viernes, 15 de agosto de 2008

En el sesenta aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos

La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se produjo cuando la sociología americana, la de los triunfadores en la segunda guerra mundial, se hizo abrumadoramente funcionalista. El capitalismo democrático, defendían, forma parte del entramado físico de la convivencia, es poco menos que natural aunque caben en él pequeños retoques fruto de la investigación. El modelo mejoró con el aporte keynesiano, el bienestar público como corrector de la iniciativa privada, pero los libros de Estructura social que estudiábamos en los 50 y 60 eran muy contundentes al negarse a aceptar muchas más averiguaciones y muchas más intervenciones públicas.

Sin embargo, desde la Escuela de Frankfurt, y sus aliados ingleses y franceses, se empezó a dar importancia a la teoría del conflicto como clave interpretativa de la evolución social y a la necesidad de democratizar el poder.

La cuestión vuelve a estar presente hoy cuando se nos quiere imponer otro paradigma conservador, la sabia e inexorable racionalidad del mercado que es un subterfugio para llamar al capitalismo de otra manera como si el mercado fuera libre y no estuviera dominado por los más poderosos, duchos en fraudes y chapuzas, especialmente financieros y fiscales. Thomas Frank, en su reciente libro: “One Market under God” ha explicado con sagacidad las falacias de esa explicación que muchos economistas y no pocos sociólogos se tragan con cierta facilidad aunque sea básicamente pueril. El modelo se basa en el principio del “trickle down”, significando que los gobiernos deben dar dinero y libertades a los ricos que, de alguna manera “misteriosa”, Frank habla de la teología del mercado, terminarán llegando a los pobres. El último informe del Population Reference Bureau documenta, entre otros datos sobre carencias comparadas, que la mitad de la población mundial vive con menos de dos euros al día y que la desigualdad básica sigue creciendo. Pero ahora vivimos en la globalización, que cambia nuestras perspectivas metodológicas.

La globalización es el tercer capítulo de la historia del capitalismo. El primero fue el capitalismo de Estado, el colonialismo, ejercido por Estados poderosos sobre otros más débiles, para apoderarse de sus riquezas, generalmente mediante el uso de la fuerza. Es el caso de España con América, de Inglaterra con la India o de Bélgica con el Congo. El segundo capítulo lo constituye la protección de los Estados a las empresas. Estados Unidos manda su Ejército a proteger los intereses de la United Fruits en Centroamérica, dando origen a la expresión “repúblicas bananeras”. De otra manera, está en el origen del golpe militar en Chile y siempre, en torno al petróleo, con la crisis permanente del Oriente Medio. En la globalización, el tercer capítulo, los protagonistas son las empresas multinacionales que gozan de la protección del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y, especialmente, del Tratado Mundial de Comercio, para prevalecer sobre los intereses de los Estados en los que van asentándose. Este capítulo representa el momento de más amplia libertad del capital no ya para franquear las fronteras sino para imponerse a los países cuyas leyes laborales y ambientales vulneran. Esa libertad permite un entramado organizativo que va desde la extraterritorialidad fiscal a la creación de paraísos en los que esconder su dinero, pasando por la sobre valoración del sector financiero y, siempre, por la explotación de los países que recorren.

En la globalización hay un poder económico predominante, las empresas multinacionales y dos poderes políticos, uno el constituido por esas tres entidades, de escaso carácter democrático, a favor de las empresas y otro, la ONU, cada vez más débil, objeto del antagonismo e incluso del desprecio de los Estados Unidos, como prueba el episodio de Irak. La ONU, depositaria de un poder legal internacional que le permitiría ejercer de policía mundial y equilibrador de riqueza, con entidades como UNICEF y otras, carece de medios y de legitimación real para ejercer esas funciones y asiste, prácticamente inerme, al creciente proceso de deterioro y desigualdad de la población y el hábitat mundial.

La desigualdad no es solo Norte Sur. En Estados Unidos hay 48 millones de habitantes sin seguro de enfermedad. Pero es en el Sur donde la desigualdad y las carencias crecen. El Sida africano crece tanto por la avaricia de las compañías farmacéuticas como la debilidad de los sistemas sanitarios. La creciente película de Di Caprio, Diamantes de sangre, pone de relieve como el contrabando de gemas, alentado por las firmas especializadas, sirve para fomentar la inestabilidad política de los países productores.

Y en cuanto al deterioro del medio y las prepotencias multinacionales, los casos abundan. Mientras tanto las guerras, unas veces por motivos prácticos, como la protección de los intereses petrolíferos y otras, como la de Irak, con el resultado añadido de la creación de un enemigo internacional, el terrorismo, como en su día fue el comunismo, ocultan a la atención mundial esas carencias y desigualdades y siguen favoreciendo el mantenimiento de una industria militar, cuya versión americana permite considerar a los Estados Unidos como el apéndice militar del nuevo poder económico global.

Frente a esta lógica capitalista, que todo lo fía al principio de la libertad de mercados, y su corolario, la privatización, incluso de servicios básicos, emerge la lógica de los derechos humanos, que también ha tenido su evolución. Primero fue el reconocimiento de la igualdad básica de las personas, con la abolición de la esclavitud. Después, la protección de los derechos políticos de las minorías, raciales, de género. Paralelamente surgieron los derechos humanitarios, con la convención de Ginebra para prisioneros de guerra, las víctimas de calamidades, etc. Y ahora, una tercera generación de derechos básicos, a la salud, a la educación, a la vivienda.

Los derechos básicos incluyen los bienes comunes como la calidad del aire que respiramos, del agua que bebemos y que debían concitar la acción de los Estados y, finalmente, de la ONU, para impedir tanto la privatización de esos bienes como la adopción de medidas coercitivas y de control para hacer posible esa lógica de los derechos humanos hasta ahora desatendida. Porque no se trata de que la educación, la salud o la vivienda sean gratis. Muchos servicios los pagamos a través de los impuestos, sobre todo los impuestos indirectos, que gravan al ciudadano a lo largo de su vida y principalmente a los más pobres. Tampoco se niega la utilización de tasas por uso de servicios públicos, según el modelo tradicional de las llamadas “utilities”, en el modelo anglosajón. Lo que afirmamos es que los derechos humanos no deben ser objeto de negocio, de especulación, deben estar “extra commercium”.

Es una confrontación inevitable entre ambas lógicas, la del mercado y la de los derechos humanos respecto de la cual hay que tomar partido, también como sociólogos. Muchos sociólogos jóvenes, como muchos periodistas jóvenes, quieren triunfar pronto en la vida, hacerse ricos cuanto antes y a tal fin trabajan para quienes más les pagan, sin hacerse demasiada cuestión sobre las causas a cuyo servicio ponen sus habilidades profesionales. De sobra sabemos que los poderes más concluyentes no quieren que se sepa mucho sobre ellos y alquilan gentes no tanto para explicar cuanto para disfrazar. Para los más poderosos incluso la mejor información es ninguna y la mejor situación, la opacidad de sus asuntos. Sociólogos y periodistas servidores de los poderes colaboran en esos ejercicios de simplificación mediática, “España va bien”, a los que les gustaría acostumbrarnos. Como es sabido, inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre, Bush aconsejó a los neoyorquinos que salieran de compras, como el mejor ejercicio de superación de la tragedia. ¿Quien le soplaría la idea? ¿Un sociólogo amigo?

Los sociólogos debemos sentirnos cómodos en el análisis y defensa de los derechos humanos seamos de derechas o de izquierdas. En cierto sentido, algunos marxistas no se sentían cómodos con esa problemática porque, para ellos, la defensa de los derechos humanos sería una consecuencia de la toma del poder por la izquierda pero aparte de que eso significa demorar “ad calendas graecas”, los comunismos históricos han violado tan gravemente o más los derechos humanos como los capitalismos más puros del modelo chileno.

Abrazar la causa de los derechos humanos significa, simplemente, ayudar a los que los necesitan bien porque no los disfrutan o porque los tienen gravemente cercenados. Y los sociólogos estamos especialmente dotados para ello, al ser la profesión que tiene mayor información sobre las causalidades sociales y una metodología de análisis ya muy depurada. El paso siguiente, comprometerse en esa causa, resulta casi inevitable sin necesidad de ampararse en definiciones políticas previas.

El problema con la protección de los derechos humanos es su dificultad legal y económica. Hay más de trescientos documentos internacionales y nacionales sobre protección de derechos humanos. Pero muchos no se cumplen, bien por inacción de los Estados, por ausencia de autoridad internacional ejecutiva y, en la mayoría de los casos, por falta de dinero.

Por señalar un solo ejemplo, los niños. Aunque existe una Agencia Internacional, UNICEF, para su atención, más de 25.000 niños menores de cinco años mueren al día por desnutrición, falta de agua potable, malaria, la mayoría en países pobres. Los estudios sociológicos ponen de relieve la relación de esta tragedia con problemas estructurales de la comunidad internacional y se hace necesario seguir llamando la atención al respecto desde una posición profesional comprometida.

En Sociólogos sin fronteras proponemos que los derechos humanos sean la base de la deontología del sociólogo, de nuestro compromiso moral. En este sentido decíamos que si un sociólogo americano recibe el encargo de analizar si la pena de muerte sirve para combatir el crimen, después de concluir que no, como es obvio, tiene que añadir que, además, es una violación de los derechos humanos. Claro que si el encargo se lo hacen en Texas o en Nevada, o en China o en Kuwait puede que no le contraten más. En cierto momento de la vida hay que elegir entre dar coba a los poderosos o amargarles la fiesta y si hacemos nuestra la deontología propuesta, nos deberíamos inclinar por la segunda opción, al menos si no estamos muy apretados de dinero.

Alberto Moncada (especial para ARGENPRESS.info)

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