Rafael Fernando Navarro
El dinero que los gobiernos entregan a diversos estamentos estatales es siempre parte de las aportaciones de todos los ciudadanos. Deberían por tanto los gobiernos saber el fin que le dan a cada partida los destinatarios para que la ciudadanía sepa en qué se ha gastado y pueda exigir la honestidad de su destino.
En España la Iglesia católica recibe del erario público unos seis mil millones de euros. Todos conocemos las obras de solidaridad-caridad que lleva a cabo y por tanto el destino de parte de ese dinero recibido. Es verdad que la Iglesia llega a cubrir necesidades descuidadas por los organismos públicos o sencillamente solapadas por falta de recursos. La Iglesia mantiene comedores, albergues, reparto de ropa, enseñanza concertada y sobre todo la inestimable labor misionera en diversas partes del mundo donde muchos de sus miembros, con renuncia expresa a un bienestar en su patria, se implican en la proclamación de un evangelio que exige justicia, reparto equitativo de los bienes del mundo, libertad, dignidad para los más pobres y pan para estómagos hambrientos. Todos los ciudadanos, religiosos o no, deben sentirse reconfortados por esta aportación a la bondad del mundo donde los pobres son las espaldas que soportan los pies de los ricos empeñados en auparse a la salvaje posesión de la riqueza a costa de quien sea. El ochenta por ciento está en manos del veinte por ciento de los poderosos porque han excluido del reparto al ochenta por ciento de los pobres que deben contentarse con el veinte por ciento. Blasfema justicia distributiva, pero realidad palpable.
Los colegios privados y concertados de Valencia tienen ya en su poder un manual titulado “Educar la sexualidad para el amor” como guía pedagógica para niños de 5 a 14 años. Hermoso título. También para el amor debe educarse la riqueza propia o familiar, el tiempo, el talento, la capacidad de compartir. Todo lo que el ser humano es y posee debe ser educado para el amor. Resulta sospechoso que sólo la sexualidad quiera orientarse hacia el amor.
Para una amorosa visión de la sexualidad hay que partir del hecho incontrovertible de que ni el hombre ni la mujer “tienen” sexo, sino que son seres “sexuados”. Estamos constituidos por los que somos como totalidad, no por lo que “tenemos” como elementos superpuestos. Lo contrario es situarnos en el compartimento de las posesiones. Somos inteligentes, somos hermosura, somos donación, somos capacidad de asombro, de vértigo, de arte, de creación. La disociación de lo humano conlleva la imposibilidad de que la sexualidad pueda ser educada para el amor.
Cuando se analiza la guía del episcopado valenciano, se palpa el alejamiento de la realidad humana y se ve con claridad un reduccionismo del hombre y de la mujer como sujetos desmembrados y compartimentados. La familia como seno de procreación exclusivo y excluyente, la continencia sexual como reserva fortalecedora de un futuro matrimonio, la homosexualidad concebida como una disfunción que puede ser reconducida y reciclada en heterosexualidad, la masturbación como vicio que no respeta la dignidad de la persona, los anticonceptivos como rechazo de la fertilidad…
Y prueba palpable de que la Jerarquía católica practica el despiece de la unidad ontológica que cada ser humano es consiste en proclamar el celibato como amor “no sexuado”
Prima la castración mental sobre la visión enriquecedora del sexo que aporta plenitud por sí misma sin necesidad de elementos referenciales que la dignifiquen.
Si todo este intento de deformación de lo humano está hecho con el dinero aportado por la ciudadanía, debe ser exigida su devolución para destinarlo a una enseñanza pública con auténticos valores integradores y nunca alienantes.
http://marpalabra.blogspot.com
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El dinero que los gobiernos entregan a diversos estamentos estatales es siempre parte de las aportaciones de todos los ciudadanos. Deberían por tanto los gobiernos saber el fin que le dan a cada partida los destinatarios para que la ciudadanía sepa en qué se ha gastado y pueda exigir la honestidad de su destino.
En España la Iglesia católica recibe del erario público unos seis mil millones de euros. Todos conocemos las obras de solidaridad-caridad que lleva a cabo y por tanto el destino de parte de ese dinero recibido. Es verdad que la Iglesia llega a cubrir necesidades descuidadas por los organismos públicos o sencillamente solapadas por falta de recursos. La Iglesia mantiene comedores, albergues, reparto de ropa, enseñanza concertada y sobre todo la inestimable labor misionera en diversas partes del mundo donde muchos de sus miembros, con renuncia expresa a un bienestar en su patria, se implican en la proclamación de un evangelio que exige justicia, reparto equitativo de los bienes del mundo, libertad, dignidad para los más pobres y pan para estómagos hambrientos. Todos los ciudadanos, religiosos o no, deben sentirse reconfortados por esta aportación a la bondad del mundo donde los pobres son las espaldas que soportan los pies de los ricos empeñados en auparse a la salvaje posesión de la riqueza a costa de quien sea. El ochenta por ciento está en manos del veinte por ciento de los poderosos porque han excluido del reparto al ochenta por ciento de los pobres que deben contentarse con el veinte por ciento. Blasfema justicia distributiva, pero realidad palpable.
Los colegios privados y concertados de Valencia tienen ya en su poder un manual titulado “Educar la sexualidad para el amor” como guía pedagógica para niños de 5 a 14 años. Hermoso título. También para el amor debe educarse la riqueza propia o familiar, el tiempo, el talento, la capacidad de compartir. Todo lo que el ser humano es y posee debe ser educado para el amor. Resulta sospechoso que sólo la sexualidad quiera orientarse hacia el amor.
Para una amorosa visión de la sexualidad hay que partir del hecho incontrovertible de que ni el hombre ni la mujer “tienen” sexo, sino que son seres “sexuados”. Estamos constituidos por los que somos como totalidad, no por lo que “tenemos” como elementos superpuestos. Lo contrario es situarnos en el compartimento de las posesiones. Somos inteligentes, somos hermosura, somos donación, somos capacidad de asombro, de vértigo, de arte, de creación. La disociación de lo humano conlleva la imposibilidad de que la sexualidad pueda ser educada para el amor.
Cuando se analiza la guía del episcopado valenciano, se palpa el alejamiento de la realidad humana y se ve con claridad un reduccionismo del hombre y de la mujer como sujetos desmembrados y compartimentados. La familia como seno de procreación exclusivo y excluyente, la continencia sexual como reserva fortalecedora de un futuro matrimonio, la homosexualidad concebida como una disfunción que puede ser reconducida y reciclada en heterosexualidad, la masturbación como vicio que no respeta la dignidad de la persona, los anticonceptivos como rechazo de la fertilidad…
Y prueba palpable de que la Jerarquía católica practica el despiece de la unidad ontológica que cada ser humano es consiste en proclamar el celibato como amor “no sexuado”
Prima la castración mental sobre la visión enriquecedora del sexo que aporta plenitud por sí misma sin necesidad de elementos referenciales que la dignifiquen.
Si todo este intento de deformación de lo humano está hecho con el dinero aportado por la ciudadanía, debe ser exigida su devolución para destinarlo a una enseñanza pública con auténticos valores integradores y nunca alienantes.
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