Boaventura de Sousa Santos
La reciente reunión del G-20 en Seúl fue un fracaso total. Llegó a ser desgarradora la pérdida de credibilidad de los Estados Unidos como supuesta economía más poderosa del mundo, así como la forma en que intentó acusar a China de comportamientos monetarios finalmente tan proteccionistas como los de los norteamericanos. La reunión mostró que el “orden” económico financiero, creado a fines de la Segunda Guerra Mundial y ya fuertemente afectado tras la década de 1970, está colapsando y que se prevé la aparición de graves conflictos comerciales y monetarios. Pero, curiosamente, estos conflictos no tienen eco en la opinión pública mundial y, en cambio, casi por todas partes los ciudadanos están siendo bombardeados por las mismas ideas de crisis, de tiempos de austeridad, de sacrificios compartidos. Es necesario analizar lo que se esconde detrás de esta unanimidad.
Quien tome por real lo que ofrecen los discursos de los organismos financieros internacionales y de la gran mayoría de los gobiernos nacionales de las diferentes regiones del mundo tenderá a tener las siguientes ideas sobre la crisis económico financiera y sobre cómo se ve afectada su vida: todos somos culpables de la crisis porque todos, ciudadanos, empresas y Estados, vivimos por encima de nuestras posibilidades y endeudándonos en exceso; las deudas deben ser pagadas y el Estado debe dar el ejemplo; como subir los impuestos agravaría la crisis, la única solución es recortar los gastos estatales reduciendo los servicios públicos, despidiendo empleados, bajando salarios y eliminando prestaciones sociales; estamos en un período de austeridad que alcanza a todos y para enfrentarlo debemos aguantar el sabor amargo de una fiesta en la que nos arruinamos y que ahora terminó; las diferencias ideológicas ya no cuentan, lo que cuenta es el imperativo de la salvación nacional, y los políticos y sus propuestas tienen que unirse en un amplio consenso, bien al centro del espectro ideológico.
Esta “realidad” es tan evidente que constituye un nuevo sentido común. Y, sin embargo, sólo es real en la medida en que encubre otra realidad, de la que el ciudadano común tiene, como mucho, una idea difusa y que reprime para no ser llamado ignorante, antipatriota o incluso loco. Esta otra realidad nos dice lo siguiente. La crisis fue provocada por un sistema financiero desproporcionado, desregulado, escandalosamente lucrativo y tan poderoso que, cuando explotó y provocó un inmenso agujero en la economía mundial, consiguió convencer a los Estados (y, por lo tanto, a los ciudadanos) de que lo salvaran de la bancarrota y le llenaran las arcas sin pedirle cuentas. De esta manera, los Estados, ya endeudados, se endeudaron aún más, tuvieron que recurrir al sistema financiero que acababan de rescatar y éste, como entretanto las reglas de juego no fueron modificadas, decidió que sólo prestaría dinero bajo condiciones que le garantizaran fabulosas ganancias, hasta la próxima explosión.
La preocupación por las deudas es importante, pero, si todos son deudores (familias, empresas y Estado) y nadie puede gastar, ¿quién va a producir, crear empleo y devolver la esperanza a las familias? En este escenario, el futuro inevitable es la recesión, el aumento del desempleo y la miseria de casi todos. La historia de los años ’30 del siglo pasado nos dice que la única solución es la inversión del Estado, la creación de puestos de trabajo, los impuestos a los más ricos y la regulación del sistema financiero. Y hablar del Estado es hablar de conjuntos de Estados, como la Unión Europea y el Mercosur. Sólo así la austeridad será para todos y no apenas para las clases medias y trabajadoras que más dependen de los servicios estatales.
¿Por qué esta solución no parece posible hoy? Por una decisión política de quienes controlan el sistema financiero e, indirectamente, de los Estados. Esa decisión consiste en empobrecer aún más al aparato estatal, liquidar al Estado de bienestar donde todavía existe, debilitar al movimiento obrero hasta que los trabajadores tengan que aceptar las condiciones laborales y los salarios unilateralmente impuestos por los patrones. Como el Estado tiende a ser un empleador menos autónomo y como las prestaciones sociales (salud, educación, jubilaciones, seguridad social) son implementadas a través de servicios públicos, el ataque debe centrarse en la función pública y en quienes más dependen de ella. Para los que en este momento controlan el sistema financiero es prioritario que los trabajadores dejen de exigir una cuota decente de la renta nacional y, para eso, necesitan eliminar todos los derechos conquistados tras la Segunda Guerra. El objetivo es volver a la política de clase pura y dura, o sea, al siglo XIX.
La política de clases conduce inevitablemente a la confrontación social y la violencia. Como bien muestran las recientes elecciones en los Estados Unidos, la crisis económica, en lugar de instar a las diferencias ideológicas a disolverse en el centro político, las profundiza y las empuja hacia los extremos. Los políticos de centro (entre los que se incluyen los inspirados en la socialdemocracia europea) serían más prudentes si pensaran que en la vigencia del modelo ahora dominante no hay lugar para ellos. Al abrazar este modelo, se están suicidando.
Debemos prepararnos para una profunda reconstitución de las fuerzas políticas, para reinventar la movilización social de resistencia y para proponer alternativas; en última instancia, para la reforma política y la refundación democrática del Estado.
* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.).
Traducción: Javier Lorca.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-157317-2010-11-22.html
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La reciente reunión del G-20 en Seúl fue un fracaso total. Llegó a ser desgarradora la pérdida de credibilidad de los Estados Unidos como supuesta economía más poderosa del mundo, así como la forma en que intentó acusar a China de comportamientos monetarios finalmente tan proteccionistas como los de los norteamericanos. La reunión mostró que el “orden” económico financiero, creado a fines de la Segunda Guerra Mundial y ya fuertemente afectado tras la década de 1970, está colapsando y que se prevé la aparición de graves conflictos comerciales y monetarios. Pero, curiosamente, estos conflictos no tienen eco en la opinión pública mundial y, en cambio, casi por todas partes los ciudadanos están siendo bombardeados por las mismas ideas de crisis, de tiempos de austeridad, de sacrificios compartidos. Es necesario analizar lo que se esconde detrás de esta unanimidad.
Quien tome por real lo que ofrecen los discursos de los organismos financieros internacionales y de la gran mayoría de los gobiernos nacionales de las diferentes regiones del mundo tenderá a tener las siguientes ideas sobre la crisis económico financiera y sobre cómo se ve afectada su vida: todos somos culpables de la crisis porque todos, ciudadanos, empresas y Estados, vivimos por encima de nuestras posibilidades y endeudándonos en exceso; las deudas deben ser pagadas y el Estado debe dar el ejemplo; como subir los impuestos agravaría la crisis, la única solución es recortar los gastos estatales reduciendo los servicios públicos, despidiendo empleados, bajando salarios y eliminando prestaciones sociales; estamos en un período de austeridad que alcanza a todos y para enfrentarlo debemos aguantar el sabor amargo de una fiesta en la que nos arruinamos y que ahora terminó; las diferencias ideológicas ya no cuentan, lo que cuenta es el imperativo de la salvación nacional, y los políticos y sus propuestas tienen que unirse en un amplio consenso, bien al centro del espectro ideológico.
Esta “realidad” es tan evidente que constituye un nuevo sentido común. Y, sin embargo, sólo es real en la medida en que encubre otra realidad, de la que el ciudadano común tiene, como mucho, una idea difusa y que reprime para no ser llamado ignorante, antipatriota o incluso loco. Esta otra realidad nos dice lo siguiente. La crisis fue provocada por un sistema financiero desproporcionado, desregulado, escandalosamente lucrativo y tan poderoso que, cuando explotó y provocó un inmenso agujero en la economía mundial, consiguió convencer a los Estados (y, por lo tanto, a los ciudadanos) de que lo salvaran de la bancarrota y le llenaran las arcas sin pedirle cuentas. De esta manera, los Estados, ya endeudados, se endeudaron aún más, tuvieron que recurrir al sistema financiero que acababan de rescatar y éste, como entretanto las reglas de juego no fueron modificadas, decidió que sólo prestaría dinero bajo condiciones que le garantizaran fabulosas ganancias, hasta la próxima explosión.
La preocupación por las deudas es importante, pero, si todos son deudores (familias, empresas y Estado) y nadie puede gastar, ¿quién va a producir, crear empleo y devolver la esperanza a las familias? En este escenario, el futuro inevitable es la recesión, el aumento del desempleo y la miseria de casi todos. La historia de los años ’30 del siglo pasado nos dice que la única solución es la inversión del Estado, la creación de puestos de trabajo, los impuestos a los más ricos y la regulación del sistema financiero. Y hablar del Estado es hablar de conjuntos de Estados, como la Unión Europea y el Mercosur. Sólo así la austeridad será para todos y no apenas para las clases medias y trabajadoras que más dependen de los servicios estatales.
¿Por qué esta solución no parece posible hoy? Por una decisión política de quienes controlan el sistema financiero e, indirectamente, de los Estados. Esa decisión consiste en empobrecer aún más al aparato estatal, liquidar al Estado de bienestar donde todavía existe, debilitar al movimiento obrero hasta que los trabajadores tengan que aceptar las condiciones laborales y los salarios unilateralmente impuestos por los patrones. Como el Estado tiende a ser un empleador menos autónomo y como las prestaciones sociales (salud, educación, jubilaciones, seguridad social) son implementadas a través de servicios públicos, el ataque debe centrarse en la función pública y en quienes más dependen de ella. Para los que en este momento controlan el sistema financiero es prioritario que los trabajadores dejen de exigir una cuota decente de la renta nacional y, para eso, necesitan eliminar todos los derechos conquistados tras la Segunda Guerra. El objetivo es volver a la política de clase pura y dura, o sea, al siglo XIX.
La política de clases conduce inevitablemente a la confrontación social y la violencia. Como bien muestran las recientes elecciones en los Estados Unidos, la crisis económica, en lugar de instar a las diferencias ideológicas a disolverse en el centro político, las profundiza y las empuja hacia los extremos. Los políticos de centro (entre los que se incluyen los inspirados en la socialdemocracia europea) serían más prudentes si pensaran que en la vigencia del modelo ahora dominante no hay lugar para ellos. Al abrazar este modelo, se están suicidando.
Debemos prepararnos para una profunda reconstitución de las fuerzas políticas, para reinventar la movilización social de resistencia y para proponer alternativas; en última instancia, para la reforma política y la refundación democrática del Estado.
* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.).
Traducción: Javier Lorca.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-157317-2010-11-22.html
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