Claudia Rafael
El día en que Ruth Paradies montó sobre el tren en la estación ferroviaria de Berlín supo que su partida ya no tendría vuelta atrás. Tal vez por eso no giró la cabeza para mirar a los ojos de su madre. Tal vez por eso se aferró a otros adolescentes judíos que, como ella, buscaban huir de aquella Alemania nazi hacia un lugar en el mundo que se abriera a su paso como tierra nueva. Y sin imaginar que cuarenta años más tarde, los dictadores argentinos torturarían con más saña a su hijo menor -al que aún no soñaba concebir- por su calidad de judío.
Las migraciones en el mundo han acompañado la historia misma de la humanidad como un sello indeleble. Colectivos humanos que dejan atrás esa patria que los aplasta, los persigue, los hambrea y les alza tantas veces ante los ojos una desbordante opulencia. Con la ñata contra el vidrio, los bienestares de los detentadores de derechos pasan ante los propios ojos con la ostentación de los poderosos.
Fronteras adentro y fronteras afuera de la propia tierra los desarrapados se elevan con celeridad a la categoría definitiva de “los otros”.
Un informe estadístico de la Secretaría de Derechos Humanos bonaerense concluyó que los pobres y los inmigrantes son víctimas de la discriminación en mucha mayor medida que los homosexuales o los enfermos de sida. Encabezan la lista los pobres, con el 67,5 por ciento seguidos por los inmigrantes de naciones limítrofes, con el 48,9 por ciento. Aunque a la hora de medir incidentes concretos el 28,8 por ciento fueron las discriminaciones por el color de la piel; el 27,5 por ciento, por xenofobia y el 21,2 por ciento por nivel socioeconómico. Mucho más abajo en la pirámide aparecen las conductas segregatorias hacia discapacitados, homosexuales y portadores de Hiv.
Cuando Ricardo Bucio Mugica, presidente de la Comisión para Prevenir la Discriminación de México, decía que “la discriminación es una práctica social excluyente que ha sido construída histórica y socialmente” ponía el eje de su mirada en esa categorización entre “nosotros y los otros”. Categorización en la que cabe de lleno la definición de la antropóloga Dolores Juliano cuando plantea que “a todos 1os grupos subalternos se les ofrece la misma falsa disyuntiva: integrarse en la cultura dominante, transformándose en malas copias o mantener su especificidad al precio de
la desvalorización. Esto es inevitable si no se cuestiona la premisa mayor implícita: la validez más elevada de 1os logros culturales de la sociedad receptora”.
El gran interrogante, sin embargo, radica en las responsabilidades del poder en la construcción de esos “enemigos” sobre los que habrá que hacer caer no sólo el peso agobiante de “la ley” sino además en el abono de la mirada de recelo y sospecha de los que todavía “pertenecen”.
Cabe analizar los discursos del poder que propiciaron históricamente la identificación de pobres con delincuentes. Durante los devoradores años 90 hubo varios gobiernos provinciales que ofrecían a comitivas de desocupados el traslado a otras provincias con promesas vanas de trabajo cosechas temporales en tren de combatir la “delincuencia”.
Pero no es necesario ir tan lejos en el tiempo. Porque la mirada sistemática de soslayo que la infancia ha tenido y sigue teniendo tiene directa relación con su expuesta vulnerabilidad. No es casual que los chicos -más aún si son adolescentes- en situación de calle sean ubicados en la categoría de “potenciales delincuentes”. Si bien desde el territorio del derecho se insiste en negar la “criminalización de la pobreza” como práctica actual, sigue constituyendo delito dormir en las calles, asustarse y huir ante la llegada de la policía.
Entonces ¿puede alarmarnos acaso que el 67,5 por ciento de los pobres sean discriminados o que también lo sean el 48,9 por ciento de los inmigrantes? Podríamos darle miradas sociales, políticas o económicas y también podríamos remontarnos a aquellas viejas prácticas de extranjerizar al nativo que tan bien ponían en práctica los colonizadores de estas tierras.
Pero también se podría hacer un salto al 2000 y a aquella tapa de “La Primera”, la revista que dirigía Daniel Hadad, en la que se leía como título central “la invasión silenciosa” sobre la imagen de un joven morocho, de cabello renegrido, labios anchos y desdentado, con una bandera argentina y el obelisco detrás. Y en la que se publicaban frases como “el nuevo inmigrante sería como un insecto invasor y depredador”, “hoy utilizan nuestros hospitales y escuelas, toman plazas y casas, ocupan veredas, y les quitan el trabajo a los argentinos”, “llegan a Buenos Aires a punto de parir y dan a luz en un hospital público” o “como los peruanos comen parados, parte de la comida cae sobre la vereda”.
Y, sin ir tan lejos, se podría viajar en el tiempo a las tomas de tierras en el Parque Indoamericano y al jefe de gobierno, Mauricio Macri, diciendo que la semilla de todos los desmadres arrancaba con la “inmigración desenfrenada”. Y refrendado luego en las coberturas periodísticas: en Canal 9 se utilizó la palabra “intrusos” de “varios de los ocupas, habitantes de la Villa 20 que en gran parte son oriundos de países vecinos”; en Radio Mitre, una periodista planteó que “estoy de acuerdo con que en la Argentina hay una inmigración desenfrenada. Y me hago cargo de lo que digo: acá hay inmigración de baja calidad”.
O, en 2009, a las tierras de Gustavo Posse mientras hacía construir un murallón que frenara “la acción delictiva” de los que vivían más allá del bienestar de los incluidos. Pobres, inmigrantes, desclasados, excluidos, expatriados, desterrados, expulsados, descartados, relegados, olvidados, perseguidos, vapuleados, segregados, abandonados, vulnerados. Son los condenados de la tierra. Los que no tienen. Los que no poseen. Los que no tienen derecho a reir desmedidamente hasta que el estómago duela de felicidad. Los que persiguen los gobiernos y despechan los integrados. Los que no tienen y golpean las puertas que separan sus pasos de la lejana patria de la dignidad.
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El día en que Ruth Paradies montó sobre el tren en la estación ferroviaria de Berlín supo que su partida ya no tendría vuelta atrás. Tal vez por eso no giró la cabeza para mirar a los ojos de su madre. Tal vez por eso se aferró a otros adolescentes judíos que, como ella, buscaban huir de aquella Alemania nazi hacia un lugar en el mundo que se abriera a su paso como tierra nueva. Y sin imaginar que cuarenta años más tarde, los dictadores argentinos torturarían con más saña a su hijo menor -al que aún no soñaba concebir- por su calidad de judío.
Las migraciones en el mundo han acompañado la historia misma de la humanidad como un sello indeleble. Colectivos humanos que dejan atrás esa patria que los aplasta, los persigue, los hambrea y les alza tantas veces ante los ojos una desbordante opulencia. Con la ñata contra el vidrio, los bienestares de los detentadores de derechos pasan ante los propios ojos con la ostentación de los poderosos.
Fronteras adentro y fronteras afuera de la propia tierra los desarrapados se elevan con celeridad a la categoría definitiva de “los otros”.
Un informe estadístico de la Secretaría de Derechos Humanos bonaerense concluyó que los pobres y los inmigrantes son víctimas de la discriminación en mucha mayor medida que los homosexuales o los enfermos de sida. Encabezan la lista los pobres, con el 67,5 por ciento seguidos por los inmigrantes de naciones limítrofes, con el 48,9 por ciento. Aunque a la hora de medir incidentes concretos el 28,8 por ciento fueron las discriminaciones por el color de la piel; el 27,5 por ciento, por xenofobia y el 21,2 por ciento por nivel socioeconómico. Mucho más abajo en la pirámide aparecen las conductas segregatorias hacia discapacitados, homosexuales y portadores de Hiv.
Cuando Ricardo Bucio Mugica, presidente de la Comisión para Prevenir la Discriminación de México, decía que “la discriminación es una práctica social excluyente que ha sido construída histórica y socialmente” ponía el eje de su mirada en esa categorización entre “nosotros y los otros”. Categorización en la que cabe de lleno la definición de la antropóloga Dolores Juliano cuando plantea que “a todos 1os grupos subalternos se les ofrece la misma falsa disyuntiva: integrarse en la cultura dominante, transformándose en malas copias o mantener su especificidad al precio de
la desvalorización. Esto es inevitable si no se cuestiona la premisa mayor implícita: la validez más elevada de 1os logros culturales de la sociedad receptora”.
El gran interrogante, sin embargo, radica en las responsabilidades del poder en la construcción de esos “enemigos” sobre los que habrá que hacer caer no sólo el peso agobiante de “la ley” sino además en el abono de la mirada de recelo y sospecha de los que todavía “pertenecen”.
Cabe analizar los discursos del poder que propiciaron históricamente la identificación de pobres con delincuentes. Durante los devoradores años 90 hubo varios gobiernos provinciales que ofrecían a comitivas de desocupados el traslado a otras provincias con promesas vanas de trabajo cosechas temporales en tren de combatir la “delincuencia”.
Pero no es necesario ir tan lejos en el tiempo. Porque la mirada sistemática de soslayo que la infancia ha tenido y sigue teniendo tiene directa relación con su expuesta vulnerabilidad. No es casual que los chicos -más aún si son adolescentes- en situación de calle sean ubicados en la categoría de “potenciales delincuentes”. Si bien desde el territorio del derecho se insiste en negar la “criminalización de la pobreza” como práctica actual, sigue constituyendo delito dormir en las calles, asustarse y huir ante la llegada de la policía.
Entonces ¿puede alarmarnos acaso que el 67,5 por ciento de los pobres sean discriminados o que también lo sean el 48,9 por ciento de los inmigrantes? Podríamos darle miradas sociales, políticas o económicas y también podríamos remontarnos a aquellas viejas prácticas de extranjerizar al nativo que tan bien ponían en práctica los colonizadores de estas tierras.
Pero también se podría hacer un salto al 2000 y a aquella tapa de “La Primera”, la revista que dirigía Daniel Hadad, en la que se leía como título central “la invasión silenciosa” sobre la imagen de un joven morocho, de cabello renegrido, labios anchos y desdentado, con una bandera argentina y el obelisco detrás. Y en la que se publicaban frases como “el nuevo inmigrante sería como un insecto invasor y depredador”, “hoy utilizan nuestros hospitales y escuelas, toman plazas y casas, ocupan veredas, y les quitan el trabajo a los argentinos”, “llegan a Buenos Aires a punto de parir y dan a luz en un hospital público” o “como los peruanos comen parados, parte de la comida cae sobre la vereda”.
Y, sin ir tan lejos, se podría viajar en el tiempo a las tomas de tierras en el Parque Indoamericano y al jefe de gobierno, Mauricio Macri, diciendo que la semilla de todos los desmadres arrancaba con la “inmigración desenfrenada”. Y refrendado luego en las coberturas periodísticas: en Canal 9 se utilizó la palabra “intrusos” de “varios de los ocupas, habitantes de la Villa 20 que en gran parte son oriundos de países vecinos”; en Radio Mitre, una periodista planteó que “estoy de acuerdo con que en la Argentina hay una inmigración desenfrenada. Y me hago cargo de lo que digo: acá hay inmigración de baja calidad”.
O, en 2009, a las tierras de Gustavo Posse mientras hacía construir un murallón que frenara “la acción delictiva” de los que vivían más allá del bienestar de los incluidos. Pobres, inmigrantes, desclasados, excluidos, expatriados, desterrados, expulsados, descartados, relegados, olvidados, perseguidos, vapuleados, segregados, abandonados, vulnerados. Son los condenados de la tierra. Los que no tienen. Los que no poseen. Los que no tienen derecho a reir desmedidamente hasta que el estómago duela de felicidad. Los que persiguen los gobiernos y despechan los integrados. Los que no tienen y golpean las puertas que separan sus pasos de la lejana patria de la dignidad.
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