lunes, 18 de abril de 2011

Libertad falaz

Pep Castelló


Si alguna cosa buena tiene el abuso de poder es que quien lo sufre lo rechaza. En tanto que cuando la opresión se ejerce de manera discreta, la persona abusada apenas se entera.

En tiempos de la dictadura fascista que gobernó España durante casi cuatro décadas, fueron muchos los frentes que se abrieron para combatirla. Luego, cuando el viento de la libertad barrió de la piel de toro la negra sombra de los malos recuerdos, cada cual tiró por su lado y la lucha se fue al garete. “Contra Franco luchábamos mejor”, hubo quien dijo durante algún tiempo en tono de añoranza. Más tarde ya ni eso, ni siquiera ese simple lamento recordaba la lucha sostenida, pues el abandono se había instalado por completo en las conciencias. La libertad había triunfado, la lucha había terminado.

A partir de lo que se convino en llamar “transición a la democracia”, una capa de barniz en la parte visible de la administración pública sirvió para generar la ilusión de que se había producido un profundo cambio. Pero unas bien establecidas normas actuaron a modo de barrera para tener alejado al pueblo de donde no convenía que tuviera acceso. Instalada en los diversos aparatos de representación y gobierno la mayor parte de quienes participaron en la lucha contra la dictadura, el sentido de lo socialmente justo fue declinando hasta prácticamente desaparecer. En los más de los casos cada organismo se convirtió en un fin en sí mismo y los intereses de quienes los regentaban y constituían se antepusieron a los de quienes en principio debían servir.

Esta nueva forma de organización estatal dejó claro que el verdadero enemigo no era tanto la dictadura como la sumisión de los poderes públicos a los intereses de las clases dominantes. Prueba de ello es que el pueblo español siguió sumido en el más absoluto infantilismo social. Votaba cuando se lo ordenaban, pudiendo elegir entre lo que previamente habían elegido quienes blandían el poder. Podía gozar de lo que generosamente le daban quienes gobernaban, a condición de aceptar y callar lo que no se debía discutir. La clase política y la administración pública seguían diciendo qué es justo y qué no, exactamente igual que se hacía en los tiempos de la dictadura fascista. Pero eso sí: bajo un sistema democrático, no dictatorial. Oficinas de atención al público en abundancia. Reclamaciones rigurosamente reguladas. Total libertad de expresión, mientras no se hiciese apología de la subversión o del terrorismo. Derecho a la manifestación pública y a la huelga, aunque -¡eso sí!- debidamente controladas por los organismos de gobierno y por los sindicatos colaboracionistas. ¡Pura democracia!

Tanta libertad y tanta democracia nos habían sido instauradas, que no hacía falta que nos ocupásemos de nada. En tanto que pueblo, íbamos a ser debidamente informados de cuanto acaecía en la esfera pública. No como antes, en los negros años de la dictadura. Ahora, en plena democracia, la información iba a ser abundante, muy abundante y amena. Aunque, como era previsible, nos la iban a dar unos medios de comunicación tan afines al poder como lo fueron los de antaño.

Justamente esos medios de “comunicación” hábilmente manejados han sido lo que más ha contribuido a instalar en la mente del pueblo esa falaz idea de libertad que ahora nos ocupa. Somos súbditos de un estado democrático que garantiza las libertades otorgadas a la ciudadanía (siempre y cuando éstas no entran en conflicto con los intereses de los poderes fácticos). Podemos ir a placer de un lado para otro sin que nada nos lo impida. Gozamos de un nivel de vida envidiable. Formamos parte del mundo rico sin necesidad de asegurar nuestro bienestar con ninguna clase de servicio personal, pues organismos y gente hay ya que se ocupan de ello. Vivimos casi en el Paraíso... ¿Qué más queremos?

Tanto bien y tanta felicidad al alcance de la mano nos han vuelto muelles e irresponsables como menores de edad. Instalados en una forma de vida en la que prima el individualismo, hemos abandonado el sentido de solidaridad y nos hemos disgregado en tanto que pueblo. Hemos dejado que quienes gobiernan cuiden de nuestros derechos, como si la tarea de velar por ellos fuese renunciable. Y ahora empezamos a vislumbrar que lo que cuidan quienes gobiernan son sus intereses y los de quienes les garantizan el poder. ¡Lógico! ¿Cabía esperar otra cosa?

La verdadera libertad empieza con la liberación del pensamiento. Librar el pensamiento colectivo de la tutela mental de quienes nos manejan es la primera de las tareas que se deben afrontar. Pero no es fácil. Son muchos años de sumisión mental, de infantilismo celosamente cultivado. La madurez social no surge sola, como las flores en primavera, sino que requiere una tarea de crecimiento humano colectivo que no se improvisa. Sin ella, todo intento de rebelarse contra el poder está destinado al fracaso. La pregunta clave es: ¿cómo hacer para desarrollar en el pueblo esa sana facultad de reflexionar que la ambición y la codicia de las capas sociales económicamente fuertes llevan ahogando, ora con sangre ora con libertad falaz, durante tanto tiempo?

http://www.kaosenlared.net/noticia/libertad-falaz


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