El sol extendido a sus anchas en la mañana se iría apagando en nubarrones. Caprichos de Buenos Aires, si al rato la lluvia tenaz y repetida encubría los perfiles de la calle y desde una cama en la clínica médica, un hombre inconsciente acaso presintiera ese cuadro borroneado de insólita tormenta.
Llueve detrás de la ventana. Sus proyectiles húmedos atraviesan la luz tenue y a golpes restallante. Imbatible, la lluvia no anda a ciegas y conoce sabiamente los vacíos que nos cruzan el alma. No hay lluvia que no acierte cuando rompe su cristal cantarino en el insomnio de la madrugada. Y en ese instante exacto, quizá el hombre inmóvil y lejano aún imaginara algún diseño extraño en el vidrio empañado.
Acaso por algo tan inexplicable como la misma vida, aquel pastor de una congregación mística, desahuciado y ausente sobre una cama hace horas, sienta caer esas balas de agua en el centro de sus ayeres. La bienhechora lluvia alumbrando su tiempo adolescente; pájaros rompiendo el aire inmóvil y celeste de un verano, muy lejos, aún la voz perdida de su madre y los ojos de aquella muchacha sin memoria que jamás olvidara. Reflujos de una estación con dioses todavía flamantes y él pronto desecharía; ‘no estos monarcas desgastados con barbas de trapo y obedientes al mandato de juntar posesiones. No más los adoradores de amontonar riquezas encandilados en abatir el tiempo incontenible y el destino impiadoso de animal mortal. Esa actitud, hermanos míos, sostiene la ingenuidad de postergar el tiempo de las cirugías femeninas, como si nuestro cuerpo no fuera una batalla perdida de antemano’.
Y esas arengas sobre el alma que ese pastor repitiera por años en púlpitos ‘tan impuros y estrafalarios como en las otras iglesias’, desleía la culpa de los codiciosos que por esas contradicciones de la fé, lo convirtieron simplemente en millonario. En apenas esa perseguida inmortalidad, hasta la feroz mordedura que desgarró su pecho y luego los momentos indóciles y amotinados ante el eslabón inevitable. Ya enmudecida la lluvia en la ventana vislumbró la sombra del después. Y la voz de su madre, la misma que volvió a recordar pronunciando su nombre.
Eduardo Pérsico (*)
(*) Escritor, nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos _Aires, Argentina.