domingo, 3 de abril de 2011

El Castillo de Naipes del Norte de África y Oriente Medio

Juan Trigo


Mucho se está escribiendo y televisualizando hoy sobre las revueltas en los países árabes. Recomiendo especialmente, y ahora con más razón que nunca, sintonizar Al-Jazeera. Y aunque la historia, esa gran mentirosa que escriben los vencedores, es machacona al insistir que las revoluciones las termina un dictador, Napoleón, Stalin, Khomeini, etc., y que se comen a sus hijos, Marat, Danton, Trotsky, Zinoviev, Gobsadegh, etc., hay que hacerlas. No hay más remedio, porque, aunque se trate de una película que acaba mal (sin olvidar lo que dijo no hace mucho Gabriel García Márquez, de que la mayoría de lo que vemos por la pantalla no existe) lo que la película de las revoluciones oculta, no por mala intención sino por pereza, como la de Paris Mayo del 68, la Primavera de Praga, etc., es el estallido de libertad en los corazones de la gente que toma la calle.

Para mí, que he pisado tantas veces la Avenue Bourguiba, la plaza Tahrir, la explanada de los Omeidas, etc., fue un estallido de emoción ver por la televisión (con permiso de García Márquez) los rostros enfervorizados de la gente convertirse, de sufridos héroes luchando en silencio por llegar al final del día, en titanes capaces de cambiar el mundo. Ese momento es impagable, ese momento en que tu corazón estalla y estás convencido de que es posible, cambiar el mundo es posible, y su magia es tal que a estas alturas de la película – quiero decir, con tanta historia a cuestas – aún creo que es posible. Naturalmente primero hay que cambiar la vibración de nuestros corazones, por aquello de que la fe mueve montañas, y es absolutamente real. Pero hay que hacerlo cortándole el paso a toda tentación de ponerse una venda en los ojos, es decir, tomándole el pulso a la realidad descarnada de deseos, promesas y falsas expectativas, porque lo que queremos es ganar, no distraernos.

Emociones a parte, pero sin apartarlas del todo porque es lo mejor que tenemos, se da en estas revoluciones del mundo árabe un fenómeno distinto: “¿Son compatibles el Islam y la democracia” (tema de un debate que vi hasta el final en Aljazeera), quiero decir, ¿serán capaces estas revoluciones de crear estados con la separación de poderes iglesia-estado? Es decir, una vez muerto el dictador y que la gente se vea libre para andar por sí misma, ¿ocurrirá la misma paradoja de la segunda mitad del Siglo XX hasta nuestros días sintetizada en la obra del ex secretario general del partido Comunista Francés, Roger Garaudi, “Dios a Muerto” (aunque años más tarde él mismo se convirtiera al islam pre-khomeiniano), por la cual a la gente te coge el terror a la libertad (lean “El Miedo a la libertad” de Erich Fromm”) y corre a refugiarse bajo las tenazas de cualquier otra forma de alienación; otra vez la religión, las sectas, el dogma marxista-leninista, etc.? Con lo cual no hemos ganado nada, substituimos al dictador por otras corrupciones con fachada de parlamento democrático. Tal vez por eso el príncipe Kropotkin adjetivara sus últimos escritos anarcosindicalistas como “la revolución es permanente”.

En ese debate en Al-Jazeera oí decir a uno de los contertulios, próximo a los Hermanos Musulmanes, que el Islam no tiene nada que ver con la democracia, y que ésta es un engendro de la sociedad occidental malsana. Ya empezamos. Si alguna cosa buena tiene la democracia es que cada uno puede acudir al dios que quiera, o bien a ninguno.

La clave de estas revoluciones dentro de mundo islámico la tienen los “niños de Internet”, los modernos centauros hombre-máquina, como leí hace pocos día que los definía una famosa pedagoga que siento no acordarme de su nombre, porque en la red los dogmatismos religiosos se esfuman como un vertido de petróleo en el mar. Aunque tengamos que recordar que si ese vertido ha ocurrido cerca de la costa hay que luchar con todas nuestras fuerzas para desviarlo de la playa, ya que siempre quedaran restos de intolerancia sobre las rocas de la Costa da Morte.

Aunque lo más difícil de digerir es que esos países árabes no solamente tienen en común la presencia abrumadora del Islam, sino que jamás fueron una democracia, y por lo tanto no saben lo precioso pero también extremadamente costoso que resulta desarrollar las libertades individuales en un mundo complejo. ¿Recuerdan el famoso “desencanto” de los años siguientes a la transición española? ¿Sí, verdad? Ese virus filtrante que atacó a los párvulos impacientes y que tuvo grotescas formas como aquello de que “Con Franco vivíamos mejor”. ¿Quién se acuerda ahora de tales infantilismos? Y es que la adultez tiene un largo recorrido, la libertad y autodeterminación personal es una responsabilidad y a la vez placer absolutamente intransferible. En otras palabras, desearíamos no augurar los peligrosos precipicios por los que han de transitar los recién nacidos, Egipto y Túnez, como aquellas huelgas de camioneros que hicieron caer al gobierno socialista de Salvador Allende, que en Egipto pueden tener la forma de huelgas de empleados de turismo, tercera fuente de ingresos del país, o plantes sindicales de todo tipo, inspirados en la obvia falsedad de que en dos días se arregla la economía del país y ya se pueden exigir aumentos salariales disparatados. En fin ese tipo de presiones ejercidas desde la reacción o de los grupos que, cual nuevos 18 Brumarios de Napoleón Bonaparte, pretenden hacerse con el país a golpe de pancarta reivindicativa por derechos sociales que no disfrutan ni los alemanes.

Desde luego ni Egipto ni Túnez son Irak o Afganistán, desde luego, pero si España tampoco lo era en 1976 y pasamos toda una década sobre la cuerda floja, hay que ponerse a rezar a dioses imposibles para que hombres de buena fe se pongan al lado de los internautas, estudiantes e intelectuales, y vayan entiendo que la democracia es tan frágil y evanescente como la libertad; y por tanto hay que entenderla bien. Las libertades civiles son un arma de dos filos para los sedientos de poder, hábiles en vender atajos e ilusorios paraísos y que logran dar por real aquello que los Queen cantaban hace dos décadas: “Lo quiero todo y lo quiero ahora”. Letal candidez.

Y en los escenarios que nos ocupan hemos de contar además con la masa crítica típica del oriente profundo, cuya educación básica en los medios rurales y no tan rurales no ha salido jamás de un entorno oscurantista de dogmas ancestrales, indiscutidas verdades cristalizadas y normas medievales que no resistirían un mínimo análisis tangencial, pero que esas masas creen como dictados de fe de su dios, por más que Allah es, por definición coránica, el mismo que el de los cristianos y judíos, aunque desde luego no lo parezca. Y es que en todas estas cuestiones, desde Teherán a Alabama pasando por Aswan o por Kairouan, el fundamentalismo religioso no entiende de lógicas humanistas, ni de autoestimas, ni desarrollos personales, ni de gran parte de los postulados de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por más que sus gobiernos los hayan firmado.

Nunca soy pesimista, peco de lo contrario, de visionario soñador en mundos capaces de ser cambiados por la voluntad individual, pero lo de los países árabes pinta complicado e incierto, i el efecto contagio puede extenderse indefinidamente, porque los vientos del cambio son muy fuertes.

Juan Trigo es ingeniero industrial con el grado de doctor y se dedica profesionalmente desde hace más de 30 años al comercio de productos españoles en países de Oriente Próximo. Empezó a estudiar astrología a los 15 años, ha publicado manuales técnicos de astrología, es presidente de la Sociedad Española de Astrología. Su afición es la literatura, ha publicado cuatro novelas de temas iniciáticos. Entró en contacto con el sufismo en 1980 por medio de la literatura del género y grupos de trabajo dirigidos por Idries Shah. Actualmente es discípulo de la Orden Oveyssi que tiene su "Hanegha" cerca de Barcelona.

Libros publicados: "Desierto de Niebla y Cenizas" ,"Ashânte. Mensajeros de la mente", "El Retorno de Vivianne. Amantes en el Paraíso", "Encuentro en Irán".


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