Pepcastelló
A veces me vienen a la memoria imágenes de mi infancia escolar, de aquellos sábados por la mañana en los que el maestro nos explicaba el evangelio del domingo, lo escribía en la pizarra y nosotros lo copiábamos en la libreta. Recuerdo aquellos momentos como muy agradables y serenos, pues era un gozo contemplar mentalmente las escenas que nos sugerían parábolas tan ejemplares como la del buen samaritano o el hijo pródigo y las situaciones que acompañan a todos los milagros que según los evangelios Jesús hizo. Eran narraciones extraordinarias, de una gran belleza, repletas de emoción. Imaginábamos a un Jesús compasivo resucitando a Lázaro, devolviendo la vista a los ciegos, convirtiendo el agua en vino, multiplicando panes y peces... Ni escasez, ni hambre, ni sufrimiento ni muerte. Tener cerca a ese Jesús debía de ser como estar en la gloria. Así no era difícil entender aquello de «bienaventurados los pobres». Los pobres, los hambrientos, los enfermos, los excluidos y todos aquellos hombres y mujeres en quienes se ha cebado la desgracia. Todos eran benditos, y Jesús así nos lo mostraba.
Suelen traerme estos recuerdos las noticias relacionadas con las desigualdades sociales, con la situación de eso que denominamos tercer y cuarto mundos, y con el despilfarro y la opulencia que caracteriza al primero.
En cambio, cuando oigo o leo algo relacionado con “la fe cristiana” ni de lejos me vienen a la memoria aquellas imágenes evangélicas sino las de un Cristo celestial resucitado, pletórico de poder, garante de la vida en el más allá, con todo el culto religioso que eso conlleva de ceremonias y ritos, de consagraciones eucarísticas, de milagrosos bautismos, de oscuras procesiones y retiros de Semana Santa, de sufridas horas de adoración al Santísimo, de sotanas de cura, de sumisión y autocensura, de cilicios, de penumbra de confesionarios... Es como si se tratase de dos religiones bien distintas, preñada de compasión y sensibilidad humana la primera, la de los evangelios, y de tortuosas fantasías de ultratumba la segunda, la del culto religioso. Nada que ver una con otra.
Me confunde pensar que de unas enseñanzas tan humanas y asequibles se haya podido ir a parar a ese cristianismo mentalmente complicado, cultista y en ocasiones macabro, con todo el conjunto de creencias y sentimientos que componen eso que llamamos “fe cristiana”. Grande es, sin lugar a dudas, el hechizo que el misterio ejerce sobre la mente humana, pero aun así, me cuesta pensar que esa mutación se haya producido de un modo natural y espontáneo. Quienes entienden de estas cosas suelen salir al paso culpando a los griegos, que con su manía de razonar se empeñaron en ponerle palabras a lo inefable. Tal vez. Pero mi mente herética no cree que el raciocinio por sí solo pueda errar tanto y se inclina a pensar que ese gran cambio de rumbo obedeció a una clara intención de hacer un cristianismo a la medida de los ricos y los poderosos, de quienes los líderes cristianos obtenían protección y prebendas. Y así a base de discurrir, quienes por “designación divina” (o por lo que fuese) tuvieron en sus manos las riendas del pueblo cristiano fueron poniendo orden a todo aquel disparate de pobres bienaventurados, de últimos que son primeros, y de insensatos que anteponen lo justo a lo conveniente, hasta que
Alguien lo dijo ya muy claro: «Jesús anunció el Reino, pero vino
En opinión de quien esto escribe,
Claro que ésta es mi perspectiva, y ya se sabe que todo en la vida se puede contemplar desde diversos puntos de vista. Además, yo no soy creyente, luego ni de lejos me pasa por la cabeza aquello de «doctores tiene
Pepcastelló