Rafael Fernando Navarro
Dios viajaba en un tren de cercanías. Por la ventana entraba un mundo pequeño, rectangular. Caras vencidas de hipoteca. Mujeres con los ojos llenos de besos. El Ministerio de Agricultura enfrente, decretando la belleza de los trigales o la importancia de las amapolas. Desde otros trenes Dios había visto playas morenas, montes de muslos desnudos, árboles reunidos bebiéndose el aire a chorros. Desde el rectángulo de esta ventana sólo había ojos llenos de besos, urgencia de hipotecas, ministerios organizando la rentabilidad de las rosas.
Era hermoso el mestizaje. Rumanos, españoles, marroquíes, colombianos, argentinos, peruanos, paridos todos con el dolor de una misma tierra, echados al mundo desde el orgullo de una pacha mama, surgidos desde un vientre caliente y ancestral.
Dios viajaba en un tren de cercanías. Mañana de Marzo. "A lo mejor estaba bien el mundo", pensó. Le constaba el dolor y la injusticia y la muerte y el hambre y la explotación. Pero desde aquella ventana el mundo aparecía radiante como un ramo de estrellas.
Marzo por los raíles, a metros de la primavera. Marzo con el pecho de flor de almendros. Marzo lleno de sí mismo, con la savia de los árboles chorreándole las caderas. Marzo hecho, cuajado, pleno de gracia, como una virgen encinta. Marzo con gabrieles anunciadores, con ángeles inmigrantes, reafirmando ante la historia la identidad de sí mismo. Marzo para siempre marzo.
Y de golpe el golpe. El estremecimiento infinito. El escalofrío del mundo. El temblor de las columnas de la tierra. Lo humano inhumanizado. La carne descarnada. El amor desenamorado. La sangre desangrada. El odio vigente. El odio crujiendo las venas. El odio reventando los cerebros. El odio amputando la vida de la vida. Una ciudad reptando, huyendo hacia dónde, huyendo de qué. Un pueblo descuartizado, colgado del mástil del sinsentido. Con una lanzada exacta donde duele la soledad, donde la muerte anida, donde se desintegra la respiración y el aire se hace veneno y crecen rosas podridas. Qué triste la tristeza cada vez más gris, más negra, más desiluminada, más hueca.
Dios viajaba en un tren de cercanías. Se arrastró buscando un amanecer que nunca llegaría. Pensó en su compañero de andamio, de oficina. Dios venía de las espaldas del aire y no tenía papeles. Nadie tenía un justificante de vida. Y hasta la primavera se hizo ilegal.
Dios no llegó en el tren de cercanías. Sintió un vómito de sangre. La memoria se le hizo un cuajarón. Dios preguntó por Dios mientras caía. Lo identificaron en la morgue porque llevaba una luna inocente entre las manos.
Rafael Fernando Navarro