisis de la elite que no se hubiera precipitado con el dinamismo acontecido si la ritualidad política hubiese intentado, al menos, maquillar sus vínculos con el dinero. La política moderna no ha sido capaz consistentemente de domesticar la economía y ha operado con hipocresía (“debemos separar el poder político del dinero” decían, mientras hacían lo contrario). La política propuesta por Macri (y ya aplicada por Piñera) es el paso de la hipocresía al cinismo (“el poder político y el económico es lo mismo, y qué” se nos dice, transformando nuestra corrosiva sospecha en violenta certeza). Es un paso del vicio al horror y del horror a la complacencia. La política como representación de la ciudadanía ya ni siquiera pasa de anhelo a teatralización, sino mucho peor; de teatralización a burlesque. Pero la ausencia de profundidad desgasta ese capital que para los políticos actuales es incomprensible: la legitimidad. La compra del político por el empresario convertida en divertimento público y prostitución productivista del rentismo de un empresario ávido de caminos cortos, es un espectáculo que se desgasta con facilidad.
Creer en el espíritu tecnocrático da para los años noventa y sus experimentos en pleno fin de la historia. La fe en los ingenieros para conducir la sociedad tiene muchos años, algo de ello hay en Platón y todo de ello en Moro, Saint Simon o Comte. Después de la crisis de 2008, donde los economistas no vieron la crisis (o la ocultaron, pues estaban en el negocio de especular) y donde las evaluadores de riesgo dijeron que ciertas acciones eran tan ciertas como una barra de oro, cuando no eran nada; pues bien, después de esa crisis, decir que la economía y las técnicas administrativas son la panacea de una política exánime, es no solo ingenuo, sino además obtuso y peligroso. Por de pronto, habrá que recordarle a Mauricio Macri que en Chile, el gobierno de los expertos tuvo problemas año tras año para ejecutar el presupuesto. Y habrá que recordarle un caso emblemático sobre el fracaso de los técnicos y su promesa: para 2012 correspondía el Censo nacional y el gobierno prometió que conoceríamos “el mejor censo de la historia”. Allí la capacidad ejecutiva podría ser visible para todos, cambiando radicalmente la forma de realización, sin necesidad de decretar un día festivo, realizándose sin voluntarios, sino profesionalmente. El resultado fue lamentable. El mismo Piñera se percató, al dar la cifra de población, que no podía estar correcta de acuerdo a las proyecciones básicas realizadas con anterioridad. Y los problemas no acabaron ahí. Se nombró una comisión que evaluara las medidas a tomar para arreglar los problemas. La Comisión Externa sugirió repetir el Censo, no arreglarlo.
El déficit de los grandes ejecutivos no acabaron en lo técnico. Fueron mucho peores en la dimensión política. Habrá que avisarle al nuevo presidente argentino que esos grandes ejecutivos chilenos fueron incapaces de enfrentar negociaciones simples que se transformaron en heridas purulentas para el gobierno (movimiento de Aysén, negociación con rectores de universidades en pleno movimiento estudiantil, movimiento contra planta procesadora de cerdos, movilización por una construcción de termoeléctrica). Para decirlo sismológicamente (en Chile eso importa), que las autoridades recibían un sismo grado 1 y devolvían mágicamente uno grado 8. De hecho, desde su mismo gobierno, Sebastián Piñera fue criticado por su incompetencia política al haber utilizado hombres del mundo empresarial. Diversas crisis políticas obligaron a Piñera a nombrar políticos avezados e ir sacando lentamente a muchos de los ejecutivos.
El gobierno de Piñera terminó con la derecha chilena no solo derrotada electoralmente, sino con el peor resultado electoral de toda la transición y, peor aún, con el menor poder que ha conocido desde los años sesenta. La herencia de articulación de poder del experimento de altos ejecutivos al mundo público fue un fracaso rotundo. Ya lo hemos visto Mauricio Macri, ya sabemos de qué va el asunto, ya sabemos los resultados: los ejecutivos no funcionan en la política, su reino no es de ese mundo.
* Académico de la Universidad de Santiago de Chile.