La carita sucia de Maricarmen me sorprendió sonriente y feliz, extendiendo su brazo para ofrecerme un grillo fabricado por ella misma con hojas de palma. Yo me negué a comprárselo, no por tacaño, sino porque en mi mente de periodista desconfiado pensé que aquella adolescente quería dinero para drogarse.
“No tengo plata” le dije sin mostrar pena y le pregunté qué le había traído el “niño Dios”, esa navidad de 2006. Ya estábamos a pocas horas de fin de año. Me respondió que nada, porque sus papás eran pobres. A pesar de eso, convencido de que usaría el dinero para cosas malas, no me trancé en el negocio.
Ella y otros jovencitos de su edad, persiguen turistas en la Plaza de la República (conocida como de la Revolución) a un costado de la antigua catedral de Managua, Nicaragua, vendiendo por poco dinero, exóticas artesanías de color verde radiante, a esos extranjeros que, sin regatear, las llevan como un tesoro del trópico.
Al verme a los ojos, pensando que yo realmente estaba tan pobre como ella, Maricarmen me dijo: “se lo regalo para que se acuerde de nosotros”. Avergonzado se lo devolví, pero insistió tanto que tuve que recibir el obsequio, sin darle una sola moneda, para no descubrir mi mentira de la falta de plata.
Cuando el vehículo arrancó, la niña correteó al lado de la ventanilla y me gritó emocionada: “gracias por sonreírme”.
Pasaron varios minutos y pedí al conductor volver al lugar para resarcir mi culpa, pero Maricarmen había desaparecido.
Conmovido por la generosidad de la niña, transporté el regalo con mucho cuidado y lo exhibí en una mesa de mi casa en Miami por largo tiempo. Al pasar los meses, el verde intenso de ese pedazo de hoja de palma, convertido en insecto por las manos maestras de esa jovencita talentosa, se desvaneció y se secó hasta volverse color café y así también sentí que se tornó parte de mi corazón, por haber desconfiado de la niña creyendo que se drogaría con el dinero de la venta.
Un día, el insecto de hoja de palma desapareció de mi casa, tan mágicamente como se esfumó Maricarmen, y mi hija de 6 años, Michelle (a quien yo le había contado la historia) me aseguró que el insecto se fue volando a buscar a la niña, porque ella lo necesitaba más.
Esa pequeña de la Plaza de la Revolución de Managua, como muchos otros chiquillos de Latinoamérica que andan por ahí vendiendo baratijas, frutas y refrescos, que además no deberían trabajar, me dio una lección sobre la caridad humana.
Esta enseñanza me golpea en mi mente una y otra vez. Cuando vivía en Bogotá, eduqué a mis hijos sobre la importancia de tener bondad y piedad por los demás. Les decía que jamás debíamos fijarnos a quién se le tiende la mano o se le da limosna. Si la persona a quien uno tiene el deber de darle una dádiva miente, es un problema que esa alma tendrá que resolver ante Él. Nosotros rendiremos las cuentas que nos corresponden.
Nunca debemos juzgar a nadie por su condición, aunque la piel de ciertas personas como esa niña, esté manchada para siempre con color ocre, adquirido por el sol y el polvo de la calle y lo cual la estigmatiza injustamente como indigente, drogadicta y hasta peligrosa.
En esta época de Navidad, cuando la nostalgia nos invade con más fuerza, el ejemplo de Maricarmen que me atormentó durante todo este año por no cumplir mi propia lección, me fortalece humanamente y me hace más caritativo.
Si me encuentro de nuevo con ella o con cualquier otro niño necesitado, que son más ricos de espíritu que muchos como yo que creemos poder juzgar a los demás por su apariencia, le agradeceré lo que recibí de ella y le diré que seguiré haciendo el bien, sin mirar a quien.
Raúl Benoit
es corresponsal internacional de Univisión.
benoitraul@gmail.com
EL Diario, Nueva York, 19 12 07