Lucas Vadura
Suele decirse, cuando las expectativas están al tope de las posibilidades pensadas, que se ha alcanzado el techo.
Asimismo, cuando el punto más bajo se toca, se proclama que se está por el piso.
Ahora bien, cuando son los nervios los que nos mantienen alterados, acostumbramos a expresar que caminamos por las paredes.
Un chiquilín, tal vez 7 u 8, está parado en avenida Rivadavia, un par de cuadras más acá de la plaza miserere, o más allá, según desde donde se mire.
Está parado junto a un cesto de basura. Tiene la cara sucia, pero bien sucia. Seguramente hace días que no se la lava.
El chicuelo en cuestión sostiene en sus manos su pene, y está orinando a la vista de todos los transeúntes y comerciantes.
Esa es la escena fugaz desde el colectivo, que frenado en el semáforo nos permite semejante postal.
Segundos después, una señora que viajaba sola y a quien nadie le había preguntado nada, deslizó, con la sutileza del elefante, una serie de frases traídas del odio, o del miedo, o del espanto, o de todas ellas.
“Estos pendejos no tienen límites”.
El techo, el piso, las paredes: el hogar.
Una casa es el inicio de un límite. Es el límite de lo interior, de la familia, de las “cuatro paredes” en donde, se suele decir, se resuelve todo.
Incluso, la creación de la noción de intimidad.
Un niño que vive con sus padres (quienes han obtenido acceso a la educación formal o a la transmisión cultural), intenta dejar los pañales, y cuando lo logra, ahí están sus progenitores para decirle “esto es íntimo”.
Pero no es el caso de nuestro amiguito de más arriba, que sosteniendo su instrumento a la vista de todos, mea.
Ese es su hogar. La calle.
Probablemente haya nacido allí, o tal vez no, pero evidentemente esa es su vida.
Sin abrazos, sin comida, sin educación, sin salud; sin techo, piso y paredes: sin límites.
En Argentina, según datos del 2008, más de 6.3 millones de chicos menores de 18 años son pobres. De esos, 3.1 millones son indigentes.
De los 6.3 millones, el 47.2% (cerca de 3 millones) no tienen ni han tenido ningún tipo de atención médica.
Mueren 25 recién nacidos por día por causas evitables, entre las que se encuentran desnutrición, y falta de atención primaria.
Además, los chicos que tienen la suerte de tener un hogar (o algo que se le parezca, muchas veces un cuartucho para 7, 8, 9 personas) viven en condiciones inimaginables para quienes tenemos el acceso a una vida medianamente digna: 1.2 millones de nenes y nenas viven en zonas inundables, y otro millón más viven sin agua.
El 57,2% de los chicos (7 millones), viven en familias cuyos padres no tienen trabajo, o tienen un ingreso más que precario.
El 14.2% (casi 2 millones) no tienen, ni han tenido acceso a educación. (Datos a enero de 2009)
Nuestro amigo, probablemente, esté ahí afuera junto al ejército de niños y niñas que viven en la calle, que no tienen qué comer, que carecen de salud y que su educación es nula.
Sus formas de sobrevivir son (y acá se espanta nuestra señora del colectivo) la droga que puedan para soportar tanto dolor, la prostitución infantil, el cartoneo en el mejor de los casos, y, sino, lo más probable, es que mendiguen, que roben, y hasta que, drogados, inhumanizados, despojados de todo, humillados, basureados, discriminados, marginados, terminen asesinando o siendo asesinados, en un “que más da”, con el que logran, ahí sí (y recién ahí, tan tarde), ser visibles para la sociedad.
Sus vidas jamás les pertenecieron.
Sus vidas, fueron propiedad de la policía, o los punteros, o el mafioso de turno, quienes como recaudadora imparable juntan para la corona de comisarios, intendentes, gobernadores, empresarios, etc, etc, etc.
Nadie tuvo respeto, piedad, amor, cariño, compasión, ni siquiera cuando eran (son) inocentes niños y niñas. ¿Por qué ellos deberían tener respeto, piedad, amor, cariño, compasión… límites?
Nadie podrá cambiar, de un día a otro, lo que durante 50 años se creó, lentamente, paso a paso, para lograr una marginalidad tan extrema, tan salvaje, que sea funcional a los intereses mas oscuros, mas nefastos: los de los gobernantes y empresarios, que juntos forman la mafia más grande, jamás pensada por Mario Puzo.
Pero habrá que empezar a trabajar. Las condiciones materiales están al alcance de cualquiera con voluntad, y claro, con poder.
El primer paso, una casa, un hogar digno.
Cuatro paredes, un piso y un techo: los límites a la violencia y a la humillación de ser menos que un fantasma.
Lucas Vadura
Agencia de Comunicación Rodolfo Walsh
http://www.agenciawalsh.org/aw/index.php?option=com_content&view=article&id=3997&Itemid=94
Suele decirse, cuando las expectativas están al tope de las posibilidades pensadas, que se ha alcanzado el techo.
Asimismo, cuando el punto más bajo se toca, se proclama que se está por el piso.
Ahora bien, cuando son los nervios los que nos mantienen alterados, acostumbramos a expresar que caminamos por las paredes.
Un chiquilín, tal vez 7 u 8, está parado en avenida Rivadavia, un par de cuadras más acá de la plaza miserere, o más allá, según desde donde se mire.
Está parado junto a un cesto de basura. Tiene la cara sucia, pero bien sucia. Seguramente hace días que no se la lava.
El chicuelo en cuestión sostiene en sus manos su pene, y está orinando a la vista de todos los transeúntes y comerciantes.
Esa es la escena fugaz desde el colectivo, que frenado en el semáforo nos permite semejante postal.
Segundos después, una señora que viajaba sola y a quien nadie le había preguntado nada, deslizó, con la sutileza del elefante, una serie de frases traídas del odio, o del miedo, o del espanto, o de todas ellas.
“Estos pendejos no tienen límites”.
El techo, el piso, las paredes: el hogar.
Una casa es el inicio de un límite. Es el límite de lo interior, de la familia, de las “cuatro paredes” en donde, se suele decir, se resuelve todo.
Incluso, la creación de la noción de intimidad.
Un niño que vive con sus padres (quienes han obtenido acceso a la educación formal o a la transmisión cultural), intenta dejar los pañales, y cuando lo logra, ahí están sus progenitores para decirle “esto es íntimo”.
Pero no es el caso de nuestro amiguito de más arriba, que sosteniendo su instrumento a la vista de todos, mea.
Ese es su hogar. La calle.
Probablemente haya nacido allí, o tal vez no, pero evidentemente esa es su vida.
Sin abrazos, sin comida, sin educación, sin salud; sin techo, piso y paredes: sin límites.
En Argentina, según datos del 2008, más de 6.3 millones de chicos menores de 18 años son pobres. De esos, 3.1 millones son indigentes.
De los 6.3 millones, el 47.2% (cerca de 3 millones) no tienen ni han tenido ningún tipo de atención médica.
Mueren 25 recién nacidos por día por causas evitables, entre las que se encuentran desnutrición, y falta de atención primaria.
Además, los chicos que tienen la suerte de tener un hogar (o algo que se le parezca, muchas veces un cuartucho para 7, 8, 9 personas) viven en condiciones inimaginables para quienes tenemos el acceso a una vida medianamente digna: 1.2 millones de nenes y nenas viven en zonas inundables, y otro millón más viven sin agua.
El 57,2% de los chicos (7 millones), viven en familias cuyos padres no tienen trabajo, o tienen un ingreso más que precario.
El 14.2% (casi 2 millones) no tienen, ni han tenido acceso a educación. (Datos a enero de 2009)
Nuestro amigo, probablemente, esté ahí afuera junto al ejército de niños y niñas que viven en la calle, que no tienen qué comer, que carecen de salud y que su educación es nula.
Sus formas de sobrevivir son (y acá se espanta nuestra señora del colectivo) la droga que puedan para soportar tanto dolor, la prostitución infantil, el cartoneo en el mejor de los casos, y, sino, lo más probable, es que mendiguen, que roben, y hasta que, drogados, inhumanizados, despojados de todo, humillados, basureados, discriminados, marginados, terminen asesinando o siendo asesinados, en un “que más da”, con el que logran, ahí sí (y recién ahí, tan tarde), ser visibles para la sociedad.
Sus vidas jamás les pertenecieron.
Sus vidas, fueron propiedad de la policía, o los punteros, o el mafioso de turno, quienes como recaudadora imparable juntan para la corona de comisarios, intendentes, gobernadores, empresarios, etc, etc, etc.
Nadie tuvo respeto, piedad, amor, cariño, compasión, ni siquiera cuando eran (son) inocentes niños y niñas. ¿Por qué ellos deberían tener respeto, piedad, amor, cariño, compasión… límites?
Nadie podrá cambiar, de un día a otro, lo que durante 50 años se creó, lentamente, paso a paso, para lograr una marginalidad tan extrema, tan salvaje, que sea funcional a los intereses mas oscuros, mas nefastos: los de los gobernantes y empresarios, que juntos forman la mafia más grande, jamás pensada por Mario Puzo.
Pero habrá que empezar a trabajar. Las condiciones materiales están al alcance de cualquiera con voluntad, y claro, con poder.
El primer paso, una casa, un hogar digno.
Cuatro paredes, un piso y un techo: los límites a la violencia y a la humillación de ser menos que un fantasma.
Lucas Vadura
Agencia de Comunicación Rodolfo Walsh
http://www.agenciawalsh.org/aw/index.php?option=com_content&view=article&id=3997&Itemid=94