José M. Castillo
Desde niños nos han acostumbrado a celebrar la Navidad como una fiesta de luces, regalos, comidas abundantes de familias, amigos y empresas, fiesta de posibles excesos y, en todo caso, la ocasión del año para encontrarse, escribirse y desearse lo mejor de lo mejor. Sin duda, las palabras “felicidad”, “felicitación”, “ felices” son las que más se repiten en estos días. La ocasión lo merece, decimos los cristianos. Porque es motivo de gozo y alegría lo que recordamos: el nacimiento de Cristo, cantado por ángeles del cielo y adorado por reyes de la tierra. ¡cualquier cosa!
Y, sin embargo, como bien dijo, hace unos años, el conocido escritor italiano Ernesto Balducci, “la Navidad es, para el que llega al fondo de las cosas, una fiesta severa, una fiesta muy dura, como el Viernes Santo, de forma que sólo el que comprende esto puede abrirse a la alegría frágil, simple, familiar, de convivencia y amistad, sabiendo sin embargo que no debe engañarse con fábulas. Los tiempos que corren son severos. Y dichosos los que tienen la fuerza de escoger, en contraste con la cultura del poder, la grande, infinita, eterna cultura del amor, cuyo misterio es el mismo misterio de Dios”.
No quisiera, por nada del mundo, que todo esto sonara a lenguaje de sacristía. Tal como lo pienso y lo siento, se trata de algo mucho más serio, más universal y más cotidiano de lo que imaginamos. Intentaré explicarlo echando mano de un texto genial de san Pablo: Cristo, “a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como un hombre cualquiera, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 6-8). El contraste asombroso, que aquí presenta Pablo, es el contraste entre la “categoría de Dios” y la “condición de esclavo”. Literalmente, se trata de que la “forma de Dios” se vacía en lo contrario, la “forma de esclavo”. Pero que nadie se piense que esto es cosa de curas, palabrería de gente religiosa y pare Vd de contar. Nada de eso. Es algo que a todos nos toca en la piel y entra en la sangre misma de nuestras ideas más queridas o, por el contrario, las más rechazadas. Lo explicaré recordando lo que Séneca, en su tratado “De clementia” (III, 6, 2 s), le dijo a Nerón : “Tú no puedes alejarte a ti mismo de tu elevado rango; él te posee, y dondequiera que vayas, te sigue con gran pompa. La servidumbre propia de tu elevadísimo rango es el no poder llegar a ser menos importante; pero precisamente esta necesidad la tienes en común con los dioses. Porque también a ellos los tiene el cielo ligados, y a ellos no les he dado descender, como tampoco te es dado a ti, sin correr riesgo. Tú estás enclavado en tu rango”.
¿Tiene todo esto algo que ver con lo que nos pasa ahora, con lo que nos interesa y nos preocupa, con lo que dice la última encuesta del CIS sobre las tres preocupaciones más fuertes de los españoles: la crisis económica, el paro y los políticos? Por lo menos, si algo está claro es que, a la casi totalidad de los políticos, de los obispos y de los que nos llamamos cristianos, el Evangelio, que empieza en Belén y acaba en la Cruz, no ha traspasado nuestra epidermis. Aquí lo que de verdad importa es mandar y vivir bien, aunque para tener eso haya que tragarse las mentiras de unos, la corrupción de otros, los oropeles de obispos que se echan a la calle para defender la vida y se callan a sabiendas de que los derechos fundamentales de los que viven se pisotean por todas partes. Y de sobra sabemos que todo esto nos divide, nos enfrenta, nos tiene crispados y cansados. Pero está claro que vivimos en la esquizofrenia de quienes visitan con devoción los belenes, pero al mismo defienden con uñas y dientes un rango, que no tenemos, pero al que todos nos hemos atado. Se trata sencillamente del encanto y el escándalo de una Navidad de la que hemos hecho una gran mentira. Es, en definitiva, la ilusión perdida. Una ves más.
José M. Castillo
http://josemariacastillo.blogspot.com/
Desde niños nos han acostumbrado a celebrar la Navidad como una fiesta de luces, regalos, comidas abundantes de familias, amigos y empresas, fiesta de posibles excesos y, en todo caso, la ocasión del año para encontrarse, escribirse y desearse lo mejor de lo mejor. Sin duda, las palabras “felicidad”, “felicitación”, “ felices” son las que más se repiten en estos días. La ocasión lo merece, decimos los cristianos. Porque es motivo de gozo y alegría lo que recordamos: el nacimiento de Cristo, cantado por ángeles del cielo y adorado por reyes de la tierra. ¡cualquier cosa!
Y, sin embargo, como bien dijo, hace unos años, el conocido escritor italiano Ernesto Balducci, “la Navidad es, para el que llega al fondo de las cosas, una fiesta severa, una fiesta muy dura, como el Viernes Santo, de forma que sólo el que comprende esto puede abrirse a la alegría frágil, simple, familiar, de convivencia y amistad, sabiendo sin embargo que no debe engañarse con fábulas. Los tiempos que corren son severos. Y dichosos los que tienen la fuerza de escoger, en contraste con la cultura del poder, la grande, infinita, eterna cultura del amor, cuyo misterio es el mismo misterio de Dios”.
No quisiera, por nada del mundo, que todo esto sonara a lenguaje de sacristía. Tal como lo pienso y lo siento, se trata de algo mucho más serio, más universal y más cotidiano de lo que imaginamos. Intentaré explicarlo echando mano de un texto genial de san Pablo: Cristo, “a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como un hombre cualquiera, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 6-8). El contraste asombroso, que aquí presenta Pablo, es el contraste entre la “categoría de Dios” y la “condición de esclavo”. Literalmente, se trata de que la “forma de Dios” se vacía en lo contrario, la “forma de esclavo”. Pero que nadie se piense que esto es cosa de curas, palabrería de gente religiosa y pare Vd de contar. Nada de eso. Es algo que a todos nos toca en la piel y entra en la sangre misma de nuestras ideas más queridas o, por el contrario, las más rechazadas. Lo explicaré recordando lo que Séneca, en su tratado “De clementia” (III, 6, 2 s), le dijo a Nerón : “Tú no puedes alejarte a ti mismo de tu elevado rango; él te posee, y dondequiera que vayas, te sigue con gran pompa. La servidumbre propia de tu elevadísimo rango es el no poder llegar a ser menos importante; pero precisamente esta necesidad la tienes en común con los dioses. Porque también a ellos los tiene el cielo ligados, y a ellos no les he dado descender, como tampoco te es dado a ti, sin correr riesgo. Tú estás enclavado en tu rango”.
¿Tiene todo esto algo que ver con lo que nos pasa ahora, con lo que nos interesa y nos preocupa, con lo que dice la última encuesta del CIS sobre las tres preocupaciones más fuertes de los españoles: la crisis económica, el paro y los políticos? Por lo menos, si algo está claro es que, a la casi totalidad de los políticos, de los obispos y de los que nos llamamos cristianos, el Evangelio, que empieza en Belén y acaba en la Cruz, no ha traspasado nuestra epidermis. Aquí lo que de verdad importa es mandar y vivir bien, aunque para tener eso haya que tragarse las mentiras de unos, la corrupción de otros, los oropeles de obispos que se echan a la calle para defender la vida y se callan a sabiendas de que los derechos fundamentales de los que viven se pisotean por todas partes. Y de sobra sabemos que todo esto nos divide, nos enfrenta, nos tiene crispados y cansados. Pero está claro que vivimos en la esquizofrenia de quienes visitan con devoción los belenes, pero al mismo defienden con uñas y dientes un rango, que no tenemos, pero al que todos nos hemos atado. Se trata sencillamente del encanto y el escándalo de una Navidad de la que hemos hecho una gran mentira. Es, en definitiva, la ilusión perdida. Una ves más.
José M. Castillo
http://josemariacastillo.blogspot.com/