Rafael Fernando Navarro
Europa, hipócrita ella, pretende simplificar la inmigración reduciendo el tema a un aspecto meramente laboral. Los ricos nunca diagnostican. Se desinteresan de las causas y constatan. Y la constatación es una vergonzante descripción sin matices ni perfiles claros. Atribuyen la culpa de la pobreza a los pobres y tranquilizan así sus conciencias sintiéndose gloriosos constructores de su riqueza.
Pero la inmigración es ante todo un problema humano. Cada hombre es él y sus raíces. Y en esas raíces se gesta la circunstancialidad histórica sobre las que deviene como unidad, unicidad e irrepetibilidad. El desarraigo encierra una ruptura que paraliza la sabia vertebral y lo convierte en mera postura parapléjica.
La inmigración sin referencia explícita y primera al factor humano es puro mercantilismo. No importan el hambre, las condiciones de vida, la sanidad, el analfabetismo. No importa sobre todo la muerte como consecuencia de la miseria. Por el contrario, la muerte es una ayuda positiva a la estadística.
A los países ricos se les llena la boca de solidaridad. Pero no están dispuestos a exterminar la situación miserable porque ello conlleva el reconocimiento de una culpabilidad, la confesión de complicidad con los factores productores del hambre y el desprendimiento de cierto bienestar propio en beneficio de la eliminación de las causas que la producen. El mundo rico sólo puede pensar en aumentar su propia riqueza y en consecuencia busca en el tercer mundo elementos productivos, rentables, capaces de redituar en sustancioso beneficio la inversión en salarios mínimos. La universalidad de los derechos humanos es en realidad propiedad privada de unos pocos. La contemporización de esos derechos con la opresión ejercida da lugar a eufemismos narcotizantes de conciencias deshumanizadas.
La tierra no es un derecho de todos los hombres. Se la han apropiado unos pocos y los demás sólo tendrán acceso a ella si los auténticos propietarios lo permiten. Tienen libertad de movimientos el capital, los países sometidos por dictaduras atroces pero con potenciales clientes de economía libre. Pero hay un veto de entrada a los desheredados. Están mal vistas el hambre, las epidemias. Carecen de un diseño elegante de Valentino como para sentarse en tre los que presencian el oscuro desfile del dinero.
La inmigración debe ser legal. ¿Pero quién define esa legalidad? ¿Los pobres? ¿Los de las manos vacías, los estómagos vacíos, las almas vacías? No. Son los ricos, sólo ellos, los que deciden la bondad o maldad de los que necesitan llegar a nuestras costas. Pueden venir sólo aquellos que son necesarios para cubrir unos puestos de trabajo que desprecian los poseedores del bienestar. Los otros deben acomodarse a su abandono, a su desesperación, a su muerte. La riqueza es así de selectiva.
No será legal el mar. Sólo las olas más hermosas.
Rafael Fernando Navarro
Comentarios y FORO...
Europa, hipócrita ella, pretende simplificar la inmigración reduciendo el tema a un aspecto meramente laboral. Los ricos nunca diagnostican. Se desinteresan de las causas y constatan. Y la constatación es una vergonzante descripción sin matices ni perfiles claros. Atribuyen la culpa de la pobreza a los pobres y tranquilizan así sus conciencias sintiéndose gloriosos constructores de su riqueza.
Pero la inmigración es ante todo un problema humano. Cada hombre es él y sus raíces. Y en esas raíces se gesta la circunstancialidad histórica sobre las que deviene como unidad, unicidad e irrepetibilidad. El desarraigo encierra una ruptura que paraliza la sabia vertebral y lo convierte en mera postura parapléjica.
La inmigración sin referencia explícita y primera al factor humano es puro mercantilismo. No importan el hambre, las condiciones de vida, la sanidad, el analfabetismo. No importa sobre todo la muerte como consecuencia de la miseria. Por el contrario, la muerte es una ayuda positiva a la estadística.
A los países ricos se les llena la boca de solidaridad. Pero no están dispuestos a exterminar la situación miserable porque ello conlleva el reconocimiento de una culpabilidad, la confesión de complicidad con los factores productores del hambre y el desprendimiento de cierto bienestar propio en beneficio de la eliminación de las causas que la producen. El mundo rico sólo puede pensar en aumentar su propia riqueza y en consecuencia busca en el tercer mundo elementos productivos, rentables, capaces de redituar en sustancioso beneficio la inversión en salarios mínimos. La universalidad de los derechos humanos es en realidad propiedad privada de unos pocos. La contemporización de esos derechos con la opresión ejercida da lugar a eufemismos narcotizantes de conciencias deshumanizadas.
La tierra no es un derecho de todos los hombres. Se la han apropiado unos pocos y los demás sólo tendrán acceso a ella si los auténticos propietarios lo permiten. Tienen libertad de movimientos el capital, los países sometidos por dictaduras atroces pero con potenciales clientes de economía libre. Pero hay un veto de entrada a los desheredados. Están mal vistas el hambre, las epidemias. Carecen de un diseño elegante de Valentino como para sentarse en tre los que presencian el oscuro desfile del dinero.
La inmigración debe ser legal. ¿Pero quién define esa legalidad? ¿Los pobres? ¿Los de las manos vacías, los estómagos vacíos, las almas vacías? No. Son los ricos, sólo ellos, los que deciden la bondad o maldad de los que necesitan llegar a nuestras costas. Pueden venir sólo aquellos que son necesarios para cubrir unos puestos de trabajo que desprecian los poseedores del bienestar. Los otros deben acomodarse a su abandono, a su desesperación, a su muerte. La riqueza es así de selectiva.
No será legal el mar. Sólo las olas más hermosas.
Rafael Fernando Navarro
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