Silvana Melo
Marzo se despereza en las calles desiertas. Transpira de a ratos por una nube, acuchilla de a ratos por el sol. Todavía es verano. Hay un rumor lejano de murga tristona y un par de mascarones duermen su mona de alcohol en las esquinas.
Hay feriado y el fin de semana es tan largo que dicen que se fueron todos. Que no quedó un nadie para que cuide la Gendarmería. Que no quedó un nadie para que pase calor de pavimento en las húmedas venas de marzo. Que no quedó un nadie, dicen.
La Estación Darío y Maxi huele a fritos y suena a cumbia nostálgica. Pavón le pasa por la puerta, sin la furia diaria. El tren fatiga el traca traca sin multitud, como un milagro de carnaval. La estación entera es un santuario. La muerte pasó su aliento sagrado y en las paredes y en el piso y en las columnas y en el túnel y en las escalinatas ellos están. Desangrándose otra vez.
Como Mariano Ferreyra en la esquina de Perdriel y Luján. Puesto a morirse por toda la historia en esa ochava de Barracas. Su silueta se cristaliza y se esfuma en la calle vacía. Donde lo vieron caerse con el pecho roto. Y morirse ahí, tan guevara, tan crístico, tan joven.
El pibe tendrá trece, no más. Arrastra una remera diez veces más grande que su cuerpo, que le cae hasta sus rodillas, agujereada, estirada de un lado, corta en el otro. Una camperita negra sobre los hombros, como si tuviera frío. Es gris como la remera. Tiene la piel ceniza. Parece haber salido de una boca de tormenta. Parece haber nacido en los intestinos del conurbano. Sale a pedir monedas y sospecha que vivirá corto, muy corto. Acaso ni lo sospecha. Se deja morir un poco todos los días. Cuando respira vidrio molido en sus pulmones.
Entre los palos borrachos de la 9 de Julio hay hogares sin paredes ni techos ni sala de estar. Un carrito de supermercado, un sillón con tres patas, una lata, un cajón de fruta con trapos para cambiarse. Una pila de diarios. Una garrafa con hornalla. Ella se consiguió una cama. En la tarde de franco de carnaval se tiró de costado, con la cabeza sostenida por uno de los brazos, a leer. Un par de horas con pretensión de paraíso. Después la lluvia, la noche, la ciudad más impiadosa. Y los redoblantes que suenan lejos, muy lejos. A la hora en que despiertan las brujas.
Eligió para dormir la vidriera de una esquina brillante de Recoleta. En la vereda se la vio arrodillada, con un vestido de flores oscuras, rascándose la espalda de abajo hacia arriba, con las dos manos. El pelo impenetrable. Negro negrísimo. Y ella en otro mundo. Sin nada. A media cuadra, es feriado de carnaval.
El río alarga su lengua envenenada. Estira sus dedos de plomo y se lleva a los niños que nacen, respiran y crecen a duras penas a su alrededor. Los devuelve rotos, infectados, con la cabeza fatigada, con los pulmones ajados. Sin poder multiplicar ni llenarse de aire. Recortados, talados por la suerte que les tocó. Nacer a la orilla del Riachuelo y arrastrar la condena del veneno que llueve de la panza de la producción. Y que los convierte en su cloaca.
Apenas una lata de dulce de membrillo redobla bajo el golpe de la cuchara. Es todo el carnaval del caserío. Que respira apenas el olor pesado que para ellos tiene el porvenir.
Marzo bosteza y hace un calor desconcertado. Es feriado para la murga y la máscara embriagada por las calles. Todos se fueron, dicen. No hay un nadie en las calles puestas a dormir.
Pero hay los que están y no se van nunca. Sin redoblantes ni lentejuelas. Sin carnaval.
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=5212:por-silvana-melo&catid=36:notas-en-el-home&Itemid=107
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Marzo se despereza en las calles desiertas. Transpira de a ratos por una nube, acuchilla de a ratos por el sol. Todavía es verano. Hay un rumor lejano de murga tristona y un par de mascarones duermen su mona de alcohol en las esquinas.
Hay feriado y el fin de semana es tan largo que dicen que se fueron todos. Que no quedó un nadie para que cuide la Gendarmería. Que no quedó un nadie para que pase calor de pavimento en las húmedas venas de marzo. Que no quedó un nadie, dicen.
La Estación Darío y Maxi huele a fritos y suena a cumbia nostálgica. Pavón le pasa por la puerta, sin la furia diaria. El tren fatiga el traca traca sin multitud, como un milagro de carnaval. La estación entera es un santuario. La muerte pasó su aliento sagrado y en las paredes y en el piso y en las columnas y en el túnel y en las escalinatas ellos están. Desangrándose otra vez.
Como Mariano Ferreyra en la esquina de Perdriel y Luján. Puesto a morirse por toda la historia en esa ochava de Barracas. Su silueta se cristaliza y se esfuma en la calle vacía. Donde lo vieron caerse con el pecho roto. Y morirse ahí, tan guevara, tan crístico, tan joven.
El pibe tendrá trece, no más. Arrastra una remera diez veces más grande que su cuerpo, que le cae hasta sus rodillas, agujereada, estirada de un lado, corta en el otro. Una camperita negra sobre los hombros, como si tuviera frío. Es gris como la remera. Tiene la piel ceniza. Parece haber salido de una boca de tormenta. Parece haber nacido en los intestinos del conurbano. Sale a pedir monedas y sospecha que vivirá corto, muy corto. Acaso ni lo sospecha. Se deja morir un poco todos los días. Cuando respira vidrio molido en sus pulmones.
Entre los palos borrachos de la 9 de Julio hay hogares sin paredes ni techos ni sala de estar. Un carrito de supermercado, un sillón con tres patas, una lata, un cajón de fruta con trapos para cambiarse. Una pila de diarios. Una garrafa con hornalla. Ella se consiguió una cama. En la tarde de franco de carnaval se tiró de costado, con la cabeza sostenida por uno de los brazos, a leer. Un par de horas con pretensión de paraíso. Después la lluvia, la noche, la ciudad más impiadosa. Y los redoblantes que suenan lejos, muy lejos. A la hora en que despiertan las brujas.
Eligió para dormir la vidriera de una esquina brillante de Recoleta. En la vereda se la vio arrodillada, con un vestido de flores oscuras, rascándose la espalda de abajo hacia arriba, con las dos manos. El pelo impenetrable. Negro negrísimo. Y ella en otro mundo. Sin nada. A media cuadra, es feriado de carnaval.
El río alarga su lengua envenenada. Estira sus dedos de plomo y se lleva a los niños que nacen, respiran y crecen a duras penas a su alrededor. Los devuelve rotos, infectados, con la cabeza fatigada, con los pulmones ajados. Sin poder multiplicar ni llenarse de aire. Recortados, talados por la suerte que les tocó. Nacer a la orilla del Riachuelo y arrastrar la condena del veneno que llueve de la panza de la producción. Y que los convierte en su cloaca.
Apenas una lata de dulce de membrillo redobla bajo el golpe de la cuchara. Es todo el carnaval del caserío. Que respira apenas el olor pesado que para ellos tiene el porvenir.
Marzo bosteza y hace un calor desconcertado. Es feriado para la murga y la máscara embriagada por las calles. Todos se fueron, dicen. No hay un nadie en las calles puestas a dormir.
Pero hay los que están y no se van nunca. Sin redoblantes ni lentejuelas. Sin carnaval.
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=5212:por-silvana-melo&catid=36:notas-en-el-home&Itemid=107
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