Claudia Rafael
Desde aquellos viejos tiempos en los que el sentido de la escuela estaba forjado con énfasis en el impulso al desarrollo productivo y en el culto a la nacionalidad pasaron casi 130 años. Aquella decisión sarmientina de “favorecer y dirigir simultáneamente el desarrollo moral, intelectual y físico de todo niño de 6 a 14” años fue pilar central en el armado de un sistema que preveía en su entramado no sólo las nociones básicas de lecto-escritura o matemáticas sino que promovía toda una moralidad propia de la época y apuntalaba las herramientas necesarias para el trabajo y la defensa militar del país.
El guardapolvos blanco -pintura escolar ineludible y simbólica- metáfora de la pureza y la igualdad, alegoría del férreo control y de la no-transgresión, nos conduce de lleno a nuestra propia infancia y a nuestras propias angustias al ser zambullidos de repente -con tablas o sin ellas, con cuellito almidonado o sin él- en un mundo al que, cuando tímidamente llegábamos por primera vez, intuíamos como un océano demasiado grande y adverso para nuestra propia pequeñez. No era demasiado difícil darnos cuenta de que detrás de una puerta o más allá de un pasillo podrían saltar sobre nosotros monstruos voraces que en un solo movimiento amenazarían con devorarnos. Tan lejanos estábamos a un paraíso mullido y a la plazoleta de juegos sin tiempo ni final.
Desde su mismo origen, la escuela representó esa pertinaz contradicción entre sostener como pilar un sistema rígido en manos de los sectores que sustentaban el poder económico y político con esa grieta constitutiva de otorgar herramientas a grupos lejanos y ajenos a la hegemonía de la Nación.
Cuando Carlos Skliar escribió que hubo algún momento en la historia “imposible de descifrar en el enmarañado del tiempo escolarizado, en el que la vida -nuestra vida, la vida de ellos y de ellas, la vida de los otros- escapó en sigilo de la escuela. Ignorada, traicionada y transformada en simulacro, la vida salió de la escuela. Nadie lo percibió. Y nadie parece haber reclamado absolutamente nada” se hermanaba con aquel Jauretche que garabateaba sabiamente la noción de la eterna rayuela, el tajante corte entre dos mundos que nos hacía andar por la vida con un pie sobre cada línea demarcada con tiza.
Hoy es posible bucear en estadísticas que reconocerán que el 58 por ciento de los argentinos entre 25 y 64 años (como escribe La Nación “la fuerza de trabajo”) no completó la educación media. Cifra que se tornará más dramática aún cuando se conoce que en países como Canadá sólo el 16 por ciento no alcanzó ese nivel educativo.
También que hay una tasa de deserción nacional del 16 por ciento que trepa siete puntos más arriba en la provincia más rica y poblada de la Argentina.
Y aún más: hace apenas un año atrás, el ministro de Educación de la Nación Alberto Sileoni reconocía que “en el quintil más pobre” la deserción escolar es del 30 por ciento mientras que en el quintil menos pobres, es del 6 por ciento.
Cuando hacia 1883, un año antes de la Ley 1420 la tasa de escolaridad entre los 7 y los 14 era del 29 por ciento se estaba muy lejos de aquel 70 por ciento que alcanzaría en 1930 y más aún del 95 por ciento de lo que desnudaba el censo de 1991.
Hay miles de razones que confluirán para que ése sea –como en una suerte de sino obligado- el camino que embocarán cientos de miles de chicos y chicas cada año.
Aunque no siempre se trata de abandono.
Porque ¿cuáles son las huellas indelebles que deja la escuela en nuestras vidas? No se quieren escuchar, demasiadas veces, las voces de los niños y niñas que encontraron en el infinito y enriquecedor espacio del recreo el único tiempo contenedor y de alegría dentro de ese edificio enorme y ajeno, que suele dar miedo, que está invadido por adultos que tantas veces no escuchan ni acarician, que olvidaron hace tanto que la infancia es una geografía de payanas y barriletes.
Tal vez la clave estaba en la voz de Frei Betto cuando decía que todo comienza al demostrarle a las personas que tienen boca. La clave está, en definitiva, en hacer volar las palabras, en ponerles alas, en esa alquimia maravillosa que deviene de entremezclar las letras y las ideas, cargándolas de emociones y de sueños, de historia de vida y de herramientas de trabajo.
Peligrosa paradoja de la vida es la que ofrece la escuela. Puede ser (y lo viene siendo tercamente) estructura anquilosada y expulsiva, que deja rencores o aburrimientos como único emblema para nuestras memorias cuando sabe muy bien que podría desprenderse de todas esas vigas pesadas y apropiarse de la palabra, puente inexorable para la vida. Puede seguir siendo brazo bancarizado de un sistema que toma a sus niños como rehenes para su propia perpetuación o puede zambullirse con ellos en una danza de de risas y una ronda de arcoiris y abrazo. En la que escuchar no será mala palabra. En donde abrir el juego a sus relatos, permitirá construir un nuevo abecedario en el que no estén prohibidas ni la equidad ni la ternura, venerar la memoria y desmadrar de una vez y para siempre esa estructura vetusta que buscó y sigue buscando que sus niños no sean niños sino una pieza maleable al servicio de su propia infinitud.
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=5160:metafora-de-la-perpetuidad&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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Desde aquellos viejos tiempos en los que el sentido de la escuela estaba forjado con énfasis en el impulso al desarrollo productivo y en el culto a la nacionalidad pasaron casi 130 años. Aquella decisión sarmientina de “favorecer y dirigir simultáneamente el desarrollo moral, intelectual y físico de todo niño de 6 a 14” años fue pilar central en el armado de un sistema que preveía en su entramado no sólo las nociones básicas de lecto-escritura o matemáticas sino que promovía toda una moralidad propia de la época y apuntalaba las herramientas necesarias para el trabajo y la defensa militar del país.
El guardapolvos blanco -pintura escolar ineludible y simbólica- metáfora de la pureza y la igualdad, alegoría del férreo control y de la no-transgresión, nos conduce de lleno a nuestra propia infancia y a nuestras propias angustias al ser zambullidos de repente -con tablas o sin ellas, con cuellito almidonado o sin él- en un mundo al que, cuando tímidamente llegábamos por primera vez, intuíamos como un océano demasiado grande y adverso para nuestra propia pequeñez. No era demasiado difícil darnos cuenta de que detrás de una puerta o más allá de un pasillo podrían saltar sobre nosotros monstruos voraces que en un solo movimiento amenazarían con devorarnos. Tan lejanos estábamos a un paraíso mullido y a la plazoleta de juegos sin tiempo ni final.
Desde su mismo origen, la escuela representó esa pertinaz contradicción entre sostener como pilar un sistema rígido en manos de los sectores que sustentaban el poder económico y político con esa grieta constitutiva de otorgar herramientas a grupos lejanos y ajenos a la hegemonía de la Nación.
Cuando Carlos Skliar escribió que hubo algún momento en la historia “imposible de descifrar en el enmarañado del tiempo escolarizado, en el que la vida -nuestra vida, la vida de ellos y de ellas, la vida de los otros- escapó en sigilo de la escuela. Ignorada, traicionada y transformada en simulacro, la vida salió de la escuela. Nadie lo percibió. Y nadie parece haber reclamado absolutamente nada” se hermanaba con aquel Jauretche que garabateaba sabiamente la noción de la eterna rayuela, el tajante corte entre dos mundos que nos hacía andar por la vida con un pie sobre cada línea demarcada con tiza.
Hoy es posible bucear en estadísticas que reconocerán que el 58 por ciento de los argentinos entre 25 y 64 años (como escribe La Nación “la fuerza de trabajo”) no completó la educación media. Cifra que se tornará más dramática aún cuando se conoce que en países como Canadá sólo el 16 por ciento no alcanzó ese nivel educativo.
También que hay una tasa de deserción nacional del 16 por ciento que trepa siete puntos más arriba en la provincia más rica y poblada de la Argentina.
Y aún más: hace apenas un año atrás, el ministro de Educación de la Nación Alberto Sileoni reconocía que “en el quintil más pobre” la deserción escolar es del 30 por ciento mientras que en el quintil menos pobres, es del 6 por ciento.
Cuando hacia 1883, un año antes de la Ley 1420 la tasa de escolaridad entre los 7 y los 14 era del 29 por ciento se estaba muy lejos de aquel 70 por ciento que alcanzaría en 1930 y más aún del 95 por ciento de lo que desnudaba el censo de 1991.
Hay miles de razones que confluirán para que ése sea –como en una suerte de sino obligado- el camino que embocarán cientos de miles de chicos y chicas cada año.
Aunque no siempre se trata de abandono.
Porque ¿cuáles son las huellas indelebles que deja la escuela en nuestras vidas? No se quieren escuchar, demasiadas veces, las voces de los niños y niñas que encontraron en el infinito y enriquecedor espacio del recreo el único tiempo contenedor y de alegría dentro de ese edificio enorme y ajeno, que suele dar miedo, que está invadido por adultos que tantas veces no escuchan ni acarician, que olvidaron hace tanto que la infancia es una geografía de payanas y barriletes.
Tal vez la clave estaba en la voz de Frei Betto cuando decía que todo comienza al demostrarle a las personas que tienen boca. La clave está, en definitiva, en hacer volar las palabras, en ponerles alas, en esa alquimia maravillosa que deviene de entremezclar las letras y las ideas, cargándolas de emociones y de sueños, de historia de vida y de herramientas de trabajo.
Peligrosa paradoja de la vida es la que ofrece la escuela. Puede ser (y lo viene siendo tercamente) estructura anquilosada y expulsiva, que deja rencores o aburrimientos como único emblema para nuestras memorias cuando sabe muy bien que podría desprenderse de todas esas vigas pesadas y apropiarse de la palabra, puente inexorable para la vida. Puede seguir siendo brazo bancarizado de un sistema que toma a sus niños como rehenes para su propia perpetuación o puede zambullirse con ellos en una danza de de risas y una ronda de arcoiris y abrazo. En la que escuchar no será mala palabra. En donde abrir el juego a sus relatos, permitirá construir un nuevo abecedario en el que no estén prohibidas ni la equidad ni la ternura, venerar la memoria y desmadrar de una vez y para siempre esa estructura vetusta que buscó y sigue buscando que sus niños no sean niños sino una pieza maleable al servicio de su propia infinitud.
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=5160:metafora-de-la-perpetuidad&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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