Eduardo González,
Programa de Verdad y Memoria del Centro Internacional por la Justicia Transicional
La reacción ante la injusta suspensión contra Baltasar Garzón ha revelado, paradójicamente, hasta qué punto el trauma de la dictadura franquista y la mordaza de la Transición han sido superados.
En efecto, la mitología de la Transición -con T mayúscula, fundada en el olvido y el perdón mutuo- había sido ya falseada en los hechos en todas las repúblicas latinoamericanas donde las élites políticas habían pretendido utilizarla como modelo. En aquella parte del mundo que más comparte las tradiciones jurídicas y la cultura política de España, los poderes judiciales se han encargado de hundir el edificio político de los pactos de olvido.
Las cortes supremas de Argentina y Uruguay han ilegalizado las autoamnistías; sus pares de Chile y Perú han ignorado las inmunidades de jefes de Estado criminales; la corte constitucional colombiana ha declarado que ni siquiera una negociación de paz justifica la impunidad. La Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró hace más de 20 años que los estados deben investigar y castigar las desapariciones forzadas. Y luego declaró nulas las amnistías que impiden juzgar violaciones de derechos humanos.
Demandas ciudadanas
No así en España. ¿Por qué? La razón no es la audacia de los jueces y fiscales latinoamericanos, cortados en el mismo molde que Garzón. Al fin y al cabo, jueces y fiscales actúan en muchos casos movidos por demandas ciudadanas.
Y ahí radica la clave: las víctimas en América Latina -a diferencia de las españolas- no estuvieron amordazadas por los actores de la transición. Ni los socialistas chilenos, ni los demócratas peruanos estuvieron jamás en disposición de silenciar a sindicalistas, estudiantes y madres de desaparecidos por el bien de un pacto político. En América Latina, pocos se atrevieron a perdonar en nombre de otros, ausentes de la mesa de negociaciones, y los que así lo hicieron terminaron desprestigiados y con sus perdones ilegalizados.
Es el falso perdón de la Transición, esa profunda arrogancia política de quienes podían callar a sus propias bases, lo que ha quedado al descubierto en una España donde ningún partido puede decir a la gente qué hacer con sus más profundas exigencias éticas.
En España, como en una vieja tragedia griega, el tirano, tras vencer en una guerra civil, ordena que sus soldados sean enterrados con honores y monumentos. Los cuerpos enemigos deben ser abandonados a la vera del camino, sin que nadie les llore.
Antígona, hermana de un derrotado, se atreve a romper la ley del tirano Creonte y, aunque criticada por el Coro obsecuente de sus conciudadanos, desnuda la ilegalidad de esos decretos en nombre de una justicia más profunda: "No creo que tus decretos tengan tanta fuerza como para permitirle al hombre ignorar las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre".
Creonte, lo sabemos, aunque condenó a muerte a Antígona, no pudo disfrutar la afirmación de su autoridad. Como en España, poco a poco, el Coro de la población se volvió en su contra. La ciudad tuvo que constatar que la inhumana orden había contaminado la vida diaria de la polis: sus aguas, enturbiadas; sus aires, fétidos; sus conversaciones, plagadas por el miedo y las prohibiciones, reales o autoimpuestas.
En la indignación popular que hoy rechaza mayoritariamente la suspensión de Garzón, vemos la rebelión del coro, que se libera de traumas y tabúes. ¿Por cuánto más soportará España la contaminación a que la han condenado sus propios Creontes?
http://www.publico.es/espana/313011/creonte/antigona/tragedia/espanola
Programa de Verdad y Memoria del Centro Internacional por la Justicia Transicional
La reacción ante la injusta suspensión contra Baltasar Garzón ha revelado, paradójicamente, hasta qué punto el trauma de la dictadura franquista y la mordaza de la Transición han sido superados.
En efecto, la mitología de la Transición -con T mayúscula, fundada en el olvido y el perdón mutuo- había sido ya falseada en los hechos en todas las repúblicas latinoamericanas donde las élites políticas habían pretendido utilizarla como modelo. En aquella parte del mundo que más comparte las tradiciones jurídicas y la cultura política de España, los poderes judiciales se han encargado de hundir el edificio político de los pactos de olvido.
Las cortes supremas de Argentina y Uruguay han ilegalizado las autoamnistías; sus pares de Chile y Perú han ignorado las inmunidades de jefes de Estado criminales; la corte constitucional colombiana ha declarado que ni siquiera una negociación de paz justifica la impunidad. La Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró hace más de 20 años que los estados deben investigar y castigar las desapariciones forzadas. Y luego declaró nulas las amnistías que impiden juzgar violaciones de derechos humanos.
Demandas ciudadanas
No así en España. ¿Por qué? La razón no es la audacia de los jueces y fiscales latinoamericanos, cortados en el mismo molde que Garzón. Al fin y al cabo, jueces y fiscales actúan en muchos casos movidos por demandas ciudadanas.
Y ahí radica la clave: las víctimas en América Latina -a diferencia de las españolas- no estuvieron amordazadas por los actores de la transición. Ni los socialistas chilenos, ni los demócratas peruanos estuvieron jamás en disposición de silenciar a sindicalistas, estudiantes y madres de desaparecidos por el bien de un pacto político. En América Latina, pocos se atrevieron a perdonar en nombre de otros, ausentes de la mesa de negociaciones, y los que así lo hicieron terminaron desprestigiados y con sus perdones ilegalizados.
Es el falso perdón de la Transición, esa profunda arrogancia política de quienes podían callar a sus propias bases, lo que ha quedado al descubierto en una España donde ningún partido puede decir a la gente qué hacer con sus más profundas exigencias éticas.
En España, como en una vieja tragedia griega, el tirano, tras vencer en una guerra civil, ordena que sus soldados sean enterrados con honores y monumentos. Los cuerpos enemigos deben ser abandonados a la vera del camino, sin que nadie les llore.
Antígona, hermana de un derrotado, se atreve a romper la ley del tirano Creonte y, aunque criticada por el Coro obsecuente de sus conciudadanos, desnuda la ilegalidad de esos decretos en nombre de una justicia más profunda: "No creo que tus decretos tengan tanta fuerza como para permitirle al hombre ignorar las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre".
Creonte, lo sabemos, aunque condenó a muerte a Antígona, no pudo disfrutar la afirmación de su autoridad. Como en España, poco a poco, el Coro de la población se volvió en su contra. La ciudad tuvo que constatar que la inhumana orden había contaminado la vida diaria de la polis: sus aguas, enturbiadas; sus aires, fétidos; sus conversaciones, plagadas por el miedo y las prohibiciones, reales o autoimpuestas.
En la indignación popular que hoy rechaza mayoritariamente la suspensión de Garzón, vemos la rebelión del coro, que se libera de traumas y tabúes. ¿Por cuánto más soportará España la contaminación a que la han condenado sus propios Creontes?
http://www.publico.es/espana/313011/creonte/antigona/tragedia/espanola