Pep Castelló
Pasó ya la Navidad y una vez más nos trajo paz, esa ambigua palabra que tanto expresa una bendición del cielo como la permanencia impune de un cúmulo de injusticias que conllevan amargos sufrimientos a una gran parte de la humanidad. Gracias a Dios o al Diablo, según desde donde se mire, nada ha puesto en peligro este sacrosanto sistema político-económico-social-religioso del cual de buen grado o a la fuerza somos parte.
El mundo cristiano lleva siglos celebrando en estas fechas el nacimiento del Mesías con liturgias que contemplan el cielo como el lugar de la felicidad suprema e infinita, fomentan la caridad, alaban la paz e ignoran la justicia.
Cenas y almuerzos de familia, belenes, arboles, luces parpadeantes, regalos, redoblada actividad en los comercios, shows mediáticos en los que no faltan los tradicionales discursos de los altos dignatarios -cínicos los más de ellos- se han sumado a la liturgia religiosa y contribuyen a mantener vivo ese paradigma de bienestar navideño que en mayor o menor medida ocupa nuestras mentes.
La paz y el bienestar lo llenan todo y no dejan lugar a la justicia. Y es que todo no cabe en la mente humana. Hay que elegir entre pasarlo lo mejor posible o complicarse la vida exigiendo respeto a la dignidad propia y la de quienes son de nuestra condición. Y nadie se la complica si no tiene una fuerte motivación para ello. De ahí que el poder se aplique a desmotivar a las gentes, ya sea mediante la represión o simplemente llenándoles la cabeza de paz y bienestar.
El sistema tiene muy bien organizada la configuración mental de los individuos en la irresponsabilidad. La fomenta mediante la permanente contemplación de paraísos terrenales a través de los medios y de la publicidad comercial. Estrellas mediáticas, gentes que alcanzan la fama por arte y gracia de la Diosa Fortuna con solo ser fieles al sistema; elogio del lujo, de la molicie y el entretenimiento como el modo de vida más deseable; invitación descarada a la irresponsabilidad mediante eslóganes tales como “llévatelo ahora y págalo cuando te venga en gana”... De otra parte, una loa permanente del éxito personal, del individualismo, de la competencia carente de escrúpulos y de la agresividad cuando no la violencia como formas de alcanzar el éxito y el tan deseado bienestar.
Un permanente bombardeo de mensajes subliminales de la mañana a la noche a través de cuantos medios pone el desarrollo técnico a disposición del poder sirven para entretener las mentes y desviar el pensamiento hacia los gozos del consumo como antaño los sermones de la clerecía lo desviaban hacia el cielo y movían a la resignación y la esperanza en el más allá.
Si la mente humana ha cambiado poco desde que el mundo guarda memoria, los medios para manipularla se han perfeccionado hasta el extremo. El asedio que el sistema ejerce sobre los individuos de la gran masa humana que constituye el pueblo es hoy día ineludible. Nadie escapa a su influencia. La forma de vida que ha impuesto el capitalismo impregna hasta los tuétanos todas las capas de nuestra sociedad. Cualquier modo posible de ganarse la vida que esté al alcance de la población implica ya en sí mismo la aceptación del sistema y de sus reglas y leyes.
Vivimos inmersos en un paradigma denso y pegajoso. Generamos sistema en cada gesto con la mayor de las inconsciencias, del mismo modo que cuando caminamos por la calle respiramos sin darnos cuenta los gases que emanan los tubos de escape de los automóviles que nos rodean. Nuestra inconsciencia es la mayor aliada del poder. De ahí que se esfuerce tanto en entretener nuestras mentes y tenga legiones de especialistas a su servicio.
Tan solo tomando conciencia y uniéndonos podremos luchar contra esa pandemia de inhumanidad que genera nuestra civilización occidental cristiana, contra esa infecta lepra del alma que nos destruye como personas y como pueblo. Y ahí hubiesen podido decir mucho las iglesias cristianas en sus celebraciones de esta reciente Navidad. Pero no tenemos noticia de que lo hayan hecho sino que, como de costumbre, han invitado a sus fieles a mirar al cielo, a esperar una felicidad sin fin en el más allá a cambio de ser pacientes, sumisos y caritativos en el más acá. De ahí, quizá, que no hayamos percibido en la tierra ningún movimiento revolucionario semejante al que anuncian los evangelios.
Pep Castelló, para “La hora del Grillo”
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