Puede tener cierto sabor a gloria sentirse diferente. Con la certeza de saberse distinto cada día cualquiera ha de amanecer victorioso y entero. Sin apremios en decir ‘soy de otra clase’ ni presumir de lo bueno ‘que existan diferencias’, la expresión de esa gente no es la nuestra. Acaso por pisar un escalón más alto; eso suelen callarlo pero sentir lo sienten; demuestran ser distintos. Y no vale despreciar, ellos tienen su estilo.
Sin pensar en azarosos engendros de galaxias lejanas o exóticos venidos de ultratumba, hay un gentío natural y común, -esta no es la palabra- que habita en otro barrio más seguro y lujoso que nos mira sin vernos. O más bien, ni nos mira. Aunque nos advierta alguien que entiende asuntos de la ciencia que ellos, los diferentes, son iguales en todo y no hay genética que analice riquezas, por ejemplo. Por decirlo de un modo, esos tipos son similares al Papa, al Rabino Supremo y al mismísimo Rey del Oro en barras. Son iguales a la gente que si no come ha de morirse de hambre y si asumen perpetuarse en la especie, también deben aparearse de la manera más a mano y divertida para engendrar un hijo.
Ellos, los diferentes, son iguales a todos porque al fin como todos son esclavos del hambre. Y no del deseo social de comer algo cuando decae la tarde, sino del hambre de verdad, profundo y serio. Hambre por no comer lo imprescindible y merecido que además de las tripas demuele la ética o la moral a cada uno y todos. Por eso quizá los diferentes opinen sobre todo por desconocer el hambre terminal, ese que tampoco respetan iglesias, sinagogas y mezquitas al ponderar palabras y milagros y proseguir diciendo tonterías sobre el asunto.
‘Mi reino por un caballo’ imploró aquel aterrado Rey al presentir el aletazo del final, porque nada vale en la vida más que la vida misma’, le escuchamos a cierto filósofo de trasnoche en un bar de Buenos Aires. Que además, solía imaginar a los hombres y mujeres más afortunados del planeta reunidos en un palacio inigualable, de pronto absolutamente aislado y sin nada de alimento. ‘Entonces al cuarto día, sin prejuicios ni pudores, todos daban todo pero todo por un cachito de pan’. Aunque claro, era su pura imaginación…
Igual y de cualquier manera, no hay mortal que ande exento de una herencia de hambrunas. La humanidad se explica por tantas migraciones persiguiendo comida. Familias, gentíos y multitudes caminaron desiertos y atravesaron mares corridos por el hambre. Esa implacable realidad que nunca espera y acaso muera con nosotros, continúa; y lamentablemente lejos de tanta gente diferente que ni siquiera mira. (7/8/08)
Eduardo Pérsico *
(*) escritor, nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.