Claudia Rafael
El empleado del peaje lo vio y sintió que era la fotografía más cabal de un cristo abandonado a toda suerte. Con la morochez eterna en la piel, los ojos sesgados y el pelo renegrido estaba sentadito con el torso desnudo a un costado de la ruta 226, solo, con la vulnerabilidad que le asomaba por cada uno de sus poros. Cuando le preguntó qué hacía ahí y adónde pensaba viajar, él primero no entendió ese español que le resulta tan ajeno y a la tercera vez que le repitió, contestó tímidamente, como en un hilo de voz, que a Bolivia. Ya el turno del empleado había terminado, lo cargó en su auto y lo llevó hasta el barrio boliviano de la ciudad, a miles de kilómetros de su tierra. Recién con los suyos y en quechua todos pudieron ir uniendo las piezas desperdigadas del rompecabezas de su historia. Que se llamaba Waldemar, que tenía 17 años, que habían sido duros días de trabajador quintero, traído quién sabe por quién y cuándo, que los métodos de control eran férreos y denigrantes, la paga irregular y que quien sabe de dónde había sacado la osadía para birlar la atención de los capataces al empezar aquella tarde a caminar hasta llegar al peaje. Indocumentado, cansado, totalmente desorientado y sin rumbo, representaba –sin imaginarlo, siquiera- a millones de waldemares esclavizados sobre la tierra.
Cómo saberse tan hermano de Ezequiel Ferreyra, pequeñito y frágil, devorado por los monstruos de la perversidad que lo llevaron a la no vida cuando lo arrojaron al trabajo esclavo escondido detrás de la promesa falsa de la empresa avícola Nuestra Huella. Cómo Waldemar habría de imaginarse que once años más niño que él, Ezequiel iría siendo carcomido en un martirio feroz de tanto manipular agroquímicos, de tanto respirarlos y meterlos lentamente en su piel, desde las mucosas.
Seguramente jamás escuchó en sus largos 17 años el nombre Nidera. Probablemente impronunciable para su quechua tan ajeno a palabras como traders exportadoras o como Unión de Trabajadores Rurales y Estibadores. Palabras pertenecientes a un universo tan lejano a su pueblo del origen del que lo arrancaron un mal día para ofrecerle quimeras inalcanzables. No sabrá jamás por qué hay marioneteros de crueldad que ven crecer sus propias montañas de oro arrastrando a los waldemares y a los ezequieles al submundo de la esclavitud.
¿Acaso es posible comprender esa inmensa capacidad para la maldad, lección –diría Hannah Arendt- de la terrible banalidad del mal? ¿Es posible entender esa voluntad atroz de ser piezas fundamentales de un sistema de opresión?
Una pintura perfecta de ese sistema es el que se desnudó en un campamento en campos cercanos a San Pedro mientras las copas chocaban para brindar por un año lleno de paz y armonía. 130 personas, entre ellas 30 niños y adolescentes, ajenos al espíritu festivo fueron rescatados en condiciones que el médico Julio Caraballo, director de Bromatología de San Pedro, definió como semejantes a las de un campo de concentración. Y describió cómo un adolescente se bañaba con agua que sacaba de un recipiente de agrotóxicos.
Números en la estadística feroz de la trata de personas para explotación laboral. Sin nombre. Sin edad. Sin sueños. Sin vida propia. Sin un destino que torcer desde su propia voluntad.
Como Waldemar, ellos tampoco sabían dónde estaban. Tan fuera de su Santiago del Estero, esa tierra tan cansina y pobre pero suya. Simplemente fueron reclutados por Nidera –transnacional de granos- para trabajar en la cosecha del maiz “en la mejor empresa” para ser arrojados luego como esclavos indeseables en el campamento con la amenaza de que quien se fugase, cargaría con la mochila del castigo al resto de su cuadrilla de trabajo.
Dormían en trailers de chapa, hacinados de a veinte, con jornadas laborales de diez horas, sin luz ni agua potable, pagando puntualmente en cifras descomunales cada trocito de alimento que engullir: 80 pesos, la bolsa de papas; 65, la de cebollas; 8, un kilo de pan viejo o 35 por un paquete de fideos con el logo del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia.
Eran el ejército de producción en serie de un sistema macabro que sólo engorda los bolsillos de los poderosos. De los que ríen obscenamente desde sus pedestales mientras tantos otros miran distraídamente hacia otro lado.
Son los waldemares y los ezequieles, descartables por origen y portación de historia. Los expoliados en esta tierra asentada sobre las bases de la inequidad y la desidia. En donde termina transformándose en natural la ferocidad de unos pocos, manipuladores expertos que juegan a un juego atroz, en donde siempre las víctimas son los nadies, los hijos de nadie, los dueños de nada.
Fuente: Página 12 - Edición: 1929
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=4928:esclavos&catid=36:notas-en-el-home&Itemid=107
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El empleado del peaje lo vio y sintió que era la fotografía más cabal de un cristo abandonado a toda suerte. Con la morochez eterna en la piel, los ojos sesgados y el pelo renegrido estaba sentadito con el torso desnudo a un costado de la ruta 226, solo, con la vulnerabilidad que le asomaba por cada uno de sus poros. Cuando le preguntó qué hacía ahí y adónde pensaba viajar, él primero no entendió ese español que le resulta tan ajeno y a la tercera vez que le repitió, contestó tímidamente, como en un hilo de voz, que a Bolivia. Ya el turno del empleado había terminado, lo cargó en su auto y lo llevó hasta el barrio boliviano de la ciudad, a miles de kilómetros de su tierra. Recién con los suyos y en quechua todos pudieron ir uniendo las piezas desperdigadas del rompecabezas de su historia. Que se llamaba Waldemar, que tenía 17 años, que habían sido duros días de trabajador quintero, traído quién sabe por quién y cuándo, que los métodos de control eran férreos y denigrantes, la paga irregular y que quien sabe de dónde había sacado la osadía para birlar la atención de los capataces al empezar aquella tarde a caminar hasta llegar al peaje. Indocumentado, cansado, totalmente desorientado y sin rumbo, representaba –sin imaginarlo, siquiera- a millones de waldemares esclavizados sobre la tierra.
Cómo saberse tan hermano de Ezequiel Ferreyra, pequeñito y frágil, devorado por los monstruos de la perversidad que lo llevaron a la no vida cuando lo arrojaron al trabajo esclavo escondido detrás de la promesa falsa de la empresa avícola Nuestra Huella. Cómo Waldemar habría de imaginarse que once años más niño que él, Ezequiel iría siendo carcomido en un martirio feroz de tanto manipular agroquímicos, de tanto respirarlos y meterlos lentamente en su piel, desde las mucosas.
Seguramente jamás escuchó en sus largos 17 años el nombre Nidera. Probablemente impronunciable para su quechua tan ajeno a palabras como traders exportadoras o como Unión de Trabajadores Rurales y Estibadores. Palabras pertenecientes a un universo tan lejano a su pueblo del origen del que lo arrancaron un mal día para ofrecerle quimeras inalcanzables. No sabrá jamás por qué hay marioneteros de crueldad que ven crecer sus propias montañas de oro arrastrando a los waldemares y a los ezequieles al submundo de la esclavitud.
¿Acaso es posible comprender esa inmensa capacidad para la maldad, lección –diría Hannah Arendt- de la terrible banalidad del mal? ¿Es posible entender esa voluntad atroz de ser piezas fundamentales de un sistema de opresión?
Una pintura perfecta de ese sistema es el que se desnudó en un campamento en campos cercanos a San Pedro mientras las copas chocaban para brindar por un año lleno de paz y armonía. 130 personas, entre ellas 30 niños y adolescentes, ajenos al espíritu festivo fueron rescatados en condiciones que el médico Julio Caraballo, director de Bromatología de San Pedro, definió como semejantes a las de un campo de concentración. Y describió cómo un adolescente se bañaba con agua que sacaba de un recipiente de agrotóxicos.
Números en la estadística feroz de la trata de personas para explotación laboral. Sin nombre. Sin edad. Sin sueños. Sin vida propia. Sin un destino que torcer desde su propia voluntad.
Como Waldemar, ellos tampoco sabían dónde estaban. Tan fuera de su Santiago del Estero, esa tierra tan cansina y pobre pero suya. Simplemente fueron reclutados por Nidera –transnacional de granos- para trabajar en la cosecha del maiz “en la mejor empresa” para ser arrojados luego como esclavos indeseables en el campamento con la amenaza de que quien se fugase, cargaría con la mochila del castigo al resto de su cuadrilla de trabajo.
Dormían en trailers de chapa, hacinados de a veinte, con jornadas laborales de diez horas, sin luz ni agua potable, pagando puntualmente en cifras descomunales cada trocito de alimento que engullir: 80 pesos, la bolsa de papas; 65, la de cebollas; 8, un kilo de pan viejo o 35 por un paquete de fideos con el logo del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia.
Eran el ejército de producción en serie de un sistema macabro que sólo engorda los bolsillos de los poderosos. De los que ríen obscenamente desde sus pedestales mientras tantos otros miran distraídamente hacia otro lado.
Son los waldemares y los ezequieles, descartables por origen y portación de historia. Los expoliados en esta tierra asentada sobre las bases de la inequidad y la desidia. En donde termina transformándose en natural la ferocidad de unos pocos, manipuladores expertos que juegan a un juego atroz, en donde siempre las víctimas son los nadies, los hijos de nadie, los dueños de nada.
Fuente: Página 12 - Edición: 1929
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=4928:esclavos&catid=36:notas-en-el-home&Itemid=107
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