Rafael Fernando Navarro
“Tenemos las manos sucias” y “Mi adorable dictador” son los títulos de dos artículos que publiqué en fechas recientes. En ellos preguntaba con la inocencia de quien despierta una mañana por qué Egipto y Túnez habían padecido durante cuarenta años la opresión de unos presidentes que incluso tenían pensado perpetuarse en las personas de sus hijos. Preguntaba por qué los mandatarios europeos y americanos recibían con todos los honores a Mubarak y a Ben Alí. Preguntaba por qué Gaddafi era considerado como reinsertado en la sociedad universal después de haberlo condenado por crímenes brutales. Y preguntaba por qué después de tantos años todos habíamos caído en la cuenta de la perversidad de esos gobernantes. Preguntaba mediante qué postulados bastardos habíamos compaginado la exigencia del respeto a los derechos humanos con dictaduras execrables.
La rebelión de estos esclavos que aspiran a ser ciudadanos nos ha removido violentamente en nuestras poltronas de países cómplices necesitados de petróleo. Ya no nos es posible vivir sin él. Forma parte no sólo de nuestros desplazamientos, sino que es componente de todos los objetos con los que nos manejamos. Incluso los medicamentos llevan en sus entrañas este oscuro elemento de deseo. Cabe ahora preguntarse si hemos sufrido una conversión o si simplemente hemos cambiado el cinismo que nos unía a estos dictadores. O si previendo el éxito de los revolucionarios nos conviene más ejercerlo con los nuevos poderes populares. ¿Es realmente la implantación de los derechos humanos lo que nos mueve a alentar esta sublevación? ¿No será por el contrario que intuimos que ya no es posible la marcha atrás y que en consecuencia en lugar de depender de Gadafi, Mubarak o Ben Alí vamos a tener que entendernos necesariamente con la nueva oleada de mandatarios?
La Casa Blanca, Europa, La OTAN dicen estar preparados para desarmar a Gadafi, despojarlo de su poder dictatorial y devolver a los ciudadanos los derechos usurpados durante cuarenta años. Para ello disponen de armamento suficiente para iniciar, si hiciera falta, una guerra. Los poderosos de la tierra siempre consiguen sus objetivos mediante guerras. Lo que nos están enseñando los insubordinados, por pobres, es que ellos son capaces de implantar una revolución. Hay una gran diferencia.
“En Oriente Próximo, Arabia Saudí es un coloso, dueño del 25% de las reservas de petróleo del mundo y gran aliado de Estados Unidos. Pero también es una de las más férreas dictaduras del planeta que, en nombre de Alá, reprime cualquier voz disidente, encierra a las mujeres y censura cualquier dato que puede desvelar su debilidad” (Público. 12-3-2.011)
China es la tierra prometida de todos los mandatarios del mundo. Una inmensa clientela, un gran crecimiento económico, una capacidad de inversión en nuestros países, un coloso de la producción. Todos los elementos de un capitalismo feroz encarnado contradictoriamente en un sistema comunista. Como contraste, o como consecuencia trágica, la más absoluta falta de respeto a los derechos humanos hasta el punto de que acaba de “proclamar la muerte civil” del reciente premio Nobel. Pena de muerte ejercida sobre un gran número de habitantes, penalización del derecho de reunión o de expresión, horarios de trabajo esclavizantes, etc. Pero China es un potencial inversor, un productor barato para grandes marcas que surtirán los grandes comercios occidentales y un mercado millonario de clientes.
Las leyes del mercado son independientes del respeto a los derechos humanos. Y en cuanto un cliente o inversor interesa, se proclama que nunca debe producirse una injerencia en sus asuntos nacionales. Si seguimos priorizando los mercados sobre el bienestar universal de la humanidad nos convertimos en Mubaraks, Gadafis, Ben Alís universales. Puede entonces que los pobres se revuelvan hasta el día que el mundo invierta el orden de intereses.
El cinismo capitalista no tiene límites. Nuestro ombligo es lo suficientemente redondo como para ocuparnos del alma de los demás.
http://marpalabra.blogspot.com/2011/03/mercado-y-derechos-humanos.html
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“Tenemos las manos sucias” y “Mi adorable dictador” son los títulos de dos artículos que publiqué en fechas recientes. En ellos preguntaba con la inocencia de quien despierta una mañana por qué Egipto y Túnez habían padecido durante cuarenta años la opresión de unos presidentes que incluso tenían pensado perpetuarse en las personas de sus hijos. Preguntaba por qué los mandatarios europeos y americanos recibían con todos los honores a Mubarak y a Ben Alí. Preguntaba por qué Gaddafi era considerado como reinsertado en la sociedad universal después de haberlo condenado por crímenes brutales. Y preguntaba por qué después de tantos años todos habíamos caído en la cuenta de la perversidad de esos gobernantes. Preguntaba mediante qué postulados bastardos habíamos compaginado la exigencia del respeto a los derechos humanos con dictaduras execrables.
La rebelión de estos esclavos que aspiran a ser ciudadanos nos ha removido violentamente en nuestras poltronas de países cómplices necesitados de petróleo. Ya no nos es posible vivir sin él. Forma parte no sólo de nuestros desplazamientos, sino que es componente de todos los objetos con los que nos manejamos. Incluso los medicamentos llevan en sus entrañas este oscuro elemento de deseo. Cabe ahora preguntarse si hemos sufrido una conversión o si simplemente hemos cambiado el cinismo que nos unía a estos dictadores. O si previendo el éxito de los revolucionarios nos conviene más ejercerlo con los nuevos poderes populares. ¿Es realmente la implantación de los derechos humanos lo que nos mueve a alentar esta sublevación? ¿No será por el contrario que intuimos que ya no es posible la marcha atrás y que en consecuencia en lugar de depender de Gadafi, Mubarak o Ben Alí vamos a tener que entendernos necesariamente con la nueva oleada de mandatarios?
La Casa Blanca, Europa, La OTAN dicen estar preparados para desarmar a Gadafi, despojarlo de su poder dictatorial y devolver a los ciudadanos los derechos usurpados durante cuarenta años. Para ello disponen de armamento suficiente para iniciar, si hiciera falta, una guerra. Los poderosos de la tierra siempre consiguen sus objetivos mediante guerras. Lo que nos están enseñando los insubordinados, por pobres, es que ellos son capaces de implantar una revolución. Hay una gran diferencia.
“En Oriente Próximo, Arabia Saudí es un coloso, dueño del 25% de las reservas de petróleo del mundo y gran aliado de Estados Unidos. Pero también es una de las más férreas dictaduras del planeta que, en nombre de Alá, reprime cualquier voz disidente, encierra a las mujeres y censura cualquier dato que puede desvelar su debilidad” (Público. 12-3-2.011)
China es la tierra prometida de todos los mandatarios del mundo. Una inmensa clientela, un gran crecimiento económico, una capacidad de inversión en nuestros países, un coloso de la producción. Todos los elementos de un capitalismo feroz encarnado contradictoriamente en un sistema comunista. Como contraste, o como consecuencia trágica, la más absoluta falta de respeto a los derechos humanos hasta el punto de que acaba de “proclamar la muerte civil” del reciente premio Nobel. Pena de muerte ejercida sobre un gran número de habitantes, penalización del derecho de reunión o de expresión, horarios de trabajo esclavizantes, etc. Pero China es un potencial inversor, un productor barato para grandes marcas que surtirán los grandes comercios occidentales y un mercado millonario de clientes.
Las leyes del mercado son independientes del respeto a los derechos humanos. Y en cuanto un cliente o inversor interesa, se proclama que nunca debe producirse una injerencia en sus asuntos nacionales. Si seguimos priorizando los mercados sobre el bienestar universal de la humanidad nos convertimos en Mubaraks, Gadafis, Ben Alís universales. Puede entonces que los pobres se revuelvan hasta el día que el mundo invierta el orden de intereses.
El cinismo capitalista no tiene límites. Nuestro ombligo es lo suficientemente redondo como para ocuparnos del alma de los demás.
http://marpalabra.blogspot.com/2011/03/mercado-y-derechos-humanos.html
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