lunes, 18 de diciembre de 2017

Intento fallido del independentismo catalán

Intento fallido del independentismo catalán

Es difícil saber hasta qué punto hay en el sector soberanista una conciencia realista acerca de la magnitud de su fracaso y de las dificultades que tienen delante
EUGENIO DEL RÍO

CARLOS ECHEVARRÍA
13 DE DICIEMBRE DE 2017
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¿Qué variedades de hombres y de mujeres prevalecen ahora en esta sociedad y en este período?¿Y qué variedades están empezando a prevalecer?¿De qué manera son seleccionados y formados, liberados y reprimidos, sensibilizados y embotados?C. Wright Mills
Las elecciones del próximo día 21 van a cerrar una etapa de la política catalana. Nadie ignora que ha concluido una operación política de grueso calibre. El independentismo catalán no renuncia a su razón de ser: la puesta en marcha de un proceso secesionista que, por una u otra vía, desemboque en la independencia de Cataluña. Quienes tienen este ideal están en su derecho cuando lo defienden. Pero la ofensiva que ha ocupado el último lustro ha fracasado; se abre un nuevo ciclo.
En el presente artículo consideraré algunos aspectos de la refriega de estos últimos años.
Un escenario asimétrico
Desde el despegue del independentismo en los últimos meses de 2012 y los primeros de 2013 se ha desarrollado un conflicto estrictamente asimétrico.
En un lado, el independentismo; una parcela de la sociedad catalana que ha recibido su impulso del nacionalismo tradicional, pero que lo ha desbordado con la agregación de muchas gentes que, sin proceder del nacionalismo, han optado por la reivindicación de la independencia.
Es una fuerza social, política, ideológica, cultural relativamente unificada –si bien atravesada por desacuerdos y tensiones entre las diversas fuerzas y dentro de cada una de ellas–, de derecha y de izquierda, socialmente transversal, muy organizada, con una extraordinaria capacidad de movilización, implantada en todo el territorio catalán, si bien comparativamente menos en los principales núcleos urbanos y más en las zonas menos pobladas del interior, identificada especialmente con la lengua catalana, y con unos niveles de renta superiores a los de la parcela de la sociedad no independentista.

El independentismo aspira a ser hegemónico en la sociedad catalana y tiene bastante camino recorrido en esa dirección.
Frente al independentismo se ha configurado un conglomerado o un espacio heterogéneo que está lejos de ser un bloque político, social o ideológico. Ahí se sitúa el Gobierno de España, que ha exhibido durante años una llamativa indolencia. Ahí están también los diferentes partidos no independentistas, así como la parte de la sociedad catalana que no desea la independencia.
A diferencia del independentismo, estos sectores sociales no disponen de un relato propio para cohesionarse, ni aparecen como un conjunto relativamente unificado, diferenciado, articulado. Durante los años de mayor iniciativa y crecimiento del independentismo –desde la última parte de 2012 y comienzos de 2013 hasta las dos grandes manifestaciones del 8 y del 29 de octubre pasados en Barcelona– han tenido una presencia pública muy tenue. Han votado a partidos no independentistas o se han abstenido pero no han sido nada activos ni se han dejado ver en la calle. 
Una peculiaridad del escenario en el que se despliega el conflicto es que ha operado un sistema de doble poder político cuyas piezas principales han sido, de un lado, el bloque socio-político e institucional del independentismo, con el Govern y la mayoría parlamentaria a la cabeza, y, de otro lado, el Gobierno español y los partidos no independentistas. La asimetría es muy pronunciada, debido a la distribución de competencias y de organismos, ubicados unos en Cataluña y los otros en buena medida fuera de ella.
De hecho, la contienda que se está librando tiene varias vertientes. Es una lucha entre dos poderes políticos, el del conjunto de España y el de Cataluña. Es también un pulso entre partes de la sociedad diferenciadas en cuanto a sus sentimientos de pertenencia nacional. 
Es característico de este conflicto que la demanda o el rechazo de la  independencia se presenta como la cuestión no solo central sino que ocupa la mayor parte del debate político hasta el punto de que otros problemas como los concernientes al régimen laboral, al desempleo, a los servicios sociales, a la política económica, a la Unión Europea u otros quedan relegados. Durante los últimos cinco años todo ha quedado subordinado a esta cuestión. Por lo demás, en el independentismo no hay un proyecto social. No podría haberlo, en cualquier caso, dada la heterogeneidad socio-económica de quienes lo integran. 
Bazas relevantes
El independentismo cuenta con bazas poderosas. 
Una de ellas es una amplia red de organizaciones diversas: la Assemblea Nacional Catalana (ANC), el Òmnium Cultural, el Partit Demòcrata Europeo Catalá (PDeCAT), Esquerra Republicana, la Candidatura d’Unitat Popular (CUP)… por no contar la asociación de alcaldes independentistas, las agrupaciones de profesionales favorables a la independencia (enseñantes, abogados, bomberos, ingenieros, etc.), las redes de la Iglesia católica y tantas asociaciones locales. Es una parte de la sociedad catalana organizada, amplia y muy activa en las movilizaciones.
Otra es el Govern de la Generalitat, con sus recursos humanos y financieros; y la capacidad que todo ello confiere al independentismo para actuar sobre la sociedad catalana. Gracias a esas posiciones institucionales fue posible la extensa implantación en la sociedad de las ideas nacionalistas que promovió desde el comienzo el Govern  de Convergència i Unió entre 1980 y 2003. Las instituciones estatales autonómicas han sido un factor determinante en la construcción nacional catalana. El poder político catalán empleó sus recursos para propiciar una labor de recatalanización, aunque, como se ha podido comprobar reiteradamente, el éxito en este empeño, con ser importante, no fue total, y ha pervivido una distinción de campos a lo largo de décadas.
El nacionalismo, que ha sido tan decisivo en el despegue y desarrollo del independentismo, nació, además, con otro punto a su favor: fue perseguido por el franquismo. Esto le confirió una legitimidad que contribuyó a asentar su prestigio tras la reforma política. Este prestigio se extendió entre gentes de izquierda dentro y fuera de Cataluña, lo que es bastante raro en Europa occidental.
El independentismo se ha servido de banderas de innegable eficacia: en su representación de la realidad personifica la democracia: su delito es querer que la gente vote, frente a la negativa del Gobierno de Rajoy; sus movilizaciones son pacíficas, a diferencia de la acción del Gobierno español que las reprime violentamente; las instituciones se limitan a cumplir el mandato popular; se encarcela a los dirigentes por sus ideas; etc.
A lo largo de estos años ha fidelizado a un electorado de grandes dimensiones y, en términos generales, ha consolidado su campo de influencia política.
La iniciativa del independentismo ha logrado polarizar a la sociedad catalana, poniendo en dificultades al PSC y también a CiU y a UDC, y, más recientemente, a Catalunya en Comú-Podemque no encaja bien en esta acusada polarización.
Un horizonte mítico  
En las semanas anteriores al 1 de octubre me vino a la mente Georges Sorel. El nudo táctico de la operación secesionista, esto es, el binomio referéndum—declaración unilateral de la independencia (DUI), me llevaba a pensar en la concepción soreliana de la huelga general. Esta era a la vez la puerta que abría un nuevo mundo de posibilidades, cuya mención trasciende a los individuos y los une en un propósito compartido: una fórmula simple que condensa una gran aspiración, la promesa de alcanzar el ideal, en este caso además con suma rapidez.
“Hay que juzgar los mitos –escribió Sorel– como medios para actuar sobre el presente. (…) Ofrecen un aspecto de realidad plena a las esperanzas de acción próximas…”. Su mito era la huelga general, que, afirmó, “contiene entero el socialismo”. “El lenguaje no podría bastarse para producir esos resultados de forma segura; hay que servirse de conjuntos de imágenes capaces de evocar en bloque y por la mera intuición, antes de cualquier análisis elaborado, la masa de sentimientos que corresponden a las diversas manifestaciones de la guerra emprendida por el socialismo contra la sociedad moderna” (Réflexions sur la violence, 1906, París-Ginebra, Slatkine, 1981).
En este caso no se trata del socialismo, ciertamente, sino de la independencia, portadora de las más ambiciosas promesas. Su reivindicación ha unido voluntades, ha movilizado, sobre el pedestal de unas  esperanzas poderosas.
El programa de Junts pel Sí para las elecciones del 27 de septiembre de 2015 había hecho acopio de las más estimulantes expectativas. La independencia, a la que se podría llegar pronto y de forma más bien sencilla, vendrá cargada con un caudal deslumbrante de bienes. Muchas de las ideas que siguen proceden de aquel programa, que venía a servir también como una suerte de argumentario. En muchos aspectos coincide con la Full de Ruta 2014-2015 de la ANC. 
“Cataluña tiene unas capacidades superiores a las de España. Podría ir mejor si fuera una república independiente, liberada del lastre español”. “El Estado español ha negado toda posibilidad a Cataluña para seguir progresando como nación”. “Cataluña puede ser un país diferente, capaz de afrontar los retos de la modernidad y las aspiraciones de su ciudadanía sin las limitaciones que se derivan de la pertenencia a un Estado hostil”.
“La mayoría de los indicadores económicos demuestran la capacidad de Cataluña para situarse en vanguardia del progreso económico, no solo a escala europea, sino también mundial”.
“Está a nuestro alcance conseguir ‘un país más próspero, más equitativo, más solidario y más democrático’ pero no podrá lograrlo si antes no  puede ejercer ‘como país la libertad de la plena soberanía”.
La narrativa independentista incluía una representación del mundo real que permitía soñar con una Cataluña independiente.
Se echó mano de una descripción de la sociedad catalana armónicamente orientada hacia la independencia. 
Según el citado Programa, en contra de toda evidencia, “La sociedad catalana es un conjunto unificado: un sol poble. No hay diferencias destacadas en su interior; los conflictos relacionados con los sentimientos nacionales son poco relevantes”. “Una gran mayoría del pueblo de Cataluña quiere avanzar decididamente hacia la consecución de la plena soberanía”, sostenía el programa de Junts pel Sí.
La defensa de una vía unilateral e ilegal se abrió paso en un ambiente dominado por la falta de realismo.
Una de las apreciaciones clave se resumía así: “La Declaración Unilateral de Independencia (DUI) es la única vía posible, dado que España niega el derecho de Cataluña a decidir su futuro. Un referéndum pactado es una quimera. Hay que pasar por encima de la legalidad española.
El razonamiento, que al parecer aspira a permanecer dentro de la lógica, adolece de varios errores de bulto: 1) Todo parte de una premisa basada en un simple prejuicio: es imposible reformar España porque España no quiere ser reformada Esta idea admite una versión propiamente esencialista: España es así y no puede ser de otro modo); 2) De que con “esta España”, es decir, la que hoy encarna el Gobierno del PP, no se pueda negociar la independencia no se infiere que “con otra España” sea imposible negociar; 3) Igualmente, del hecho de que actualmente no sea viable un referéndum pactado no se sigue que nunca vaya a serlo; 4) Asimismo, que no sea factible negociar la independencia con el Gobierno del PP no supone que sí sea realizable la DUI. Puede ocurrir, como así sucede, que no sea posible ni lo uno ni lo otro.
De todos modos, la propaganda independentista no logró que la mayoría de la población se considerara suficientemente informada sobre los posibles efectos de la independencia. Un sondeo del GESOP de enero de 2017 (1.600 personas entrevistadas telefónicamente) formuló la siguiente pregunta: ¿Usted cree que tiene mucha, bastante, poca o ninguna información sobre las consecuencias de una hipotética independencia de Cataluña? Un 46,65 declaró tener mucha o bastante información; un 49,6%, poca o ninguna.
Lo cierto es que en estos últimos años han quedado ancladas unas apreciaciones difícilmente compatibles con la realidad, que han acabado costando muy caras al independentismo.
Hemos observado un auténtico recital de lo que se ha dado en llamar sesgos cognitivos, desde el pensamiento grupal (el grupo funciona como una burbuja en la que las creencias compartidas cobran verosimilitud y se llega a un consenso tácito para no ver lo que no conviene ver) hasta el pensamiento deseante (lo que comúnmente se dice confundir los deseos con la realidad), pasando por el sesgo de confirmación (seleccionar aquellas partes de la realidad que nos dan la razón), las tendencias al autoengaño y los prejuicios de todo orden. Hemos podido contemplar abundantes muestras de disonancia cognitiva: se ha violentado la percepción y la descripción de una realidad que se resiste a ser compatible con las aspiraciones y sentimientos independentistas.
Los últimos años han visto desarrollarse la hipocognición a gran escala, esto es, una ignorancia construida socialmente favorable a las creencias y a los fines del independentismo. Esa ignorancia ha incluido una explicación reduccionista de los males de Cataluña, atribuyéndolos a un factor externo llamado España.
Con los espíritus inflamados por el sueño independentista, se ha repetido, contra toda evidencia, que la voluntad colectiva libre y pacíficamente expresada en las urnas será respetada por el conjunto de la ciudadanía de Cataluña, por el Estado español y por la comunidad internacional” (Programa de Junts pel Sí), que la independencia no pondría en peligro la pertenencia de Cataluña a la Unión Europea y que la economía progresaría.
Me detendré unos momentos en estos aspectos.
Frente a la mitad de la sociedad catalana
Un objetivo primordial de los líderes independentistas era alcanzar una amplia mayoría social con cuyo apoyo poder negociar en posición de fuerza.
Pero no han acertado en su trato a la mitad no independentista de Cataluña (No incluyo aquí a las más de 1.100.000 personas extranjeras con autorización de residencia cuyas preferencias a este respecto ignoro). La han ninguneado, no la han tomado en consideración, no se han preocupado por conquistar parcelas de esa parte de la sociedad.
No dieron importancia al hecho de que más de la mitad de la gente entendiera que un referéndum por la independencia dividiría a la sociedad catalana. Esa era la opinión en enero de 2017 de un 55,1% de las personas consultadas, mientras que un 40,5% pensaba que no produciría ese efecto (No se pronunció un 4,5%) (Encuesta del GESOP de enero de 2017 antes mencionada).
Era cuestión de tiempo que la mitad de Cataluña que estaba en desacuerdo con la independencia acabara reaccionando, como así ha sucedido. 
La ofensiva independentista ha propiciado que pasara del aturdimiento inicial y de la pasividad a un despertar autoprotector y a modificar en cierta medida su forma de ver las cosas. 
A lo largo de estos últimos años, se ha podido advertir una progresiva aproximación de esa mitad de Cataluña hacia el resto de la sociedad española. 
En la actualidad, a juzgar por la encuesta de My Word (la parte catalana del sondeo abarcó 606 entrevistas on line), realizada entre el 13 y el 16 de noviembre, ha cambiado sustancialmente el panorama. Lo recordaba hace unos días Belén Barreiro, directora de My Wordentrevistada por Pepa Bueno en la SER: en los últimos meses se han consolidado “dos sociedades en Cataluña”, la independentista y la no independentista. Esta última es cada vez más parecida a la población del resto de España. “Ahora hay una mitad de la sociedad catalana que es igual que la española y los políticos no independentistas no se dirigen a esa sociedad". "Ha habido un repliegue de los catalanes no independentistas que han cambiado de opinión y ya no ven en el referéndum una solución. Los catalanes no independentistas respaldan la gran mayoría de las actuaciones del Estado en Cataluña, salvo la intervención policial del uno de octubre”. 
El Gobierno español, la Unión Europea, la economía
El Estado, encabezado por el Gobierno del Partido Popular, no quiere un proceso secesionista. Al igual que no puede aceptar un proceso ilegal. Es condenable su comportamiento el 1 de octubre –muy en el estilo de ciertas inclinaciones de la derecha española– pero su respuesta era previsible. Esa prueba, en todo caso, daría beneficios al independentismo. Si la consulta no era reprimida, le permitiría exhibir un fuerte apoyo social; si, por el contrario, era reprimida, como así fue, reforzaría su papel de víctima. Al menos algunos sectores del independentismo, desde tiempo atrás, han tratado de sacar provecho de la represión. Así se puede comprobar en las siguientes palabras, pronunciadas por el dirigente de la CUP Quim Arrufat en septiembre de 2016: “Hay que hacer entrar en contradicción antidemocrática al Estado y que tenga que recurrir a algún tipo de fuerza legal o fuerza bruta para que tenga que reprimir, si quiere reprimir, hasta las últimas consecuencias”.
Un hecho: tras el encarcelamiento de Jordi Sánchez y de Jordi Cuixart el 16 de octubre y hasta el 26 de noviembre, el número de socios del Òmnium Cultural experimentó una subida de 16.000.
El artículo 155 de la Constitución adolece de un defecto importante. Me refiero a su extrema imprecisión que no ha sido compensada por el desarrollo de una ley orgánica. Esto hace que quede en manos del Senado su concreción material, de un Senado que no representa a las comunidades territoriales (como debería ser si se tratara de un Senado federal) sino que está integrado por elegidos provinciales. Su aplicación,  entre otras anomalías, podría haber posibilitado que el Gobierno español controlara al Parlament, quebrantando la división de poderes. No ha sucedido en este caso porque la rápida convocatoria de elecciones ha supuesto la disolución inmediata del Parlament. En cualquier caso, la inclusión de esa potestad de controlar al Parlament, propuesta por el PP, fue rechazada por el Senado a iniciativa de los senadores canarios.
Pero, ¿alguien podía creer que ante una situación como la creada tras la-proclamación-de-independencia-que-no-fue-una-proclamación de independencia cualquier Gobierno no se emplearía a fondo?
Las instituciones del conjunto del Estado español no están en disposición de inclinarse ante esa supuesta “voluntad colectiva libre y pacíficamente expresada”, según la fórmula oficial independentista. Uno de los grandes errores de apreciación de los líderes independentistas consistió precisamente en no percatarse suficientemente de esta imposibilidad.
Desde julio de 2016 se concedió la prioridad al referéndum que conduciría a la DUI y, aunque hasta octubre de ese año los líderes independentistas se refirieron en múltiples ocasiones a las posibles iniciativas represivas del Gobierno del PP,  a partir de entonces cambiaron radicalmente. La consigna fue que, hiciera lo que hiciera Rajoy, lo decisivo sería la voluntad del pueblo catalán. “Si se quiere, se puede”. Este mensaje intensamente voluntarista se convirtió en un leit motiv en vísperas de la consulta del 1 de octubre. Joaquim Forn, consejero de Interior, el 1 de septiembre: “Depende de nosotros ganar y conseguir nuestro sueño de la independencia”. Marta Rovira, número dos de Esquerra, el 14 de septiembre: “El camino hacia la república catalana no tiene retorno”. “Todo depende de nosotros” fue una frase muy repetida. Es difícil saber hasta qué punto lo creían y en qué grado fue un señuelo manipulador.
Lejos del más elemental realismo, los dirigentes independentistas defendieron un axioma táctico verdaderamente asombroso. Recalcaron que una vez declarada la independencia se reforzaría la posición negociadora de las instituciones catalanas en su relación con el Gobierno español y con las instituciones europeas. 
También se alentó la ingenua creencia de que la Unión Europea acogería con los brazos abiertos a una Cataluña independiente, uno de los territorios más prósperos del continente. Grave error: los Estados de la Unión Europea no desean tocar las fronteras actuales ni activar las demandas soberanistas. José María Ruiz Soroa ha seguido la pista de la evolución de la UE respecto a las demandas de independencia en Cataluña: “La posición de la UE ante la reivindicación catalana consistió, en un primer momento, en un simple recordatorio de las reglas de pertenencia ya existentes: si Cataluña se sale de España quedará fuera de la Unión, tendrá que solicitar su ingreso como un tercer país nuevo. En un segundo momento, se añadió una posición más substantiva, pero todavía de marcado carácter neutra (…): es una cuestión interna de España sobre la cual la UE no se pronuncia. Pero en un tercer y último momento, Europa ha adoptado una posición que es ya declaradamente normativa: La Unión está en contra de la segregación de cualquier región de un Estado miembro porque es incompatible con sus valores (Obligación de convivirEl Correo, 19 de noviembre de 2017). 
Los dirigentes independentistas no quisieron tomar en serio estas declaraciones y siguieron asegurando que Europa acabaría acogiendo a la República catalana.
En lo tocante a la economía, se negó reiteradamente que una situación tan inestable como la actual pudiera llevar a miles de empresas a trasladar su sede a otros lugares, incluyendo en muchos casos el domicilio fiscal, con los consiguientes perjuicios para la hacienda de una hipotética Cataluña independiente. Tampoco se reflexionó debidamente sobre las posibles repercusiones que tendría la independencia en los intercambios comerciales con el resto de España. La Cataluña virtual del independentismo carecía de una economía instalada en la realidad. 
El éxito conseguido en estos años, en amplios sectores de la población, por las fantasías fabricadas por los líderes independentistas es un objeto de estudio que debería merecer especial atención.
Fin de ciclo
La operación DUI (Declaración Unilateral de Independencia) no podía triunfar contra la mitad de Cataluña, el Estado, la Unión Europea y buena parte del mundo empresarial. Y, además,  rompiendo la legalidad. Una proeza imposible. En póquer se llama ir de farol; aunque se aparentó lo contrario, no había cartas para ganar.
En un reciente y excelente artículo, Alberto López Basaguren subrayaba las dificultades de esta operación. Entre ellas, la siguiente: “La secesión es algo muy serio, extremadamente difícil. Especialmente, en la zona del mundo, en la sociedad y en el momento histórico que nos han tocado en suerte. Es la geopolítica. Es el precio de no padecer dominación colonial; de no sufrir persecución ni violaciones graves de los derechos humanos; de disfrutar de plenos derechos civiles y políticos; de participar, a través de representantes elegidos democráticamente, en el gobierno del país; de tener reconocida la singularidad cultural y lingüística; de gozar de autogobierno para la propia comunidad. El derecho de autodeterminación es un remedio para quienes tienen la desgracia de vivir en condiciones de dominación, falta de reconocimiento o persecución; aunque ni tan siquiera en esas circunstancias esté siempre garantizada su viabilidad” (La larga marchaEl Diario Vasco, 5 de diciembre de 2017).
Hemos asistido al comienzo de un episodio que era a un tiempo un combate entre dos Estados, el español y el catalán, a su vez incluido en el español, y a un intento semi-revolucionario contra uno de esos dos Estados. Para llevar adelante semejante empresa, tal empeño habría necesitado, como condición imprescindible, un plus de legitimidad que el independentismo no llegó a alcanzar, por más que sus promotores aseguraran que el respaldo social conquistado daba luz verde a la independencia.
La operación que comenzó en 2012 ha concluido sin alcanzar el fin perseguido. No es que el independentismo se haya extinguido, ni mucho menos. Pero ha fracasado la fórmula concreta puesta en práctica, que abarcaba un referéndum fuera de la ley y una proclamación unilateral de independencia. Ha terminado así un episodio de un lustro en el que han confluido impresionantes movilizaciones, gestos políticos erráticos y la construcción de una realidad imaginaria que la realidad real se ha encargado de desmontar. 
Las proposiciones políticas míticas no pueden soslayar la prueba de los hechos. Como sostuvo el sociólogo Norbert Elias –que consideraba que quienes se dedican a la labor científica debían actuar como cazadores de mitos–, “Los grandes mitos son insostenibles cuando se contrastan con los datos de la realidad” (Sociología fundamental, 1970, Barcelona: Gedisa, 2008). 
Según el sondeo de Metroscopia publicado el 27 de noviembre (consulta telefónica a 1800 personas residentes en Cataluña, entre el 20 y el 22 de noviembre), entre enero y octubre de 2017, pasaron de un 22% a un 49% quienes, habiendo votado a Junts pel Sí y a la CUP, pensaban que una Cataluña independiente quedaría fuera de la Unión Europea; de 22% a 45% quienes estimaban que muchas empresas trasladarían su sede fuera de Cataluña; de 82% a 59% quienes suponían que la economía catalana mejoraría con la independencia; de 70% a 55% quienes esperaban que se redujera el paro en Cataluña.
Ante la pregunta: “¿Qué preferiría que ocurriera tras las elecciones del 21 de diciembre?”, un 24% optaba porque se intente continuar con el proceso independentista, mientras que un 71% se mostró favorable a que se negocie con el Gobierno de España la situación de Cataluña en el Estado español (Un 4% se declaraba contrario a ambas posibilidades).
Dentro del independentismo, la idea de continuar con la estrategia de los últimos cinco años atraía aún al 56% de los votantes de la CUP, al 58% de los de Junts per Catalunya y al 63% del electorado de Esquerra Republicana.
Por lo demás, el independentismo necesita seguir una dirección, pero ¿cuál puede ser esta después de haber quemado los cartuchos de las elecciones plebiscitarias, del referéndum y de la DUI?
En las últimas semanas, tras la activación del 155, los dirigentes independentistas han admitido públicamente que no tenían un respaldo social suficiente para culminar el proceso independentista.Han admitido que no calcularon bien las reacciones del Gobierno. Han reconocido, igualmente, que no estaban preparadas las estructuras estatales de recambio para controlar el territorio catalán. 
Algunos líderes destacados han afirmado que en la actual situación que no será posible la unilateralidad, que habrá que cumplir la ley y que convendrá descartar ponerse plazos para la realización de los objetivos políticos.
A mediados de noviembre, el PDeCAT y Esquerra firmaron un documento de nueve puntos en el que se comprometían a promover “un gran acuerdo de país” con vocación constituyente y orientado hacia la autodeterminación. Según el texto, se trataría de llegar a una “negociación bilateral con el Estado español y con la Unión Europea –como sujeto de derecho internacional– a partir de la cual, sin ninguna renuncia previa por parte del Parlament y del Govern, se haga posible el acceso de Catalunya a la plena independencia y a la efectiva y pacífica articulación democrática de la República catalana”.
A través de estas declaraciones es difícil saber hasta qué punto hay en el mundo independentista una conciencia realista acerca de la magnitud de su fracaso y de las dificultades que tienen delante. Cabe pensar que tras el 21 de diciembre no se va a intentar hacer lo que acaba de naufragar. 
Pero, si no se toma la medida del mundo real, es probable que el independentismo –hoy más erosionado que antes por las desconfianzas, las divisiones, los signos de hostilidad, y más desorientado respecto al rumbo a seguir– vuelva a salir escaldado. Y, aunque no lo sepan o no quieran admitirlo, los líderes que han organizado este fracaso no están en condiciones de afrontar debidamente la nueva situación.
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Eugenio del Río fue uno de los fundadores del MCE. Ha escrito entre otras obras, Primeros pasos de Podemos. 2014-2015 (Gakoa, 2016), Liderazgos sociales (Talasa, 2015), y De la indignación de ayer a la de hoy. Transformaciones ideológicas en la izquierda alternativa en el último medio siglo en Europa occidental (Talasa, 2012). 

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