Lo propio del ser humano es buscar. Buscar materialmente, buscar intelectualmente, buscar aquello que necesita y no tiene. Buscar casi como el tigre que sabe que o se mueve o no encuentra subsistencia. El ser humano es un ser buscador por instinto, por naturaleza. Lo eran nuestros ancestros cuando vivían de la recolección y de la caza, y lo somos nosotros, humanos del siglo XXI que exploramos el espacio y rebuscamos hasta en el rincón más íntimo de nuestra propia mente.
Astronautas del alma, hemos vagado durante siglos por universos internos buscando la razón de nuestros sentimientos, y en eso aún estamos. Hemos puesto cimientos en la mente y en ellos hemos fundamentado con soberbia todos nuestros saberes y creencias. Con soberbia, sí, ignorantes antaño a la fuerza y hoy día de buen grado, de que cuanto vivimos son espacios mentales edificados sobre la roca viva de nuestra naturaleza corpórea, mutante y limitada.
Y hemos construido ahí nuestro Babel, en nuestra propia mente, con cuantos materiales hemos ido encontrando en el camino a lo largo de la vida personal y colectiva. Casas, palacios, templos y esa torre de soberbia en la que cada cual quiere salvarse de perecer ahogado en el abismo profundo del no saber. Y hemos creado dioses a la medida de esos templos que previamente alzamos. Y los hemos vestido con ropajes verbales para que nadie vea que no son reales sino tan solo fantasías de nuestra humana mente.
Y a todo esto, quién sabe si un ser impensable, desde un espacio quizá inexistente, observa atentamente su creación y dentro de ella a ese ser imperfecto que lentamente va construyendo a través de milenios y milenios mediante continuas imperceptibles variaciones en los genes. Y quien sabe también si, con un sentido del humor infinito y eterno no se ríe de este disparate, de este esperpento que camina y actúa con ignorado desconocimiento de su absoluta realidad de juguete animado en este cosmos creado o no por vete a saber qué. ¿Quién sabe eso?
Pues no, no lo sabemos. Pero hablamos de Dios, y lo nombramos. Y sin saber nada de él o de ello lo imaginamos y lo pensamos como una criatura. Y lo afirmamos con fe ciega o lo negamos ciegamente también, con la misma certeza en uno y otro caso. Limitación humana, ignorancia, necedad de necedades, que es la base sobre la que se asienta la vanidad.
Lo triste es que sobre esa roca firme de estulticia edificamos los humanos nuestra vida en común. Seres gregarios, necesitamos compartir nuestras certezas con otras muchas gentes desquiciadas afines para sentir que estamos en el recto pensar, que somos fuertes, indestructibles por los demás mortales, enemigos supuestamente a la fuerza, como si otra posibilidad no hubiera que la de enemistarse y atacarse.
Ateos y creyentes sientan cátedra. Guerra santa y necesariamente a muerte, pues no caben los unos y los otros en este estrecho mundo de las ideas que cada vez va estando más en poder de quienes nada piensan, de quienes sin más dios ni más idea que su propio egoísmo destruyen cuanto tienen a su alcance, empezando por la propia conciencia, para llenarse el vientre, como las bestias y refocilarse con los excrementos de su necia inteligencia.
– ¡Ay Dios, si existes, qué incomprensible eres! Haces y deshaces universos y mundos y necias criaturas, y los sumerges en nebulosas de placer y sufrimiento, como si un mago fueras animando la nada. Para tu complacencia supongo, porque no es que lo sepa. Si no fuese yo un mortal como otro cualquiera, con una mente limitada, con una visión ciega de cuanto está fuera de mi estrecho universo, alzaría mis ojos hacia ti y te pediría clemencia. Clemencia y Luz para esta Humanidad de estúpidos y primitivos mortales de la que formo parte. Pero no está a mi alcance esta plegaria porque ¿cómo rogarte si no sé si existes más allá de mi mente? Mejor me postro ante el misterio y guardo silencio.
Pepcastelló