Pepcastelló
En un cursillo sobre la fe cristiana en el cual participé hace ya algunos años, una compañera expuso sus razones para creer. Dijo que de pequeña le había preguntado a su padre cómo sabía él que había un Dios esperándonos en el cielo, y que él le respondió:
− ¿Como sabes tú que yo soy tu padre?
− Porque me lo habéis dicho tú y mamá.
− Pues del mismo modo sé yo que hay un Dios bueno, porque me lo han dicho personas a quienes creo.
Me quedó claro. Creemos en el Dios que predica
En una conversación de sobremesa en torno a la educación de los hijos, una comensal me dio hace unas semanas una respuesta que me parece válida: «Las creencias de cada cual dependen del entorno social donde se ha criado». De acuerdo, aunque no tanto con lo que añadió: «Si yo fuese árabe, posiblemente sería musulmana». Bien, pues tal vez no, porque no todos los árabes son musulmanes, como tampoco son católicos todos los españoles, ni ahora ni aun en la época del nacionalcatolicismo. Pero lo que sí parece bastante claro es que las creencias se transmiten mediante lazos de afecto. De aquí que adoctrinar sea una labor más de orden afectivo que intelectual. Tenemos tendencia a creer lo que nos dicen las personas que amamos, aquellas con quienes nos sentimos identificadas o unidas, y a cuestionar lo que nos dicen las otras. Y ahí está el fallo, que consiste en que no es la razón sino el corazón quien decide lo que vale y lo que no vale, lo que es bueno y lo que es malo. ¿Serán estas «las razones del corazón» a las cuales se refería Pascal y que tan bien han demostrado conocer siempre los especialistas en marketing religioso?
Si las creencias se refiriesen tan sólo a las cosas celestiales no merecerían en mi opinión mucha atención, porque tendrían muy poca incidencia social. Pero algo que no repercutiese en el mundo real nunca hubiese surgido en la mente del ser humano. Las creencias son auténticos sistemas de programación mental que afectan a toda la conducta individual y colectiva. De ahí que haya habido siempre tantos y tan esforzados veladores de ellas y que tantos prominentes cerebros hayan dedicado horas larguísimas a elaborar todo ese galimatías que constituye el entramado de las diversas doctrinas religiosas. De ahí también que esas doctrinas hayan sido perseguidas o impuestas por quienes ejercían el poder en cada momento según que les perjudicasen o favoreciesen, algo que aunque parezca mentira todavía ocurre en este siglo XXI.
La religión tiene cada día menos influencia en el mundo opulento. Esta “civilización occidental cristiana” ha sustituido al clero por los mass media y con ellos dirige la mente y la conducta de las gentes. «Donde antes hubo los curas, ahora está el televisor; vamos de mal en peor». Pero aun así, subsiste un cristianismo conservador y burgués destinado a satisfacer la conciencia de las clases sociales privilegiadas, que son las que mayor influencia social tienen y las que más se oponen a todo cambio. Un cristianismo que como bien sabemos es el que ha impuesto la mayor de las instituciones que lo lideran desde hace siglos y el que predica hoy día.
Dado que la religión no puede imponerse ya por real decreto, la oferta religiosa se hace hoy en nuestro mundo civilizado en forma de “pack”, como cualquier mercadería. El “pack” católico tal como se ofrece en mi entorno consta de: las parábolas evangélicas, el Cristo de los concilios, el “tú eres Pedro”, el perdón de los pecados necesario para entrar en el cielo (cada día menos solicitado), los sacramentos todos en sus vertientes religiosa y social,
Suerte que la especie humana es diversa, y esto ha hecho posible que de entre la población creyente clerical y laica haya habido siempre quienes han sabido desliar esos bien ensamblados “packs”, sacar de ellos la esencia del evangelio y deshacerse de todo lo inservible. De entre esas arrojadas personas con espíritu insumiso, las ha habido que acabaron en la hoguera, otras fueron proscritas o eliminadas de diversos modos, y hubo algunas que sobrevivieron. Cabe esperar que estas últimas sean la semilla que germine y de la cual brote el espíritu de un cristianismo verdaderamente redentor. Un cristianismo humano, alejado de espurios intereses clericales y políticos. Un cristianismo que intuyo podría jugar todavía una gran baza en el mundo actual, aunque no sé si en el futuro. “Eso Dios lo sabe”, dicen las personas creyentes. Bueno, pues dejémoslo así, y ojalá que así sea.
Pepcastelló