Parece indiscutible ya hoy en día entre las gentes pensantes que cuanto hacemos los humanos se fundamenta en nuestra propia naturaleza y tiende a satisfacer alguna necesidad personal o colectiva. Ciencia, técnica, pensamiento, religiones, arte… Nada escapa a este principio, por más que queramos darle vueltas.
El ser humano no es un ente estático sino que evoluciona individual y colectivamente. Cada nueva incorporación en el saber modifica la persona y el colectivo que la asimila. Y en consecuencia genera nuevas posibilidades y también nuevas necesidades de todo orden.
Parar el curso de esa evolución es tarea imposible y cuantos esfuerzos se hagan con ese empeño es pura necedad. Vivir es un ejercicio continuo de adaptación al medio y al entorno, con todo cuanto de riesgo e incomodidad eso comporta. Es caminar hacia adelante, con el cuerpo y la mente, y es todo lo contrario de vegetar o quedarse en el sitio ancorados en principios inmutables mientras transcurre el tiempo y todo cambia.
Es evidente que estamos viviendo ya en un tiempo distinto de aquel en que nacimos y crecimos. Han cambiado las cosas y con ellas el modo de pensar y las costumbres. Es de dominio público, y nadie o casi nadie se escandaliza ya, por más que no son pocas las personas que continuamente lo lamentan, las mayores sobretodo. Pero aun así, aun a pesar del descontento continuo que manifiestan, acaban por rendirse y hacer suya la letra de aquel tango titulado “Cambalache” escrito por Discépolo allá por el año 1934.
¡1934! La historia se repite pues de continuo. Un siglo sucede a otro siglo, y si el XX fue para muchas almas ya un escándalo, no tiene por qué serlo menos el XXI. Y por este motivo, a esta nueva forma de vivir y de hacer que ahora se impone conviene encontrarle, cuanto antes, nuevas formas de pensar para poder razonar de forma conveniente lo que se siente y se hace. Tal vez así podamos evitar cometer en este siglo tantos errores como se cometieron en el pasado.
Pepcastelló