jueves, 23 de abril de 2009

El papa y el papado

José M. Castillo

No cabe duda de que el ejercicio del papado es extremadamente difícil. Benedicto XVI dice que se siente solo. Y años atrás, Pablo VI y Juan Pablo II habían pedido ayuda a obispos y teólogos para buscar nuevas formas de ejercer el “ministerio de Pedro”, es decir, el papado. Y es que el problema de fondo no está motivado principalmente por la persona del papa (si es conservador o progresista, de tal o cual tendencia...), sino por el cargo en cuanto tal, es decir, el modo y forma en que el papado ha terminado por organizarse.

Es evidente que una institución de ámbito mundial, como es la Iglesia católica, necesita una autoridad supranacional que pueda coordinar las actividades que trascienden las fronteras y resolver los problemas que no se pueden solucionar localmente. Pero tan cierto como eso, es que una autoridad así, se puede organizar de formas muy distintas. Puede ser una autoridad democrática o, más bien, monárquica. La forma más antigua en la Iglesia fue la democracia. La misma palabra “Ecclesía” se tomó del lenguaje técnico de la democracia griega y significaba la “asamblea” de los ciudadanos libres, reunidos para tomar sus decisiones. Así funcionó la Iglesia durante más de mil años, hasta el s. XI. Los grandes defensores de la democracia en la Iglesia, en aquellos siglos, fueron precisamente los papas. Es ejemplar el texto de san León Magno (s. V): “El que debe ser puesto a la cabeza de todos, debe ser elegido por todos” (Epist. 14, 4). Por otra parte, en aquellos siglos, el obispo de Roma no tenía el papel que tiene ahora. Desde Justiniano (s, VI), la Iglesia quedó gobernada por cinco patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén (“Novella” 109). Roma aspiró siempre a la presidencia, basada en la tradición según la cual san Pedro estaba allí enterrado. Pero es notable que san Gregorio Magno se resistió siempre a ser designado como “papa universal”. Además, el gobierno no estaba concentrado en ningún patriarca, ni siquiera en el de Occidente (Roma), sino que era compartido por todos los obispos que, en los sínodos locales, tomaban las decisiones doctrinales y de gobierno. Se sabe también que el texto de Mt 16, 18-19, que ahora se aplica al primado de Pedro, en toda la Edad Media se aplicaba a los doce Apóstoles y se leía como evangelio en la misa de ordenación de obispos. Se tenía la conciencia de que los Apóstoles había recibido el mismo “honor” y la misma “potestad” que Pedro (Y. Congar).

A partir de 1073, Gregorio VII tomó la decisión más grave en la historia del papado. Este papa decidió concentrar todo el poder en el obispo de Roma. Una decisión que se reforzó en los siglos siguientes, sobre todo a partir de Inocencio III (1196-1216) cuyos teólogos inventaron la teoría de la “plenitudo potestatis”, en la práctica, el papa como dueño absoluto del mundo, una locura, que no se pudo equilibrar ni siquiera a partir del Gran Cisma, cuando desde 1409 la Iglesia se encontró con tres papas, ninguno de ellos dispuesto a renunciar. El concilio de Constanza (1415) dijo que el concilio estaba sobre el papa, lo que equivalía a defender que el episcopado está sobre el papado. Esta decisión fue ratificada por el concilio de Basilea (1431). Pero duró poco, ya que el concilio de Florencia (1439) definió que “la Sede Apostólica y el Pontífice romano poseen el primado en el universo entero”. Así quedaron las cosas hasta el Vaticano II, que en la Constitución sobre la Iglesia (nº 22) declaró que el papa es el sujeto de suprema y plena potestad en la Iglesia, pero añadiendo inmediatamente que también tiene esa potestad, junto con el papa, el episcopado mundial. Quedó, sin embargo, sin resolver cómo se han de armonizar en la práctica estos dos poderes. El actual Código de D.C. resolvió este enorme problema teológico por vía jurídica, afirmando el poder supremo del papa sobre todos los obispos y sobre toda la Iglesia (Can. 331 y 333). Con lo que la Iglesia entera a quedado a merced de las decisiones de un solo hombre. Cosa que no se puede demostrar ni desde el Nuevo Testamento, ni desde la tradición de la Iglesia en sus veinte siglos de historia.

Esta situación tiene, sobre todo, tres consecuencias graves: 1) Mientras el papado siga como está, es imposible la unión de todos los cristianos. Porque las otras confesiones cristianas saben bien la historia que yo he condensado en pocas palabras. Y esos cristianos no se sienten, ni se pueden sentir, motivados en conciencia a someterse a un poder que no se justifica desde la fe cristiana. 2) El papado así organizado, como monarquía absoluta, hace imposible también que la Iglesia haga suyos e integre en su vida (y en sus relaciones internacionales) los Derechos Humanos. Con lo que los problemas y los conflictos con los poderes públicos y con la cultura actual son y serán incesantes, como lo estamos viviendo a diario y por todas partes. El papado continuará exhortando a los demás a aplicar los Derechos Humanos, pero la Iglesia seguirá sin ponerlos en práctica. Lo que lleva consigo agresiones violentísimas a las personas, a los grupos humanos y a las instituciones públicas. 3) Así las cosas, la Iglesia vive y vivirá en constante contradicción con el Evangelio. Jesús no consintió jamás que ninguno de los apóstoles pretendiera ser el primero, el más importante, el que estaba sobre los demás. Este dato, tan fundamental y tan insistentemente repetido en los evangelios, no ha sido integrado por la teología del papado. Y eso es tanto o mas serio que aquello de “Tú eres Pedro....”. No se puede tomar del Evangelio lo que conviene y dejar lo que incomoda.

Estoy de acuerdo en que Benedicto XVI ha tomado un camino equivocado. Porque es un camino de retroceso, no de progreso. Pero el problema no está en el papa, sino en el papado.

José M. Castillo

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