Claudia Rafael
Cuando el joven Hamid dejó bien atrás su tierra magrebí, sintió que la riqueza entera del mundo estaría bajo sus pies. Las luces de las grandes ciudades lo cautivaban desde la lejanía, que intuía ya desde las cartas que su hermano Ahmed le enviaba desde una Francia exuberante y profusa que luego supo inexistente. No tardaría en cargar sobre sus hombros oscuros y su piel brillante de soles africanos la historia entera del mundo contra la que su rostro impactaría de lleno a poco de llegar.
Supo entonces que no hay un destino propio, con sueños de oropeles y deslumbrantes mañanas, para los desclasados. Eternamente portarán sobre su frente ancha la huella del origen que los hará fácilmente identificables allí donde lleguen como golondrinas que mutan de geografía en busca de trabajo que les dignifique los días.
No es simple llegar a la sádica conclusión de que la historia no es adversa sólo para Hamid. Golondrinas tercas arrinconadas a ese destino llegan de a millones a ese sexto continente que absorbe a todos los migrantes de la vida, que ya no reconocen su sitio de partida pero que jamás pertenecerán a su lugar de llegada. Golondrinas de pasaporte apátrida anclados eternamente en el país de la no dignidad.
Aristóteles definía que “la Tierra concibe por el Sol y de él queda preñada, dando a luz todos los años”. Imposible en su tiempo pergeñar la idea de trabajo productivo o, más aún, la de producción humana. El hombre –en una perspectiva absolutamente misógina- era capaz de reproducir ese vínculo del origen y obtener los frutos de la Tierra por el simple hecho de que el Sol la había fecundado: el buey y el arado, guiados por un sacerdote, aseguraban la fecundidad de la Madre Tierra hasta hacerla parir. Eso era la vida, ése era el proceso vital que aseguraba la reproducción sin los conceptos de acumulación de la riqueza de los que se apropiaría la humanidad siglos más tarde.
Hubo tiempos en que claramente el trabajo era sinónimo de esclavitud. Y bastaría bucear en su etimología, para comprender en profundidad. Trabajar: del latín, tripaliare. Derivada a su vez de tripalium, instrumento de tortura con el que se castigaba a los esclavos que no querían someterse.
No se ancló lejos de ese concepto el relato recogido por la Organización Internacional para las Migraciones por una víctima de trata para explotación laboral: “Un día por la radio escuché que un fabricante pedía costureros para su taller en Buenos Aires. En Santa Cruz (Bolivia), me entrevisté con una señora que me dijo que pagaban un peso con cincuenta la prenda, con casa y comida. Ellos pagaban el traslado, y después me lo iban descontando. Mi pasaje salió 120 dólares. Viajamos mi mujer, yo, y unas seis personas más. De la terminal de micros de Retiro nos llevaron directo al taller, y el dueño se quedó con nuestros documentos. El taller tiene dos habitaciones bien grandes, con unas 15 máquinas. Allí trabajamos, comemos y vivimos todos, incluso hay gente con niños pequeños. Trabajamos de lunes a sábado al mediodía, desde las siete de la mañana hasta la una de la madrugada del día siguiente. Al que se cansa o quiere dormir, el dueño lo amenaza con no pagarle nada, con ´cagarlo a palos por vago´, o con denunciarlo a la policía para que lo deporten. Las puertas del taller están cerradas con llave, y la puerta de calle también. Ayer cuando le pedí lo que me debía, porque quería mandar plata a mi familia, me dijo que no me debía nada, me gritó que si lo seguía jodiendo llamaba a los de migraciones y me agarró a las patadas; a mi señora también le pegó.”
A nivel mundial, la OIM estima que el 90 por ciento de las víctimas de trata son mujeres y niñas explotadas sexualmente. Y que las víctimas para explotación laboral –mujeres y hombres por igual- se ven obligadas a trabajar en condiciones de esclavitud en talleres textiles, tareas rurales, bloqueras, servicio doméstico o pesqueras.
Cuando por estos días los medios masivos recordaron abruptamente la existencia de la explotación laboral reprodujeron testimonios que repetían “ni siquiera sabemos cuánto nos van a pagar la hora”, “ni siquiera sabemos cuántos días vamos a trabajar”, “ni siquiera sabemos cuándo vamos a volver” o “nos hacinaban en casillas de chapa, sin cuchetas, sin agua y cobrándonos cada centavo de la poca comida que nos daban”.
Pocas veces la palabra fue tan contundente a la hora de nombrar las tareas. No es casualidad, en un retorno al concepto aristotélico de la Tierra fecundada, que se llame desflore al trabajo de retirar una por una las flores de las plantas hembras para producir maiz para semilla. En ese trabajo manual de evitar la polinización de hembras entre sí, para que la planta macho fecunde y nazca la semilla híbrida necesaria para la producción.
Son –según las cifras estrictamente oficiales del Anses- 150.000 los trabajadores temporarios en la Argentina. La mayoría, en condiciones de tremenda exclusión. En Formosa, Mendoza, Salta, Misiones, Jujuy, Buenos Aires, Entre Ríos o el profundo Sur que en más de un 60 por ciento trabajan totalmente en negro. A expensas de la mano mandante de las grandes transnacionales que hacen pie en cada asentamiento a través de empresas intermediarias. Castigados con el tripalium si buscan alzar la cabeza, como los esclavos que osaban rebelarse al sometimiento de los marioneteros de todo poder. Amenazados con el regreso a sus propios desiertos de origen, allí donde la miseria es más honda aún y menos atisbadora de esperanzas.
El sociólogo de la Organización Internacional del Trabajo, Reinaldo Ledesma, definió que “a veces los mandan y los tienen ahí sin trabajar, y sin pagarles, esperando que salga la flor. Los sacan antes para tener asegurada la mano de obra cuando la necesiten y evitar que los contraten otras empresas”. A expensas absolutamente del sometimiento que permite la Ley 22.248 de la dictadura que avala la servidumbre laboral y que desde 1980 reemplazó al Estatuto del Peón de Campo de octubre de 1944, cuando se establecieron salarios mínimos, descanso dominical, vacaciones pagas, estabilidad, condiciones de abrigo, espacio e higiene en el alojamiento del trabajador.
Nidera, Monsanto, Pioneer, Donmario, Nuestra Huella son apenas algunos de los nombres de los manejadores de vidas a cambio de un salario mísero y un destino incierto. Donde organizaciones sindicales como la Uatre quedan vilmente asociadas a esa explotación y prolongan la agonía.
“Con hambre no se puede pensar, con hambre no se puede trabajar, antes del medio día, señor Gobernador, en los yerbales el hambre se siente tanto que nos cuesta el doble o el triple juntar el raído. De hambre nos estamos enfermando y muriendo”, recordábamos hace poco en estas páginas que decían los tareferos al gobernador Maurice Closs.
Después de todo, como dice Galeano, el mundo es una gran paradoja que gira en el universo. A este paso, de aquí a poco los propietarios del planeta prohibirán el hambre y la sed, para que no falten el pan ni el agua.
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=4959&Itemid=0
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Cuando el joven Hamid dejó bien atrás su tierra magrebí, sintió que la riqueza entera del mundo estaría bajo sus pies. Las luces de las grandes ciudades lo cautivaban desde la lejanía, que intuía ya desde las cartas que su hermano Ahmed le enviaba desde una Francia exuberante y profusa que luego supo inexistente. No tardaría en cargar sobre sus hombros oscuros y su piel brillante de soles africanos la historia entera del mundo contra la que su rostro impactaría de lleno a poco de llegar.
Supo entonces que no hay un destino propio, con sueños de oropeles y deslumbrantes mañanas, para los desclasados. Eternamente portarán sobre su frente ancha la huella del origen que los hará fácilmente identificables allí donde lleguen como golondrinas que mutan de geografía en busca de trabajo que les dignifique los días.
No es simple llegar a la sádica conclusión de que la historia no es adversa sólo para Hamid. Golondrinas tercas arrinconadas a ese destino llegan de a millones a ese sexto continente que absorbe a todos los migrantes de la vida, que ya no reconocen su sitio de partida pero que jamás pertenecerán a su lugar de llegada. Golondrinas de pasaporte apátrida anclados eternamente en el país de la no dignidad.
Aristóteles definía que “la Tierra concibe por el Sol y de él queda preñada, dando a luz todos los años”. Imposible en su tiempo pergeñar la idea de trabajo productivo o, más aún, la de producción humana. El hombre –en una perspectiva absolutamente misógina- era capaz de reproducir ese vínculo del origen y obtener los frutos de la Tierra por el simple hecho de que el Sol la había fecundado: el buey y el arado, guiados por un sacerdote, aseguraban la fecundidad de la Madre Tierra hasta hacerla parir. Eso era la vida, ése era el proceso vital que aseguraba la reproducción sin los conceptos de acumulación de la riqueza de los que se apropiaría la humanidad siglos más tarde.
Hubo tiempos en que claramente el trabajo era sinónimo de esclavitud. Y bastaría bucear en su etimología, para comprender en profundidad. Trabajar: del latín, tripaliare. Derivada a su vez de tripalium, instrumento de tortura con el que se castigaba a los esclavos que no querían someterse.
No se ancló lejos de ese concepto el relato recogido por la Organización Internacional para las Migraciones por una víctima de trata para explotación laboral: “Un día por la radio escuché que un fabricante pedía costureros para su taller en Buenos Aires. En Santa Cruz (Bolivia), me entrevisté con una señora que me dijo que pagaban un peso con cincuenta la prenda, con casa y comida. Ellos pagaban el traslado, y después me lo iban descontando. Mi pasaje salió 120 dólares. Viajamos mi mujer, yo, y unas seis personas más. De la terminal de micros de Retiro nos llevaron directo al taller, y el dueño se quedó con nuestros documentos. El taller tiene dos habitaciones bien grandes, con unas 15 máquinas. Allí trabajamos, comemos y vivimos todos, incluso hay gente con niños pequeños. Trabajamos de lunes a sábado al mediodía, desde las siete de la mañana hasta la una de la madrugada del día siguiente. Al que se cansa o quiere dormir, el dueño lo amenaza con no pagarle nada, con ´cagarlo a palos por vago´, o con denunciarlo a la policía para que lo deporten. Las puertas del taller están cerradas con llave, y la puerta de calle también. Ayer cuando le pedí lo que me debía, porque quería mandar plata a mi familia, me dijo que no me debía nada, me gritó que si lo seguía jodiendo llamaba a los de migraciones y me agarró a las patadas; a mi señora también le pegó.”
A nivel mundial, la OIM estima que el 90 por ciento de las víctimas de trata son mujeres y niñas explotadas sexualmente. Y que las víctimas para explotación laboral –mujeres y hombres por igual- se ven obligadas a trabajar en condiciones de esclavitud en talleres textiles, tareas rurales, bloqueras, servicio doméstico o pesqueras.
Cuando por estos días los medios masivos recordaron abruptamente la existencia de la explotación laboral reprodujeron testimonios que repetían “ni siquiera sabemos cuánto nos van a pagar la hora”, “ni siquiera sabemos cuántos días vamos a trabajar”, “ni siquiera sabemos cuándo vamos a volver” o “nos hacinaban en casillas de chapa, sin cuchetas, sin agua y cobrándonos cada centavo de la poca comida que nos daban”.
Pocas veces la palabra fue tan contundente a la hora de nombrar las tareas. No es casualidad, en un retorno al concepto aristotélico de la Tierra fecundada, que se llame desflore al trabajo de retirar una por una las flores de las plantas hembras para producir maiz para semilla. En ese trabajo manual de evitar la polinización de hembras entre sí, para que la planta macho fecunde y nazca la semilla híbrida necesaria para la producción.
Son –según las cifras estrictamente oficiales del Anses- 150.000 los trabajadores temporarios en la Argentina. La mayoría, en condiciones de tremenda exclusión. En Formosa, Mendoza, Salta, Misiones, Jujuy, Buenos Aires, Entre Ríos o el profundo Sur que en más de un 60 por ciento trabajan totalmente en negro. A expensas de la mano mandante de las grandes transnacionales que hacen pie en cada asentamiento a través de empresas intermediarias. Castigados con el tripalium si buscan alzar la cabeza, como los esclavos que osaban rebelarse al sometimiento de los marioneteros de todo poder. Amenazados con el regreso a sus propios desiertos de origen, allí donde la miseria es más honda aún y menos atisbadora de esperanzas.
El sociólogo de la Organización Internacional del Trabajo, Reinaldo Ledesma, definió que “a veces los mandan y los tienen ahí sin trabajar, y sin pagarles, esperando que salga la flor. Los sacan antes para tener asegurada la mano de obra cuando la necesiten y evitar que los contraten otras empresas”. A expensas absolutamente del sometimiento que permite la Ley 22.248 de la dictadura que avala la servidumbre laboral y que desde 1980 reemplazó al Estatuto del Peón de Campo de octubre de 1944, cuando se establecieron salarios mínimos, descanso dominical, vacaciones pagas, estabilidad, condiciones de abrigo, espacio e higiene en el alojamiento del trabajador.
Nidera, Monsanto, Pioneer, Donmario, Nuestra Huella son apenas algunos de los nombres de los manejadores de vidas a cambio de un salario mísero y un destino incierto. Donde organizaciones sindicales como la Uatre quedan vilmente asociadas a esa explotación y prolongan la agonía.
“Con hambre no se puede pensar, con hambre no se puede trabajar, antes del medio día, señor Gobernador, en los yerbales el hambre se siente tanto que nos cuesta el doble o el triple juntar el raído. De hambre nos estamos enfermando y muriendo”, recordábamos hace poco en estas páginas que decían los tareferos al gobernador Maurice Closs.
Después de todo, como dice Galeano, el mundo es una gran paradoja que gira en el universo. A este paso, de aquí a poco los propietarios del planeta prohibirán el hambre y la sed, para que no falten el pan ni el agua.
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=4959&Itemid=0
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