Por Edgardo Mocca
Rápidamente pasó al olvido el episodio, casi nadie lo recuerda. Al asumir, Mauricio Macri cometió un “error”: juró ejercer el gobierno con “honestidad” en lugar de comprometerse, según la prescripción constitucional, a hacerlo con “patriotismo”. La diferencia tiene un enorme significado, ni más ni menos que el de poner la moral individual en el lugar de la política. Es una diferencia con un evidente tufillo de marketing político, del mismo orden que la que recorrió toda la retórica del proceso de construcción del primer partido de derecha nacional con capacidad de alcanzar el poder por vía electoral de la historia argentina de los últimos cien años. Para no tener dudas de la centralidad que tiene esa inflexión antipolítica en el discurso conservador, alcanza con prestar atención al hecho de que la derecha se niega a reconocerse como derecha; en las últimas décadas logró un extraordinario triunfo cultural que consiste en el auge del pensamiento posmoderno que coloca la histórica contradicción entre derecha e izquierda en el lugar de residuo de un lenguaje del pasado. Logró, incluso, que un importante sector de la tradición política e intelectual de izquierda aceptara el diagnóstico del fin de las ideologías y se reconociera “más allá” de esa contradicción.
La honestidad puesta en el lugar simbólico y constitucional que pertenece al patriotismo significa la propuesta de una manera en que el gobernante aspira a ser juzgado; es decir, no por los resultados prácticos de su acción sino por el impulso intencional que las anima. Y este impulso no está en la patria, en la polis, sino en la correspondencia interna entre la moral individual del sujeto que la enuncia y el modo en el que actúa. Lo público se sustrae así a la deliberación colectiva, al choque de espadas entre proyectos e ideas de país para recluirse en la esfera de la propia subjetividad. ¿Cómo se fundamenta semejante giro antipolítico? ¿Cómo puede merecer la simpatía que sin duda tiene y que es el fundamento último de su uso como arma de disputa ideológica? Los años del neoliberalismo, que en nuestro país arrancan en la noche dictatorial aún cuando la denominación no estuviera de moda, son la época de una relectura radical de la historia moderna, que pasa a interpretarse como el fracaso inevitable de las experiencias revolucionarias y la denuncia de sus mitos fundadores como sustento ideal del totalitarismo. El telón de fondo mundial es la crisis de la experiencia socialista y el derrumbe final de la experiencia soviética. En la experiencia de nuestro país y de muchos otros, la religión “antitotalitaria” se alimenta, un poco paradójicamente, con el balance de una enorme derrota popular en los años setenta y del salvajismo terrorista de la última dictadura. El código bastante simple del mensaje es: la creencia en una política transformadora y en la posibilidad de que el Estado pueda pensarse como su herramienta principal engendra el monstruo del autoritarismo burocrático y potencialmente criminal.
Desde el final de la dictadura y la reconquista de la libertad política hasta el año 2001, el relato único de la identificación del Estado con el autoritarismo, la burocracia y la corrupción funcionó con envidiable eficacia. Absorbió las fuerzas de las denuncias de la barbarie dictatorial y la consecuente demanda de libertades y derechos individuales y las colocó al servicio de una visión del mundo funcional a su reorganización neoliberal. No le faltaron voces de centro-izquierda que le dieran riqueza al coro, seducidas por la idea de un mundo “posnacional” y, en última instancia, “pospolítico”. Los estados pasaban a ser divisiones administrativas de segundo orden, los partidos políticos unas oficinas públicas encargadas de armar boletas electorales para organizar el voto, los sindicatos frenos a la expansión de la libertad de los individuos o, en el mejor de los casos, administradores de relaciones laborales privadas de todo significado social. Es un mundo en el que la política desaparece o toma la forma de competencia táctica y publicitaria por ocupar posiciones del estado al servicio de intereses individuales y de grupo.
La honestidad es la fórmula perfecta de la despolitización. Presupone la existencia de un decálogo de normas de comportamiento válidas para cualquier tiempo y lugar, y completamente divorciadas de cualquier horizonte colectivo que no sea el deseo de no ser molestado por el Estado. El gran fetiche conceptual de esta ideología es la corrupción. Un fenómeno que, según se dice, existe porque existe el Estado y la política y solamente crece en las oficinas públicas y en el mundo de los partidos y las asambleas representativas. En la historia nacional, particularmente durante el siglo XX, la apelación liberal a la lucha contra la corrupción como herramienta de la despolitización tiene un lugar central. Puede comprobarlo cualquiera que recorra las proclamas “revolucionarias” que prologaron la intervención militar en nombre de las clases dominantes: en todas ellas puede encontrarse la denuncia de la corrupción casi necesariamente asociada a las experiencias que en mayor o menor medida pusieron en duda los privilegios oligárquicos. En las épocas dictatoriales, la entrega del patrimonio nacional, el despojo de las clases populares y la represión más brutal fueron ejecutadas con toda honestidad, es decir sin poner en cuestión las normas de conducta concebidas como válidas por los poderosos de la sociedad. Ya en democracia asistimos a privatizaciones, desregulaciones, aperturas, megacanjes y blindajes que llevaron al país a su momento más lamentable y llenaron muchos bolsillos honestos pero que no merecieron de los ideólogos dominantes ningún cuestionamiento moral.
A diferencia de otras circunstancias este nuevo ciclo de la antipolítica neoliberal no tiene detrás de sí una grave crisis, un caos social que funde un “renacimiento moral” de la nación. Gran parte del esfuerzo del actual gobierno y del bloque político-social que lo sostiene se dirige a la creación de un relato, algo así como la “leyenda negra” del kirchnerismo capaz de construir esa interpretación que la experiencia social de estos años no autoriza. No habrá que sorprenderse si el sector del aparato judicial en manos de los poderosos se dedica a alimentar esa leyenda y a reemplazar el debate público sobre las políticas del macrismo con escándalos cuya construcción social constituye una especialidad de la casa de los oligopolios comunicativos, constituidos en el sitio de administradores del juicio sobre la honestidad de las personas públicas. El patriotismo –la palabra excluida del juramento– debe, por su parte, ser reservado para ciertas ceremonias escolares y algún sermón religioso del 25 de mayo. Conviene reducir su circulación porque evoca ciertos compromisos y forma parte de cierta visión del mundo que debe ser condenada a sobrevivir solamente entre sectarios y nostálgicos de otras épocas. Trae a la conciencia nociones como patrimonio nacional, defensa de la soberanía, desarrollo independiente y otras de parecida resonancia. Nos habla de un mundo “que ya no existe”, de un mundo previo al gobierno incontestado del capital financiero, en el que detrás de la letra escrita de las leyes y las constituciones rigen las “leyes del mercado”, eufemismo que pretende esconder la primacía de los poderosos.
Sin embargo, el renacimiento de lo nacional, de lo patriótico, es uno de los signos característicos de esta etapa, en el país y en el mundo. Lo único importante que ocurre en el mundo, para bien y para mal, tiene que ver con las patrias y con los estados nacionales. Es cada vez más evidente que la decadencia de la soberanía de los estados en las últimas cuatro décadas que supo ser presentada como un signo de progreso de la humanidad después de las terribles guerras globales del siglo XX fue, al mismo tiempo, la decadencia de la democracia. Eso es lo que se está discutiendo hoy en Europa: se debate sobre las restricciones democráticas que supone el hecho de que gane quien gane las elecciones en cada país, las decisiones sobre la vida de millones de hombres y mujeres se toman en sedes burocráticas, independientes de la voluntad popular: la famosa troika conformada por el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y el FMI. Ese proceso ha puesto en crisis a los viejos partidos socialdemócratas acomodados a la era del fin de la política y ha permitido el surgimiento de nuevas fuerzas populares y patrióticas que disputan el poder en países como España, Grecia y Portugal. También desde la derecha fascista se explota el sentimiento nacional orientándolo hacia la xenofobia y el racismo. Lo nacional está en el fondo de la interminable crisis en Medio Oriente, sistemáticamente alimentada por la agresión imperial que se escuda en el cínico argumento de la lucha contra el autoritarismo de raíz religioso y desarrolla una espiral imparable de exclusión y violencia. Por supuesto América latina, y particularmente el sur de la región, es una animadora de esta etapa histórica; lo que el neoliberalismo daba por muerto o aconsejaba matar –el nacionalismo, las formas comunitarias ancestrales, las culturas avasalladas por la mercantilización capitalista– ha resurgido y constituye una clave central de la comprensión de las grandes tensiones políticas a las que hoy asistimos en la región.
Por eso, decir honestidad donde debe decir patriotismo no es un furcio. Es un programa. El programa de la reinstalación del país en el mundo feliz del neoliberalismo, el mismo que impugnamos cuando en 2001 estuvo a punto de provocar la disolución de nuestra comunidad política. Ese proyecto jugará su viabilidad entre nosotros en los próximos tiempos.